-Sígueme la corriente, pequeña perra. -me susurró cerca del oído y olí un rastro de café en su aliento. Su brazo me rodeó la garganta y al instante clavé mis uñas en él, esperando que le hiciera daño, pero no mostró ni la más mínima reacción.
Entonces empezó a caminar y me arrastró bajo las suelas de mis zapatos. Sentí que primero caminábamos por todo el supermercado y que luego pisábamos el puro asfalto de la calle.
En el momento en que pisamos la calzada, sucedieron muchas cosas a la vez. En primer lugar, volvió a aparecer el frío interminable de aquel otoño, entonces oí voces que me recordaban mucho a una multitud. Y finalmente, se escuchó la voz de un megáfono. No sabía lo que decía, porque aquel chico me apretaba tanto la garganta que temía ahogarme. Sentí que se tensaba y se detenía.
El clima se hacía cada vez más insoportable, mi cuerpo comenzaba a estremecerse de los pies a la cabeza, sin llegar a tener un fin. De repente, el idiota me empujó a algún sitio, algo metálico me rozó la espalda y sentí que empezaba a arder. Al golpearme la cabeza, comenzaron a brotar de mis ojos dos lágrimas pesadas, las cuales caían luego como una fuerte cascada, que no tenían para cuando acabar. Entonces sentí los asientos de microfibra debajo de mí.
«¡Por fin, algo calentito!» pensé y sostuve aquel pensamiento de satisfacción por unos minutos. Sospeché que había un coche y tanteé el terreno para avanzar. No quería ver aquella mirada dominante y calculadora, detrás esos dos fríos ojos marrones. No quería a ese asqueroso a mi lado, sólo quería alejarme.
Podría habérmelas arreglado para salir directamente al otro lado del coche, pero cuando recordé que mi único lugar de refugio era mi casa, donde se encontraba aquel canalla, que por desdicha tenía por padre, me detuve y esperé un momento demasiado largo. Unas enormes manos me agarraron con fuerza por la muñeca y tiraron de mí hacia ellas.
-¡Ni se te ocurra! -se dirigió hacia mí y me empujó a los asientos confortables. Sentí que la frialdad se metía y penetraba por cada uno de mis huesos, pero a pesar de estar sentada sobre algo cálido, la sensación de baja temperatura era tal que, de seguro, la nieve llegaría más pronto de lo pronosticado, lo que provocaba un dolor más intenso en cada una de mis heridas.
Oí que alguien arrancaba un motor y cerraba las puertas. Ahí estaba, mi medio de escape, y no sabría decir hasta dónde se podría llamar un escape. Entonces sentí que me rodearon con un brazo y me apretaron tan fuerte, que mis vías respiratorias parecían cerrarse y comenzaba a faltarme el aire.
Me dieron muchas ganas de azotar al tipo y empujarlo, pero sabía que era más fuerte que yo, así que me quedé quieta. El coche aceleró y me apretó aún más entre sus brazos. Entonces escuché las sirenas y las bocinas.
Me alegré de no haber visto nada, porque si no, me habría asustado, de eso no me cabe la menor duda. El conductor debía saber conducir muy bien y no parecía especialmente considerado, y mucho menos respetar las normas del tránsito.
Al menos, eso es lo que me pareció cuando escuché los gritos de enfado y los bocinazos de otros conductores en la carretera. Intenté respirar con calma y fijar mis pensamientos en algo que no fuera el tipo que estaba a mi lado, cuando de repente, el coche hizo un giro brusco y salí disparada dolorosamente hacia el rubio.
Me dolía muchísimo el hombro y los demás moretones del cuerpo. Entonces, la puerta de uno de los laterales se abrió de un tirón y aunque volví a sentir esa sensación de temblor en mi cuerpo, la suave brisa que entraba me provoca un sentimiento de libertad. Pensé que la policía lo había conseguido y me di cuenta de lo triste que me estaba poniendo. Todavía estaba viva, pero de nuevo unas manos ásperas me agarraron y me arrastraron fuera del coche.
Tropecé y casi me caí, pero alguien me sostuvo. Me quitó la venda y para mi sorpresa unos ojos suaves y cálidos me miraron fijamente, esa calidez en su rostro jamás la había visto en ningún otro ser humano, mi ritmo cardíaco se aceleraba sin darme cuenta, mientras él ponía una mano en mi boca para que no gritara. Pero no habría gritado, porque era un signo de debilidad. Al menos esa era mi opinión.
Me pasó un brazo por la cintura y me condujo a través de un enorme aparcamiento, hacia un jeep. El chico alto de frondosa melena pelirroja natural, había abierto el maletero del coche y estaba rebuscando unas cuantas cosas que no pude distinguir. «¿Me iban a encerrar en el maletero?» me pregunté, sintiendo la opresiva sensación de miedo que me subía al estómago.
El hormigón raspaba bajo mis suelas y el olor cutre de la orina llegaba fuertemente a mi nariz. Cómo odiaba los aparcamientos. Pensé que me dejarían ir, o al menos me dejarían hablar. En cambio, me taparon la boca con cinta adhesiva y me pusieron una larga peluca negra. Empecé a retorcerme y a agitarme cuando el chico, de repente, me colgó de su hombro como si fuera un saco de plumas y rodeó el coche hasta la puerta. Golpeé sus duros músculos de la espalda con mis puños, deseando que le doliera al menos un poco. Lo que por supuesto no fue el caso, porque sus músculos eran tan duros como el acero.
Me dejó caer como un saco de arroz en los asientos traseros y se subió también. El rubio le lanzó una peluca y se la puso rápidamente. Mientras tanto, me había sentado y llegado al otro lado del coche.
Impotente, enfadada, preocupada, pero a la vez en mi interior me encontraba segura de que no me sucedería nada malo.
-Cerradura para niños, cariño. -Le oí decir cerca de mí, poniendo más énfasis en lo de cariño. Inmediatamente me giré y miré su descarada cara sonriente mientras se ponía unas gafas de sol.
La puerta del coche se cerró de golpe y el motor se puso en marcha. Sentí sus brazos alrededor de mí y me atrajo hacia él como si fuéramos una pareja. Intenté resistirme de nuevo, pero luego me percaté que solo gastaba mis fuerzas en vano, lo que provocó que su agarre se hiciera más fuerte.
Me empujó al asiento y me bloqueó la vista de la carretera.
-Sígueme el juego y no te pasará nada. -Luego apretó sus labios contra la cinta y fingió besarme. Así que claramente estábamos jugando a ser una pareja. Me retorcí en sus brazos y le arañé, lo que le dejó completamente indiferente.
Me apretó más y sentí el calor que irradiaba su cuerpo. Quería que jugáramos un par de veces. Mis manos se deslizaron hacia su pelo y tiré de él esperando que me soltara. En cambio, él hizo lo mismo conmigo y a partir de entonces, solo era cuestión de ver quién duraba más.
No sé cuánto duró nuestra pelea, pero en cualquier caso, el atardecer ya estaba a la vista y nos detuvimos en una pequeña tienda de la autopista desierta. En cuanto se apagó el motor, se separó de mí y se pasó las manos por el pelo.
-¡Ay, loca! -dijo y cerró un ojo. Con todas mis fuerzas le di una patada en la pierna, que le hizo llorar.
-¡Maldita sea, Jim, ayúdame!
El rubio intentó proteger a su amigo abalanzándose sobre mí, pero ahora no le importaba las reglas del juego, arañaba, golpeaba y pateaba cada centímetro que podía alcanzar. Mi ira alimentó mis acciones como las brasas alimentan el fuego. El miedo ya no existía, solo la rabia.
Fue entonces cuando la puerta del otro auto se abrió de golpe y me sacaron del coche. Pero no fue tan brutal, alguien se estaba asegurando de que no me hicieran daño, lo que me sorprendió, pero no detuvo mi rabia. Sentí que el agarre de esa persona se aflojaba y supe que podía huir en cualquier momento. Con todas mis fuerzas giré una vez y las manos se aflojaron. Entonces salí corriendo. El aparcamiento estaba desierto y la frialdad de noviembre se hacía más que palpable.
Oí los pasos rápidos detrás de mí y cambié de dirección. En lugar de correr hacia la autopista, corrí hacia un campo, con la esperanza de que me diera refugio. Por los paisajes que podía observar a simple vista, me parecía estar en Sierra Nevada de Santa Mónica.
Ya casi estaba llegando a donde quería cuando el peso de alguien me presionó y me desplomé. La tierra quedó atrapada en mi pelo y en mi ropa. Quería empezar a arremeter contra él, pero mis manos estaban presionadas contra el suelo.
-¡Quédate aquí! -oí una voz enfadada. -Mierda, esta chica es rápida.
-Una premonición me decía que el de pelo castaño no había venido a por mí y que habría escapado si el rubio no hubiera estado allí.
-Trae el cloroformo. -Mis músculos se contrajeron ante esa petición y, sobresaltada, miré al suelo.
-¡Yul, casi se nos escapa! ¿Acaso crees que merezca la pena que siga formando parte de nuestro plan?
El chico de la frondosa cabellera se queda en silencio por unos segundos, y luego le responde:
-No creo que matarla ahora sea la solución a nuestros problemas. Mejor sigamos con nuestros planes. -Le hace una seña con las manos, y le dice: -Espera, ahora vuelvo.
De nuevo oí pasos rápidos, pero esta vez se alejaron. La peluca se me había resbalado y estaba intentando quitarme la cinta de la boca de alguna manera. Me hicieron girar y vi que el rubio ya no llevaba peluca. Sus ojos me miraron con rabia mientras me empujaba de nuevo con su peso, presionando mis manos contra el suelo.
-Mantén la calma, ¿entiendes? No te haré daño, mientras no hagas nada estúpido. -Sus ojos se tornaron fríos e inexpresivos, provocando un escalofrío en mi columna vertebral. Sentí miedo y aterrada quise defenderme, pero no pude cuando vi que el chico, de sonrisa cautivadora y actitud interesante, volvía, llevando una bufanda.
Al mirarle, sentí que estaba envuelta en una loca e intrigante pesadilla. Mis ojos se abrieron de par en par y las lágrimas se acumulaban en ellos. Pero no me tenía permitido llorar, no lloraría, solo provocaría lástima y sería algo que nunca me perdonaría. Percibí que me quitaba con cuidado la cinta adhesiva de la boca, pero no me dio tiempo a recuperar el aliento y gritar. Sus manos eran suaves y confortables, las cuales presionaron el paño con el cloroformo sobre mi boca y mi nariz. Intenté resistirme pero lo único que logré, fue que mi cabeza quedara justo en sus piernas y mi mirada se perdiera en la suya.