Capítulo 3 Emociones

No sé cuánto tiempo pasé mirando al techo, incapaz de conciliar el sueño. Mi cuerpo estaba exhausto, pero mi mente era un torbellino. Las imágenes de la cena en la mansión Montenegro no dejaban de repetirse: las miradas inquisitivas de su madre, las preguntas disfrazadas de cortesía de sus hermanos, y, sobre todo, la presencia imponente de Gabriel a mi lado. Su mano cálida sobre la mía había sido mi ancla, pero también un recordatorio constante de que todo era una mentira.

Finalmente, la luz del amanecer se filtró por las cortinas de mi habitación. Mi nueva habitación. Un espacio que no se parecía en nada al pequeño apartamento donde había pasado los últimos años sobreviviendo a duras penas. Aquí, cada detalle parecía gritar lujo: las sábanas de algodón egipcio, las cortinas de terciopelo, el armario lleno de ropa que no era mía.

Me levanté y me dirigí al baño. El espejo me devolvió la imagen de una mujer que apenas reconocía. Mi cabello todavía estaba impecablemente peinado, aunque el maquillaje de la noche anterior se había desvanecido. Me lavé la cara, tratando de disipar la sensación de irrealidad que me envolvía.

Cuando bajé las escaleras, la casa estaba en completo silencio. Por un momento, pensé que estaba sola, pero el aroma del café recién hecho me llevó hasta la cocina. Allí estaba Gabriel, vestido de manera casual por primera vez desde que lo conocí. Llevaba una camisa blanca arremangada hasta los codos y pantalones oscuros. Se veía casi... normal. Pero su presencia seguía siendo tan intensa como siempre.

-Buenos días -dije, tratando de sonar natural mientras entraba en la cocina.

Él levantó la vista de su taza de café, sus ojos grises analizándome con la misma intensidad que siempre.

-Buenos días. ¿Dormiste bien?

Mentirle parecía inútil.

-No mucho.

-Era de esperarse. Ayer fue una noche difícil para ti.

Asentí, acercándome a la cafetera para servirme una taza. El silencio entre nosotros era pesado, pero no incómodo. Era como si ambos supiéramos que las palabras no eran necesarias.

Finalmente, él habló.

-Hoy tienes libre. No habrá eventos ni reuniones. Aprovecha para acostumbrarte a tu nueva vida.

-¿Y qué supone que haga? -pregunté, dándole un sorbo al café.

-Lo que quieras. Recorre la casa, sal de compras, o simplemente relájate. Pero recuerda las reglas, Emma. La discreción es lo más importante.

Asentí, aunque no estaba segura de qué hacer con mi día libre. Mi vida antes de Gabriel había estado llena de trabajo, preocupaciones y pocas distracciones. Ahora, con todas mis necesidades cubiertas, me sentía perdida.

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Pasé la mañana explorando la casa. Cada habitación parecía más impresionante que la anterior. Había una biblioteca con estanterías que alcanzaban el techo, una sala de cine privada y un jardín que parecía sacado de un cuento de hadas. Sin embargo, todo ese lujo solo reforzaba la sensación de que no pertenecía a este lugar.

Al mediodía, decidí salir. Gabriel había mencionado que podía hacer compras, pero yo no tenía interés en gastar dinero en ropa o accesorios. Lo que realmente necesitaba era un poco de aire fresco, un escape de esta burbuja opresiva.

El chofer, el mismo hombre que me había recogido en mi apartamento el día anterior, me llevó hasta el centro de la ciudad. Caminé por las calles sin rumbo fijo, disfrutando del anonimato que me ofrecía la multitud. Pero incluso allí, no podía dejar de pensar en Gabriel y en la complejidad de nuestra situación.

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Regresé a la casa al caer la tarde, sintiéndome un poco más tranquila después de mi paseo. Sin embargo, la calma no duró mucho. Al entrar, me encontré con Gabriel en la sala de estar, revisando unos documentos. Al verme, dejó lo que estaba haciendo y se levantó, acercándose con ese andar seguro que tanto lo caracterizaba.

-Emma, necesito hablar contigo.

Mi corazón dio un vuelco. Su tono era serio, casi frío, y no podía evitar temer lo que iba a decirme.

-¿Pasa algo malo?

-No exactamente, pero necesito que entiendas algo. Este acuerdo no es solo para mi beneficio. También te afecta a ti.

-Eso lo sé -respondí, cruzando los brazos frente a mí como si eso pudiera protegerme de la intensidad de su mirada.

Él suspiró, pasando una mano por su cabello oscuro. Era la primera vez que lo veía mostrar algo parecido a frustración.

-No creo que lo entiendas del todo. Mi familia es... complicada. Lo que vimos anoche fue solo una muestra de lo que vendrá. Ellos no confían en nadie, y estarán atentos a cada uno de tus movimientos.

Su advertencia hizo que mi piel se erizara.

-¿Y qué se supone que haga?

-Nada fuera de lo que ya estás haciendo. Mantén la calma, sigue el guion que hemos establecido y, sobre todo, no te dejes intimidar.

Quise responder algo, pero su mirada me detuvo. Había algo en sus ojos que me hizo darme cuenta de que, aunque él nunca lo admitiría, esta situación también lo afectaba. Gabriel Montenegro no era solo un hombre arrogante y controlador. Había algo más bajo esa fachada, algo que todavía no podía descifrar.

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Esa noche, me encontré pensando en lo que me había dicho. ¿Cómo podía mantener la calma cuando todo en mi vida había cambiado de la noche a la mañana? ¿Cómo podía enfrentarme a una familia que me miraba como si fuera un intruso? Pero, sobre todo, ¿cómo podía cumplir la regla más importante del acuerdo? Porque, aunque no quería admitirlo, cada vez que Gabriel me miraba con esos ojos grises, sentía cómo una parte de mí comenzaba a derrumbarse.

Mientras me acostaba en la cama, mirando el techo de esa habitación que todavía no sentía como mía, una sola pregunta resonaba en mi mente: ¿cuánto tiempo podría fingir antes de que todo se desmoronara?

            
            

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