Los dos sujetos intercambiaron miradas nerviosas, pero ninguno dijo nada. Uno de ellos, el de cabello corto y cicatriz en la mejilla, intentó mostrarse desafiante.
-No sabemos nada, hombre. Solo hacíamos nuestro trabajo.
Antonio se inclinó, colocando una mano en el respaldo de la silla del hombre, acercándose lo suficiente como para que sintiera su respiración.
-¿Su trabajo? -repitió con frialdad-. ¿Custodiar un almacén abandonado sin saber qué había dentro? ¿No les pareció extraño?
El hombre tragó saliva, pero no respondió.
Antonio se enderezó y caminó hasta una mesa cercana. Sobre ella, había una bandeja con algunos instrumentos... herramientas que podían usarse para muchas cosas. Tomó un cuchillo pequeño y lo hizo girar entre sus dedos, sin apurarse.
El otro hombre, más delgado y con la piel pálida, tragó saliva con nerviosismo.
-Mira, jefe... -su voz tembló un poco-. No sabemos mucho. Solo nos dijeron que vigiláramos el lugar, que no dejáramos que nadie entrara.
Antonio dejó de girar el cuchillo y lo apoyó en la mesa con suavidad.
-Sigan.
El hombre respiró hondo y continuó:
-Nos contrataron hace seis meses. Nos pagaban en efectivo, sin preguntas. Cada día, al mediodía, llegaba alguien, dejaba un paquete y se iba.
Antonio sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
-¿Quién era? -preguntó con los dientes apretados.
-No lo sabemos... nunca lo vimos de cerca. Solo veíamos un auto negro estacionarse, alguien bajaba, dejaba el paquete dentro y se marchaba.
Antonio entrecerró los ojos.
-¿Y nunca escucharon nada dentro del almacén?
El sujeto negó rápidamente con la cabeza.
-Nada. Nunca. Pensamos que estaba vacío...
Antonio golpeó la mesa con el puño, haciendo que ambos sujetos saltaran en sus sillas.
-¡¿Cómo demonios no escucharon nada?! ¡Ella estaba ahí! ¡Encerrada como un animal!
El silencio cayó sobre la habitación. Los hombres temblaban, y Martín permanecía impasible, esperando la reacción de Antonio.
El de la cicatriz se humedeció los labios antes de hablar.
-Señor, lo juro... teníamos prohibido entrar a las instalaciones. Nos pagaban bien para que no hiciéramos preguntas.
Antonio apretó la mandíbula con tanta fuerza que sintió un dolor agudo en la sien.
-¿Quién los contrató? -exigió.
Ambos hombres intercambiaron una mirada temerosa. El delgado bajó la cabeza, mientras el otro, con voz temblorosa, soltó la bomba.
-No sabemos su nombre... pero quien nos contrató dijo que solo estaríamos ahí un año... y que si intentábamos averiguar más, acabaríamos igual que "la chica".
Antonio sintió un nudo en el estómago.
-¿Igual que ella?
El hombre tragó saliva, temblando.
-Sí... muerta de miedo, atrapada en ese lugar.
Antonio sintió que la sangre le hervía. Sus dedos se crisparon y, sin pensarlo, lanzó la silla del hombre de la cicatriz contra la pared con una fuerza brutal.
El sujeto gritó al caer al suelo, mientras el otro jadeaba de terror.
Antonio respiraba agitadamente, sus puños cerrados, su visión nublada por la rabia.
Antonio apretó los puños, sintiendo la rabia hervir en su interior. No podía rendirse.
-Consígueme cualquier video, cualquier rastro de ese auto. Aunque sea información manipulada, quiero verla con mis propios ojos.
Martín asintió y, sin perder tiempo, hizo varias llamadas. Antonio sabía que el enemigo era astuto y había tenido años para cubrir sus huellas, pero aún así, no dejaría ninguna pista sin investigar.
Minutos después, en la enorme pantalla de su despacho, comenzaron a proyectarse imágenes obtenidas de cámaras de tráfico y de seguridad privada.
Antonio observó la pantalla con una mezcla de tensión y desesperación. Cualquier pista, por mínima que fuera, podía ser la clave para encontrar a su hija.
-Revisa las cámaras de las últimas semanas. Cualquier video en el que aparezca ese auto, quiero verlo.
Martín asintió y empezó a filtrar las grabaciones obtenidas de cámaras de tráfico y seguridad privada. Antonio se inclinó hacia adelante, con los ojos fijos en la pantalla, sintiendo que cada segundo era una oportunidad perdida si no actuaban rápido.
Varias imágenes comenzaron a aparecer. El mismo auto negro. Diferentes lugares. Diferentes horas.
-Aquí lo tenemos, señor -dijo Martín-. Aparece cerca de una escuela privada en Greentown hace dos semanas... y luego en un centro comercial cuatro días después.
Antonio observó cada toma con atención. El vehículo se movía por la ciudad sin un patrón claro, pero lo que más le frustraba era que no había nada relevante en las imágenes.
Nunca se veía quién entraba o salía del auto. Las placas estaban alteradas en cada toma. La única constante era que el vehículo desaparecía en zonas sin cámaras de vigilancia, como si supieran exactamente dónde estaban los puntos ciegos.
-¿Y los registros del auto? -preguntó Antonio, con el ceño fruncido.
-Falsos -respondió Martín, apretando los labios-. Ha cambiado de dueño seis veces en los últimos meses, siempre con documentos de identidad que no existen.
Antonio golpeó la mesa con el puño, frustrado. Alguien había planeado esto con demasiada precisión.
-Quien sea que esté detrás de esto, sabe lo que hace -murmuró.
-¿Qué hacemos, señor?
Antonio cerró los ojos por un instante, conteniendo la ira que le quemaba el pecho. Luego, su mirada se endureció.
-Si el auto es una distracción, entonces debemos enfocarnos en las personas. Encuentra a alguien que haya trabajado en los lugares donde ese auto apareció. Un guardia de seguridad, un empleado de limpieza, cualquiera que haya visto algo.
Martín asintió y salió del despacho sin perder tiempo.
Antonio se quedó viendo la pantalla, sintiendo una presión insoportable en el pecho. Su hija estaba en algún lugar. Y él iba a encontrarla. No importaba cuántas puertas tuviera que derribar para hacerlo.