Al llegar al comedor, encontró a Javier Santos sentado a la cabecera de una imponente mesa de madera pulida. Una sirvienta estaba a su lado, con un tazón en la mano, ayudándole a comer. Su rostro mostraba calma, pero sus ojos, fijos en Ana, parecían observar cada detalle de su expresión y postura.
-Buenos días, Ana -saludó Javier con su tono firme, aunque carente de emociones evidentes-. ¿Has podido descansar?
-Buenos días, señor Javier. -Ana inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto-. La verdad, no fue por incomodidad, sino porque aún hay mucho que procesar.
Javier asintió lentamente.
-Es comprensible. No todos los días uno se encuentra en una situación como esta. Pero te aseguro que, con el tiempo, encontrarás estabilidad aquí.
La sirvienta terminó de alimentarlo y se retiró en silencio, dejando a ambos en la amplia sala. Ana permaneció de pie, insegura de si debía sentarse o esperar instrucciones.
-Siéntate, por favor -indicó Javier, moviendo ligeramente su cabeza hacia una silla cercana. Ana obedeció, sintiéndose algo fuera de lugar en el elegante comedor.
-Hoy comenzarás tu entrenamiento como mi asistente personal -anunció Javier, directo al punto-. Este no es un papel ceremonial. Tendrás responsabilidades reales, y espero que estés a la altura.
Ana asintió, aunque sus manos temblaban ligeramente bajo la mesa.
-Claro, haré mi mejor esfuerzo.
Javier esbozó una leve sonrisa, apenas perceptible.
-Eso espero. Por ahora, come algo, luego el mayordomo te llevará a la biblioteca. Allí recibirás una introducción a tus primeras tareas. También te asignará un tutor para que te familiarices con todo lo que necesito.
Antes de que Ana pudiera responder, Javier añadió:
-Recuerda algo, Ana. Aquí todo tiene un propósito. Nada de lo que hago es improvisado. Mientras estés bajo este techo, quiero que observes, escuches y aprendas.
Las palabras de Javier eran un recordatorio de que su nueva vida estaría lejos de ser sencilla. Mientras el mayordomo aparecía para escoltarla, Ana no podía evitar preguntarse qué tan profundo sería el precio de aquella decisión que había tomado la noche anterior.
Ana Victoria desayunaba en silencio. No sabía nada de lo que ocurría en la antigua casa de su familia, y en su interior, una parte de ella temía preguntar.
Javier, como siempre, la observaba con su mirada calculadora.
-Comenzaremos tu formación como mi asistente personal -dijo, con tono firme
Ana Victoria asintió lentamente.
-¿Por dónde empezamos?
Javier sonrió, con un brillo de satisfacción en sus ojos.
-Por entender las reglas del juego.
Ana Victoria estaba sentada en la biblioteca, revisando algunos documentos que Javier le había entregado como parte de su nueva formación. No tenía idea de la llamada de su padre, ni de la respuesta que su asistente había dado.
Javier, sentado en su silla de ruedas, la observaba con detenimiento.
-¿Cómo te sientes? -preguntó con una media sonrisa-. No es fácil adaptarse a un mundo como este.
Ana Victoria levantó la mirada, pensativa.
-No sé qué esperaba cuando acepté quedarme aquí -admitió-. Pero... siento que ya no hay vuelta atrás.
Javier asintió, como si su respuesta le complaciera.
-Nunca la hubo, Ana Victoria. Nunca la hubo.
El rugido del motor de un auto lujoso rompió la tranquilidad de la residencia Santos. Afuera, bajo el sol abrasador del mediodía, Juan Hernández descendió con furia de su vehículo, azotando la puerta con tal violencia que el sonido reverberó en el aire. Su rostro estaba desencajado, la ira y la desesperación marcaban cada arruga de su expresión. Se ajustó el saco con brusquedad y avanzó con pasos firmes hasta la puerta principal.
-¡Ana Victoria! -bramó, golpeando con el puño cerrado la pesada puerta de madera-. ¡Sal ahora mismo, maldita sea!
Los guardias de seguridad intercambiaron miradas antes de acercarse a él. Uno de ellos, un hombre alto y corpulento, se adelantó con expresión imperturbable.
-Señor Hernández, le pido que mantenga la calma. Esta es una propiedad privada, si no se retira, tendremos que escoltarlo fuera.
Juan giró hacia él con una mirada llena de furia.
-¡No me digas qué hacer! ¡Mi hija está aquí y quiero hablar con ella!
Antes de que el guardia pudiera responder, la puerta principal se abrió lentamente y apareció Javier Santos en el umbral, con su expresión serena y calculadora. Sentado en su silla de ruedas, lo observó con una calma inquietante, como si el escándalo de Juan fuera poco más que un inconveniente menor.
-Señor Hernández -saludó con tono gélido-. No esperaba su visita.
Juan lo fulminó con la mirada y avanzó con intención de entrar, pero los guardias lo detuvieron.
-No vengo a hablar contigo, Santos. ¡Vengo por mi hija!
Javier arqueó una ceja, su expresión seguía impasible.
-La señora Santos está ocupada. No puede recibirlo en este momento.
Juan soltó una carcajada sarcástica y sacudió la cabeza con incredulidad.
-¡Bastardo manipulador! -gruñó, señalándolo con el dedo-. ¡Eres tú quien la tiene encerrada, quien la ha convertido en tu marioneta! ¡Dime, qué le hiciste para que me dé la espalda de esta forma!
Antes de que Javier pudiera responder, la voz de Ana Victoria resonó desde el interior.
-Déjalo pasar.
Los guardias dudaron por un segundo, pero al recibir un leve asentimiento de Javier, se apartaron. Juan entró a zancadas al vestíbulo, con los puños apretados. Ana Victoria estaba al final de la sala, con un vestido sobrio y elegante, sosteniendo una taza de té entre sus manos. Su rostro, sereno y controlado, contrastaba con la furia que irradiaba su padre.
-Así que al final decidiste aparecer -dijo Ana con voz pausada.
Juan soltó una carcajada amarga.
-¡¿Aparecer?! ¿Cómo diablos puedes hablar con tanta calma cuando tu familia está siendo destruida? -su voz se quebró de furia-. ¡Todo por tu culpa! ¡Por la inútil decisión que tomaste al ponerte del lado de este maldito embustero!
Ana dejó la taza sobre la mesa con cuidado y lo miró fijamente.
-¿Mi culpa? -repitió, con tono gélido-. No fui yo quien se endeudó hasta el cuello, quien hizo promesas vacías y quien basó su vida en engaños, papá. Tú solo estás cosechando lo que sembraste.
Juan sintió un nudo en el estómago. No reconocía a la mujer que tenía enfrente. Ya no era la hija sumisa que podía manipular a su antojo.
-¡Eres mi hija! -rugió, dando un paso hacia ella-. ¡Tienes la obligación de ayudarme! ¡Me debes esto después de todo lo que he hecho por ti!
Ana alzó una ceja.
-¿Y qué fue exactamente lo que hiciste por mí, papá? -preguntó con tono cortante-. ¿Venderme? ¿Entregarme como si fuera un objeto de intercambio para salvar tu pellejo? ¡No me hiciste un favor, me usaste como un maldito peón en tu juego de ambición!
Juan se quedó en silencio por un momento, pero su ira no tardó en regresar.
-¡Eso no importa ahora! Lo que importa es que vayas con tu esposo y le exijas que nos ayude. ¡Javier tiene el dinero y puede detener esto!
Ana bufó, incrédula.
-¿De verdad sigues creyendo que tienes derecho a exigir algo? -Negó con la cabeza-. No voy a pedirle nada. No voy a mover un solo dedo para salvarte.
Juan la miró con los ojos desorbitados.
-¡Eres una desagradecida! ¡Una traidora!
Antes de que pudiera seguir con su arrebato, Javier intervino, su tono tan afilado como un cuchillo.
-Señor Hernández, creo que ha dicho suficiente. Está agotando nuestra paciencia y ya hemos sido bastante hospitalarios al permitirle entrar.
Juan giró hacia él con el rostro enrojecido.
-¡Tú! ¡Tú fuiste quien la envenenó en mi contra! ¡La convertiste en esta mujer fría y despiadada!
Javier sonrió apenas.
-No, señor Hernández. Su hija simplemente dejó de ser la tonta que usted podía manipular.
Juan tembló de rabia, mirando a ambos con odio, pero supo que no había más que pudiera hacer. Había perdido. Sin otro recurso, escupió al suelo en un acto de desprecio y se giró para marcharse.
-¡Se van a arrepentir de esto! -vociferó antes de cruzar la puerta con un portazo.
El silencio se instaló en la residencia. Ana Victoria exhaló lentamente, sintiendo la adrenalina aún recorriéndole el cuerpo. Javier la observó con detenimiento antes de hablar.
-Lo manejaste bien.
Ana lo miró, su expresión aún seria.
-No siento satisfacción, si eso es lo que quieres saber. Pero tampoco siento culpa.
Javier sonrió levemente.
-Esa es la diferencia entre tú y él. Él nunca aprende de sus errores. Tú, en cambio, has aprendido a no cometerlos.
Ana apartó la mirada. Sabía que su padre no se detendría tan fácilmente. Y por primera vez, temió lo que pudiera hacer ahora que lo habían dejado sin nada.