El bullicio de la celebración resonaba por toda la casa. Música a todo volumen, risas descontroladas y copas de champagne chocando en brindis interminables marcaban el ritmo de la ostentosa fiesta. Juan Hernández, sentado en el centro del salón, recibía adulaciones de amigos y familiares, quienes celebraban su supuesto ingenio al "resolver" sus problemas económicos.
De repente, el ambiente festivo se interrumpió abruptamente. Un grupo de hombres vestidos de traje ingresó al salón principal. Liderados por un abogado, su presencia inmediatamente atrajo la atención de todos los presentes.
-Señor Hernández -anunció el abogado, sacando un sobre de su maletín-. Somos representantes legales del banco. Hemos venido a notificarle que, debido a la falta de pago de la hipoteca y tras un análisis de los acuerdos recientes, procederemos a ejecutar el embargo de esta propiedad y demás bienes asociados.
El salón quedó en silencio. Las risas se desvanecieron, reemplazadas por miradas de incredulidad.
-¡¿Qué están diciendo?! -gritó Juan, poniéndose de pie de un salto-. ¡Eso es imposible! Tenemos un acuerdo, y en unas horas recibirán el resto del dinero.
El abogado se mantuvo impasible, sus ojos fijos en Juan.
-Hemos revisado los documentos y no existe respaldo suficiente que garantice el pago de la deuda pendiente. Además, al consultar con los asesores legales de Javier Santos, hemos recibido la confirmación de que los cincuenta millones de dólares mencionados no serán transferidos.
El rostro de Juan palideció al escuchar esas palabras. Dio un paso hacia adelante, extendiendo una mano temblorosa.
-¡Eso no puede ser cierto! Javier Santos acordó con mis asesores que recibiríamos el dinero. Él mismo lo prometió.
El abogado arqueó una ceja con escepticismo.
-Señor Hernández, permítame ser claro. Nos comunicamos directamente con el equipo legal del señor Santos. No solo han negado cualquier transferencia adicional, sino que también han señalado que el acuerdo original fue incumplido al enviar a una persona distinta a la pactada. Como resultado, no tienen ninguna obligación de compensarlo.
-¡Esto es un malentendido! -insistió Juan, con voz alterada-. ¡Javier Santos me debe ese dinero!
-Le sugiero que se calme, señor Hernández -dijo el abogado, manteniendo un tono profesional pero cortante-. La decisión está tomada, y el procedimiento de embargo comenzará inmediatamente. Tienen veinticuatro horas para abandonar esta propiedad.
Las palabras del abogado resonaron como un trueno en la sala. Las miradas incrédulas de los invitados se clavaron en Juan, quien empezó a sudar copiosamente. Su esposa, Anabella, se acercó a él, susurrándole algo al oído, pero él la apartó con un gesto brusco.
-¡Esto es un complot en mi contra! -vociferó, perdiendo completamente la compostura-. ¡Javier Santos pagará por esto!
El abogado hizo una pausa y luego añadió, con un dejo de ironía:
-Si tiene alguna queja, puede dirigirla a su equipo legal. Por ahora, mi equipo procederá con el inventario y la evaluación de sus bienes. Buenas noches.
Mientras los hombres del banco comenzaban a recorrer la propiedad con frialdad profesional, los invitados empezaron a retirarse, algunos murmurando entre ellos, otros fingiendo no conocer a la familia Hernández. El brillo de la celebración se había apagado por completo, reemplazado por el frío y aplastante peso de la realidad.
En su despacho, Juan golpeó la mesa con frustración mientras su esposa lo seguía, exigiendo respuestas.
-¡Haz algo, Juan! ¡Nos van a dejar en la calle! -gritó Anabella.
-¡Lo arreglaré! ¡Voy a llamar a Javier y obligarlo a cumplir! -respondió él, mientras marcaba furiosamente un número en su teléfono.
Sin embargo, nadie contestó. La línea permaneció muda, como si las puertas hacia su supuesto salvador estuvieran cerradas para siempre.
Juan se desplomó en la silla, con la mirada perdida. Por primera vez en mucho tiempo, sintió el peso de sus decisiones cayendo sobre él como un martillo implacable.
Algunos de los invitados, antes aduladores y solícitos, comenzaron a mostrar su verdadero rostro una vez que quedó claro que Javier Santos no respaldaba a Juan. Uno tras otro, se acercaron exigiendo la devolución de los préstamos que le habían otorgado, cantidades que ascendían a cientos de miles de dólares. Los reclamos se intensificaron, y la tensión llenó el ambiente. Finalmente, acorralado y sin argumentos, Juan tuvo que vaciar lo poco que quedaba de las transferencias iniciales. Al terminar la noche, la familia Hernández apenas conservaba medio millón de dólares, una fracción insignificante frente a sus deudas.
Esa noche, Juan no pudo dormir. Caminaba de un lado a otro en su despacho, buscando una solución que parecía inexistente. Su esposa, Anabella, permanecía en la habitación, entre lágrimas y recriminaciones. El futuro que habían imaginado, lleno de lujos y comodidades, se desmoronaba a pasos agigantados.
A la mañana siguiente...
La mañana llegó acompañada de nuevos problemas. Los representantes del banco estaban estacionados en la entrada de la mansión, listos para proceder con el embargo. Juan Hernández intentó detenerlos con un discurso lleno de excusas y promesas vacías, pero los abogados permanecían imperturbables.
-¡Javier Santos nos prometió cincuenta millones! -exclamó Juan, su voz cargada de desesperación-. ¡No tienen derecho a hacer esto!
El abogado principal lo miró con calma, como si hablara con un niño que no entendía la realidad.
-Señor Hernández, ya confirmamos con los asesores del señor Santos. No existe ningún compromiso financiero pendiente. Además, debido al incumplimiento del acuerdo original, el señor Santos no está obligado a otorgarle nada más.
-¡Eso es mentira! -gritó Juan, sudando de los nervios-. ¡Él me lo prometió personalmente!
El abogado no mostró ninguna reacción a su berrinche.
-Lo siento, señor Hernández, pero las palabras no tienen validez sin respaldo contractual. Ahora, por favor, permítanos continuar con nuestro trabajo.
Los empleados del banco comenzaron a registrar los bienes de la mansión, mientras Anabella lloraba y gritaba en el fondo. Juan, derrotado, no pudo más que observar cómo todo lo que había construido con engaños y manipulaciones se desmoronaba frente a él.
Juan Hernández miraba con desesperación cómo los empleados del banco etiquetaban los muebles, las obras de arte y las reliquias familiares. Cada objeto que llevaban era un recordatorio de su derrota. Su esposa, Anabella, sollozaba en una esquina, incapaz de procesar lo que estaba sucediendo.
-¡Esto no puede estar pasando! -gritó, aferrándose a un jarrón de porcelana-. ¡Este es mi hogar!
-Es un bien hipotecado, señora Hernández -respondió uno de los empleados con frialdad-. Nada de lo que ve aquí les pertenece realmente.
Las puertas de la mansión se abrieron de golpe, y un grupo de personas entró con paso firme. No eran empleados del banco, sino antiguos "amigos" de Juan. Hombres y mujeres que le habían prestado grandes sumas de dinero, creyendo en su promesa de que pronto recibiría los cincuenta millones de Javier Santos.
-Hernández -dijo uno de ellos, un empresario con el rostro endurecido-. Ha llegado el momento de saldar nuestras cuentas.
Juan sintió que el estómago se le encogía. Su mundo se estaba desmoronando a una velocidad aterradora, y ahora no solo enfrentaba la bancarrota, sino también la ira de aquellos a quienes había engañado.
-Denme tiempo... yo... puedo recuperar el dinero... -balbuceó, pero su voz carecía de la firmeza de un hombre que tuviera una solución real.
Uno de los acreedores soltó una carcajada amarga.
-¿Tiempo? -repitió con burla-. No nos diste tiempo cuando pediste prestado. Ahora nos pagas, o nos aseguraremos de que lo hagas de otra forma.
Los hombres comenzaron a rodearlo, y Juan retrocedió hasta chocar con una mesa. Miró a Anabella, esperando que ella dijera algo, pero su esposa solo sollozaba, abrazando una bolsa con las pocas joyas que había logrado esconder antes del embargo.
-Por favor... podemos hablar... -rogó Juan, pero los hombres ya habían tomado una decisión.
Juan Hernández temblaba de furia e impotencia mientras su mundo se desmoronaba ante sus ojos. La mansión, los autos de lujo, las obras de arte... todo estaba siendo reclamado por los bancos y sus acreedores. Pero no era solo el dinero lo que lo atormentaba, sino la humillación.
-¡Esto es culpa de esa inútil! -espetó, sacando su teléfono con manos temblorosas y marcando el número de Ana Victoria-. ¡Ella tiene que arreglar esto!
El tono sonó varias veces hasta que, finalmente, alguien contestó. Pero no fue la voz de su hija.
-Residencia Santos. ¿En qué puedo ayudarle?
Juan frunció el ceño, confundido por la voz grave y profesional del otro lado de la línea.
-¿Dónde está Ana Victoria? ¡Quiero hablar con ella! -gruñó con desesperación.
Hubo un breve silencio antes de que el asistente de Javier respondiera con tono frío y cortante:
-La señora Santos está ocupada. Le sugiero que no la molesten con asuntos irrelevantes.
Juan sintió que la ira lo consumía.
-¡Escúchame bien, maldito sirviente! ¡Esa es mi hija y exijo hablar con ella!
-Se equivoca, señor Hernández. -La voz del asistente se volvió aún más gélida-. La señora ya no es su hija. Ahora pertenece a la familia Santos, y eso significa que su tiempo y su lealtad le pertenecen únicamente a su esposo. Si vuelve a llamar para molestarla, tomaremos medidas para asegurarnos de que no lo haga de nuevo.
Antes de que Juan pudiera responder, la llamada se cortó.
El teléfono se le resbaló de las manos, y su rostro se tornó rojo de furia.
-¡Maldita desgraciada! -bramó, lanzando el aparato contra la pared, haciéndolo añicos.
Anabella, que se había desplomado en un sofá, levantó la mirada con los ojos hinchados por el llanto.
-¿Qué te dijo?
Juan la miró con furia descontrolada.
-¡Nos abandonó! ¡Esa maldita inútil nos dejó a nuestra suerte!
Anabella dejó escapar un sollozo ahogado mientras los hombres que los rodeaban sonreían con crueldad.
-Entonces, señor Hernández... -dijo uno de los acreedores, cruzándose de brazos-. Parece que usted ya no tiene a nadie que lo respalde.
Juan sintió el frío de la desesperación recorrerle la espalda. Estaba completamente solo, y sus enemigos lo sabían.