Giró la perilla, pero la puerta no se movió. Estaba cerrada por dentro.
Eso no era una buena señal.
Apoyó la frente contra la madera, exhalando con frustración. No quería asustarla. Sofía ya estaba demasiado alterada desde que la trajeron, y después de lo que había vivido, irrumpir en la habitación a la fuerza solo empeoraría su estado.
Pero tampoco podía ignorar la posibilidad de que algo estuviera mal.
-Sofía... por favor. Solo dime que estás bien.
Nada.
El silencio se volvió insoportable.
Antonio miró la cerradura, considerando sus opciones. Si tumbaba la puerta y la encontraba en un estado de crisis, podría hacerle daño sin querer.
Pero si no entraba... y algo malo ocurría... jamás se lo perdonaría.
Tomó aire y golpeó la puerta con más insistencia.
-Voy a entrar -advirtió con voz firme-. No quiero asustarte, pero necesito saber que estás bien.
Esperó unos segundos, pero no hubo reacción. Ni un solo ruido.
Y eso lo inquietó aún más.
Decidió no esperar más. Se alejó unos pasos, tomó impulso y golpeó la puerta con fuerza.
La madera crujió, pero no cedió del todo.
Dio otro golpe.
Y otro.
Hasta que la cerradura se partió y la puerta se abrió de golpe.
Antonio entró de inmediato, su mirada recorriendo la habitación con el corazón acelerado.
Sofía estaba en un rincón, abrazando sus rodillas, temblando.
Sus ojos estaban perdidos, como si estuviera atrapada en algún recuerdo lejano... y aterrador.
-Sofía...
Ella no reaccionó.
Antonio sintió un nudo en la garganta. Esa no era la mujer que recordaba.
Se acercó lentamente, cuidando cada movimiento.
-Sofía, soy yo... Antonio. Estás a salvo.
Finalmente, ella levantó la mirada. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
-No... no lo entiendo -murmuró, con la voz quebrada-. ¿Por qué sigo sintiendo que esto no es real?
Antonio sintió que algo dentro de él se rompía.
Pero no tenía tiempo de quebrarse.
Se arrodilló frente a ella y, sin tocarla, le habló con la mayor suavidad que pudo.
-Te prometo que sí es real. Y voy a ayudarte a recordarlo todo.
Ella lo miró, pero en su rostro había algo que Antonio no esperaba ver.
Miedo.
Y esa mirada le dolió más que cualquier golpe.
Antonio se quedó de rodillas frente a Sofía, observándola con el corazón latiéndole con fuerza. Esa mirada de miedo en sus ojos lo destrozaba.
-Sofía... soy yo -repitió en voz baja-. No quiero hacerte daño.
Ella no respondía. Su respiración era errática, sus hombros temblaban. Estaba aterrorizada.
Antonio cerró los ojos por un instante, tratando de contener la ira que lo consumía. ¿Qué le habían hecho?
Finalmente, con movimientos lentos, Sofía se cubrió el rostro con las manos. Su voz salió ahogada, apenas un murmullo.
-No... no puedo...
-¿No puedes qué? -Antonio se inclinó un poco más hacia ella, sin tocarla, sin presionarla.
Sofía tardó en responder. Su voz era frágil.
-No puedo confiar en ti... No sé quién eres...
Antonio sintió un golpe seco en el pecho. Era como un puñal clavándosele en el alma.
Ella no lo recordaba.
No recordaba su historia. No recordaba su amor. No recordaba que habían sido felices juntos.
El silencio entre ambos era asfixiante.
Antonio apretó la mandíbula y desvió la mirada por un segundo, tratando de encontrar las palabras correctas. Pero, antes de que pudiera decir algo, Martín apareció en la puerta, con expresión tensa.
-Señor... tenemos algo.
Antonio se puso de pie al instante. Todavía tenía que recuperar a su hija.
Volvió a mirar a Sofía, pero ella se encogió aún más, como si su presencia la asfixiara.
Ese no era el momento para presionarla.
Suspiró y le habló con la mayor calma que pudo.
-Voy a encontrarnos respuestas, Sofía. Y voy a encontrarte a ti, aunque ahora no sepas quién soy.
Sin esperar respuesta, salió de la habitación.
Al cerrar la puerta detrás de él, su expresión cambió por completo.
-Dime que tenemos algo útil -le exigió a Martín.
-Hemos localizado a un hombre que estuvo en contacto con el vehículo negro en más de una ocasión. Y está en esta ciudad.
Los ojos de Antonio brillaron con intensidad.
-Tráelo. Ahora.
Si ese hombre sabía algo sobre el paradero de su hija, haría lo que fuera necesario para sacarle la verdad.
Y esta vez, no tendría piedad.
Antonio no podía marcharse sin intentarlo una vez más.
Antes de enfrentarse a otro interrogatorio, antes de sumergirse en la brutalidad de la cacería en la que se había convertido su vida, necesitaba ver a Sofía nuevamente.
Regresó a la habitación. Esta vez, no golpeó la puerta ni anunció su presencia. Entró con cautela, sin hacer ruido.
Sofía seguía en el mismo rincón, con la mirada perdida y la respiración agitada. Parecía un ave frágil, a punto de romperse con el más mínimo contacto.
Antonio se sentó en el suelo, no demasiado cerca, pero tampoco demasiado lejos. No la miró directamente, no quería abrumarla.
En cambio, hizo algo que nunca antes había intentado en toda su vida.
Tarareó.
Era un sonido bajo, profundo... un eco de algo olvidado.
La melodía era simple, pero especial para ellos.
Una canción que solía cantarle cuando eran novios, en aquellos días en los que su amor era un refugio y no una tormenta. Cuando aún no sabían que el destino les arrebataría todo.
Al principio, Sofía no reaccionó.
Pero poco a poco, su respiración se calmó.
Sus hombros dejaron de temblar.
Y entonces, lo más inesperado ocurrió.
Una lágrima rodó por su mejilla.
-Esa canción... -susurró Sofía, con la voz quebrada.
Antonio contuvo el aliento.
Ella no lo miró, pero frunció el ceño, como si estuviera tratando de recordar algo que su mente se negaba a devolverle.
Era un avance.
Pequeño. Frágil. Pero real.
Antonio no dijo nada. Solo siguió tarareando.
Si había una posibilidad de traerla de vuelta, lo haría a su propio ritmo.
Así tuviera que esperar toda la vida.