Isabela estaba sentada en la terraza de la hacienda Montenegro, contemplando los campos que se extendían más allá de donde alcanzaba la vista. Habían pasado varios días desde que Rodrigo y Alejandro le dijeron que aprendería a dirigir una empresa familiar. La idea aún la abrumaba, pero, en lo más profundo de su ser, despertaba un sentimiento desconocido: esperanza.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz firme de Alejandro, quien se acercó con las manos en los bolsillos y el semblante serio.
-Mañana iremos a la casa de tu familia -dijo sin rodeos.
Isabela giró para mirarlo con sorpresa.
-¿Para qué? -preguntó con cautela.
Alejandro suspiró, como si midiera sus palabras.
-Aún hay algunos asuntos que arreglar con tu padre. Hay documentos que deben firmarse para formalizar ciertos acuerdos... -hizo una pausa antes de continuar-. Y creo que es importante que tengas la oportunidad de enfrentar a tu familia como la nueva persona que estás empezando a ser.
Isabela sintió su corazón acelerarse. No había pensado en regresar tan pronto a la casa donde nunca había sido verdaderamente bienvenida. Recordaba las miradas de desprecio de su madre, la arrogancia de Victoria y, sobre todo, las palabras crueles de su padre llamándola estorbo.
-No creo que quieran verme -susurró, evitando la mirada de Alejandro.
-Lo sé -respondió él, inclinándose levemente hacia ella-. Pero no se trata de ellos. Se trata de ti. ¿Estás lista para enfrentar tu pasado?
Isabela respiró hondo, su mente llena de recuerdos dolorosos, pero sabía que no podía huir eternamente.
-Sí. Estoy lista.
El carruaje rodaba por el camino polvoriento que llevaba a la casona de los Del Valle. Alejandro se mantenía en silencio junto a ella, su mirada fija en la carretera. Isabela, por otro lado, no podía dejar de retorcer las manos sobre su regazo. A pesar de la firmeza en sus palabras antes de partir, el miedo volvía a instalarse en su pecho.
-No tienes que preocuparte -dijo Alejandro de repente, sin apartar la vista del camino-. No estás sola en esto.
Isabela lo miró de reojo. No estaba acostumbrada a ese tipo de apoyo, y la sensación de tener a alguien de su lado le resultaba extrañamente reconfortante.
-Gracias, Alejandro.
Él asintió en silencio.
Cuando el carruaje se detuvo frente a la vieja casona, Isabela sintió que su cuerpo se tensaba instintivamente. Bajó del vehículo con paso firme, negándose a mostrar inseguridad. Alejandro la siguió de cerca mientras se dirigían a la puerta principal.
No tuvieron que llamar; la puerta se abrió abruptamente y Don Anselmo apareció en el umbral con una expresión pétrea. Sus ojos recorrieron a Isabela con frialdad antes de posarse en Alejandro con evidente desdén.
-¿Qué hacen aquí? -preguntó con brusquedad, cruzándose de brazos.
-Hemos venido a resolver algunos asuntos pendientes, don Anselmo -dijo Alejandro con calma-. Hay documentación que necesita su firma.
El rostro de su padre se endureció aún más.
-Si creen que pueden devolverme a esta inútil, están equivocados. Isabela ya no es parte de esta familia. No es bienvenida aquí.
Las palabras golpearon con fuerza a Isabela, pero esta vez no bajó la mirada. En lugar de sentirse herida, sintió una extraña sensación de liberación.
-Lo sé, padre -respondió con voz firme, sorprendiendo incluso a Alejandro-. Y está bien. Nunca fui parte de esta familia realmente.
Don Anselmo se mostró ligeramente sorprendido por su actitud, pero pronto recuperó su expresión de desprecio.
-Entonces ahórranos tiempo y márchense.
Alejandro intervino antes de que la situación escalara más.
-Solo queremos que firme los papeles. Será rápido.
Su padre gruñó molesto, pero hizo un gesto brusco para que entraran. La casa estaba exactamente como la recordaba: fría, silenciosa y llena de recuerdos que preferiría olvidar. Al caminar por los pasillos, se encontró con Victoria, quien la observó con una sonrisa burlona.
-Mira quién ha vuelto -dijo con fingida sorpresa-. Pensé que estarías feliz ordeñando vacas en el campo.
Isabela ignoró el comentario y siguió caminando con la cabeza en alto. No le daría a su hermana el placer de ver que aún podía afectarla.
Una vez que los documentos fueron firmados y revisados, Alejandro se levantó de su asiento y le dirigió una última mirada a Don Anselmo.
-Espero que algún día se dé cuenta de lo que ha perdido.
Sin esperar respuesta, tomó a Isabela del brazo y salieron de la casa sin mirar atrás.
El camino de regreso a la hacienda Montenegro fue silencioso. Isabela miraba por la ventana, sintiendo una mezcla de emociones que no podía descifrar. Alejandro la observó de reojo antes de hablar.
-¿Estás bien?
Isabela tragó saliva antes de responder.
-Sí... creo que sí -susurró, pero algo en su interior la hacía sentir inquieta.
Se quedó en silencio por un momento antes de tomar aire y soltar las palabras que había guardado durante tanto tiempo.
-Alejandro... hay algo que debes saber.
Él giró ligeramente hacia ella, su expresión atenta.
-Dime.
Isabela sintió que sus manos temblaban levemente, pero se obligó a continuar.
-Yo... soy estéril -dijo en un susurro apenas audible-. Mi familia siempre lo supo. Por eso mi padre nunca me consideró importante.
Alejandro la observó en silencio por unos momentos, su rostro sin ninguna señal de sorpresa ni juicio.
-¿Eso es lo que te dijeron? -preguntó con calma.
-Sí. Los médicos lo dijeron hace años. Siempre me trataron como si no valiera nada porque no podía darles herederos -su voz tembló ligeramente, pero rápidamente recuperó la compostura-. Solo quería que lo supieras antes de que esto avance más... antes de que me enseñes a ser parte de tu familia.
Alejandro permaneció en silencio por un momento antes de hablar con firmeza.
-Eres más que eso, Isabela. No te traje a mi casa porque esperara algo de ti, sino porque mi padre y yo creemos en ti. Lo que puedas o no puedas hacer no define tu valor.
Isabela sintió un nudo en la garganta. No esperaba esa respuesta. Había asumido que, como todos los demás, Alejandro la vería como un problema, una carga.
-No tienes idea de lo que significa escuchar eso -susurró, sintiendo las lágrimas arder en sus ojos.
Alejandro esbozó una leve sonrisa.
-Quizás es momento de que empieces a verlo por ti misma.
Isabela sonrió por primera vez en mucho tiempo. Tal vez, después de todo, tenía una oportunidad de encontrar su lugar en el mundo.