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Kroka-Toa, una extensa isla de características boscosas y tropicales, formada por montañas no muy
altas plagadas de una vegetación diversa en colores y tamaños.
Varios ríos de aguas cristalinas desembocaban en el mar mezclando el
dulce sabor de sus aguas con las saladas corrientes que rodeaban la
isla. Los sonidos que le daban vida variaban entre incontables aves y
sus melodiosos cantos, el tranquilo recorrido de las aguas hasta el
mar y las olas rompiendo en la costa. Su nombre fue asignado por sus
habitantes y en su lenguaje significa madre
viva. Esta isla no estaba cercana al continente donde se encontraba el reino de Fernando
II, y por un motivo geográfico y de corrientes oceánicas, el viento
siempre soplaba de manera tal, que los barcos desviaban los
recorridos que podrían llegar a ella. Pese a su clima tropical,
solía estar rodeada de nubes a bajo nivel, lo que a vista de las
tripulaciones parecían tormentas que debían ser evitadas a toda
costa por las embarcaciones.
En este lugar habitaban dos tribus que habían delimitado su soberanía en lados opuestos de la
isla; yaconas y sirilancos, ambas hablaban el mismo idioma, pero desde ya hace varias
generaciones tenían costumbres y creencias diferentes. Coexistían
en paz, y solían hacer intercambios de mercancías; los yaconas eran
cazadores, por lo que ponían a disposición del trueque variadas
carnes, utensilios y vestimentas realizadas con pieles y huesos de
animales. Por su parte, los sirilancos desarrollaron una agricultura
diversa en verduras, y en su lado de la isla abundaba mayor cantidad
de frutos y semillas. Pese a coexistir en armonía, no había mayor
relación entre tribus más allá de intercambiar sus alimentos y
objetos.
Los habitantes de la isla solían tener apariencia atlética, puesto convivían día a día con las
adversidades del bosque y su geografía. Su piel tenía diferentes
matices de color moreno y sus cabellos eran mayoritariamente castaño
oscuro o negro. La vida en la isla era apacible y los isleños
respetaban los límites de soberanía de cada tribu sin ningún
problema.
-¡Corre! ¡Debemos atrapar a ese jabalí!
-¿¡Cómo puede ser que sea tan difícil de atrapar!?
Dos yaconas corrían a pie descalzo en el espeso bosque persiguiendo entre risas a un jabalí
que había escapado del corral de la aldea. El animal corría con
torpeza y solía tropezarse con las grandes raíces de los árboles
que se abrían paso sobre el suelo, era en esos momentos en que las
posibilidades de atraparlo aumentaban.
-¡No podemos regresar sin ella, es la única hembra que está amamantando y sus crías aún
son pequeñas!, ¡intentaré adelantarme sin atraparla para luego
hacerla retroceder y en ese momento debes arrojar la red para
detenerla! -quien daba la instrucción era Kai-Rai, una joven de poco más de veinte
años.
Destacaba por su belleza y personalidad entre los jóvenes de la tribu, su cabello era largo,
ondulado y de color negro, sus ojos color avellana eran adornados por
largas y negras pestañas, las cuales parecían pintarse delicadamente en su fino rostro. Era lo opuesto a las damas de la corte del siglo XV, pues crecer en una isla rodeada de bosque hizo
que desarrollara su agilidad y habilidad; podía treparse fácilmente
en los árboles, saltar varios metros e incluso correr a gran
velocidad. Su personalidad también difería a una dama del reino
pues constantemente hacía valer su opinión, no tenía problemas en
discutir con sus pares y solía ser extremadamente extrovertida en
sus interacciones.
En plena carrera, Kai-Rai pudo adelantarse al animal que seguía corriendo despavorido mientras que su compañera Lai-Ko, dos años menor, pero igual de entusiasta y
atractiva, aguardaba tras del animal preparando la red. Una vez que
Kai-Rai se adelantó, el animal frenó y la segunda joven arrojó la
red sobre él. Rápidamente ambas se abalanzaron sobre el jabalí,
sometiéndolo y amarrándolo. Tarea que, de no haber sido por la
resistencia del animal, hubiese sido más rápida y simple.
Estaban complacidas por haber logrado su cometido y comenzaron a preparar su retorno.
-Mira hacia el cielo, se avecina una tormenta... viene desde el sur. Apresurémonos para
llegar antes de la cena y que la lluvia no nos atrape en pleno
sendero -dijo Kai-Rai levantando su mano para sentir la dirección del viento.
-Esas nubes realmente se ven muy grises, ¿será que nuestros antepasados
se han molestado por algo? -Lai-Ko observaba el cielo con temor.
-Sí claro, están molestos porque no cerraste bien el corral de los
jabalís.
-¡Qué mala eres! -respondió mientras ambas reían y ya emprendían su
regreso.
En la ruta hacia la aldea se podía observar una parte de la extensa playa de la isla. Kai-Rai
miró hacia el océano con una extraña sensación en su interior.
Tenía un presentimiento que la estaba inquietando, por algún motivo
desconocido su corazón se aceleró y se sintió asustada, pero no
había tiempo para continuar mirando el mar, una gota había caído
sobre su delgada nariz, lo que indicaba que la tormenta ya estaba
llegando por lo que tenían que apresurar el paso.
En cuanto llegaron a la aldea pusieron al jabalí en el corral junto a sus pequeñas crías.
Kai-Rai se sumó a la familia de Lai-Ko para cenar, ambas eran amigas
muy cercanas y se querían como hermanas. Kai-Rai había perdido a su
abuela hace un par de meses atrás, y con ello, al único familiar
que tenía. Sus padres habían fallecido cuando aún era bebé. Si
bien quedó devastada luego de la partida de su último familiar,
supo encontrar resignación y consuelo con el tiempo, "no permitiré
que el recuerdo alegre de mi abuela se opaque con mi tristeza", se
decía continuamente. Ahora vivía sola en una choza, lo que para
cualquier joven pudo ser realmente terrible, pero para ella fue un
periodo de crecimiento y reencantamiento con la vida. Procuró
disfrutar cada día en la tierra como si fuese el último, para así
honrar a su amada abuela. Deprimirse era siempre la última opción.
Al ver a esta bella joven sola, muchas familias de la tribu le ofrecieron emparejarse con sus hijos,
pero ella no tenía interés, solo había una persona que captaba su
atención y su nombre era Tok-Mon, el hijo del jefe de tribu, un
valiente y atractivo hombre que sacaba los suspiros de todas las
jóvenes del lugar. Sus cabellos eran largos y negros llegando hasta
su cintura, y su mirada aguileña se definía en el profundo negro de
sus ojos. Su personalidad era lo que más atraía a las damas;
amable, atento y sumamente cercano a las personas. Además, al ser el
único hijo del jefe de tribu, algún día sería su sucesor y, por
ende, el hombre más sabio y respetado que encabezaría a los
yaconas.
-Kai-Rai, ¿te comerás ese fruto o seguirás pensando en tu enamorado?
-una burlesca Lai-Ko soltaba carcajadas mientras robaba del cuenco de su
amiga un trozo de fruta para darle un mordisco.
-¿Qué dices entrometida? Que me guste no significa que siempre esté
pensando en él -respondió riendo.
Las chozas habitualmente eran espacios pequeños en los cuales había camas hechas de paja o piel
de animal, y tenían un pequeño sitio para merendar en familia. La
mayor parte del día de los yaconas transcurría fuera de las chozas
ya que eran una tribu bastante unida, por lo que cuando no llovía
todos solían estar afuera para tomar brebajes calientes alrededor de
alguna fogata, y si el día era demasiado frío o lluvioso, había
una gran choza comunitaria donde la tribu podía ir y pasar el rato.
-¿Qué hacen todavía comiendo? Vamos
a la gran choza, el jefe de tribu anunciará los quehaceres de todos
para los próximos días -el padre de Lai-Ko se asomó para apresurarlas.
En cuestión de minutos la gran choza estaba casi llena. Cada diez días el jefe de tribu solía
reasignar labores para los aldeanos, las que rotaban entre recolectar
frutos, cazar, mantener las chozas y enseñar e instruir a los
jóvenes en diversas áreas que abarcaban desde aprender a cazar,
hasta conocer las funciones de las hiervas del lugar. No todos debían
ir a esta reunión, quedaban excluidos los menores de doce años,
mujeres que debían cuidar de sus bebés y las personas muy ancianas.
Las jóvenes se apresuraron y una vez dentro, Kai-Rai no pudo evitar mirar a Tok-Mon, quien estaba
sentado junto a su padre, Tok-Situ, en una plataforma que les
permitía estar a mayor altura que los demás. Pese a la
aglomeración, sus miradas se encontraron por breves segundos, lo que
generó un tímido intercambio de sonrisas.
-Sean todos bienvenidos -dijo el jefe de tribu -. Comenzaremos a dar
los quehaceres que todos llevaremos a cabo respetuosamente y
agradecidos de nuestra amada Kroka-Toa...
La reunión transcurrió tranquilamente hasta su término y ahora la tribu comenzaba a volver
a sus chozas para pasar la noche. Kai-Rai se lamentó por tener que
ir a recoger semillas por diez días más, ya que cualquier otra
actividad le hubiese parecido más divertida. Su único consuelo era
que nuevamente haría sus quehaceres junto a su amiga.
-¡Ey!, ¿ya viste a Tok-Mon? Otra vez está conversando con esa mujer
arrogante -dijo Lai-Ko.
Se refería a Run-To, una delicada y atractiva mujer
de largos cabellos castaños lacios. A primera vista parecía
realmente amable, pero ya había una distancia entre las jóvenes
puesto estaba interesada en el mismo hombre que Kai-Rai, y no perdía
tiempo de acercare a él cada vez que veía oportunidad.
Ambas miraron la escena por un par de segundos hasta que el mismo Tok-Mon
las saludó con su mano. Las jóvenes devolvieron el gesto
sonrientes, sonrojadas y avergonzadas al haber sido descubiertas
mirando más de la cuenta.
-Gracias Lai-Ko, hiciste que me atrapara husmeando -se quejó Kai-Rai a
regañadientes.
-Nos atrapara querrás decir, yo también estaba con los ojos encima de
ellos.
-¡Va! Mejor salgamos rápido.
Yendo de salida, Kai-Rai se volteó sutilmente para mirar nuevamente la
escena, no quería hacerlo, pero necesitaba examinar la expresión
que su enamorado ponía al hablar con su rival, y sin esperarlo, su
mirada se encontró con la de Tok-Mon, quien no había dejado de
mirarla mientras se marchaba. Se lanzaron otra tímida sonrisa y
Kai-Rai se retiró sintiendo como los latidos de su corazón se
habían acelerado más de lo normal, no podía evitarlo, esa era la
reacción que le causaba aquel hombre.
Una vez fuera, se dirigieron a paso rápido a sus chozas, la lluvia ya era demasiada como para
quedarse charlando, y el agua caía con tanta fuerza que no podían
siquiera levantar el rostro para poner atención al camino. Así
caminaron unos cuantos metros hasta que Lai-Ko chocó abruptamente
con un hombre que también venía caminando a toda prisa sin mirar
más que sus pies, su nombre era John, el extranjero de la isla.
-¡Oh, lo siento tanto Lai-Ko!, déjame ayudarte -con movimientos torpes ayudó a la muchacha a ponerse de pie -. ¡No me digan que nuevamente no logré llegar a la reunión!, soy tan despistado
-dijo mientras se sacudía el cabello empapado.
-Sí que me diste un golpe duro eh -respondió Lai-Ko con una amable
sonrisa -. Y no, no lograste llegar a tiempo.
Ambas jóvenes se largaron a reír y bromearon con lo desorganizado que era. Su acento era muy
particular, pese a que hablaba el idioma de la isla, su entonación y
pronunciación demostraban que no era su lengua materna. John vivía
en una choza en las afueras de la aldea y había llegado a vivir a
Kroka-Toa hace ya casi trece años. Su apariencia resaltaba entre los
isleños; su piel era blanca y su cabello ya estaba completamente
cano. Tenía alrededor de sesenta años y en sus tiempos libres se
dedicaba a enseñar el idioma continental a algunos jóvenes, entre
ellos Kai-Rai y Lai-Ko. Ningún adulto accedió a aprender el idioma,
pues la idea de poder salir de la isla nunca fue una elección para
ellos, en cambio, muchos jóvenes tenían curiosidad por conocer este
mundo tan disparatado del que les hablaba John, donde existían
animales enormes llamados caballos que podían cargar en su lomo a
dos personas, animales más pequeños y peludos, pero no por eso
menos inteligentes conocidos como perros, que podían vivir
apaciblemente con los humanos y aprender de ellos siguiendo sus
instrucciones, o esos aparatos extraños llamados carruajes que
transportaban gente sin que tuviesen que caminar. Pero, la realidad
hasta ese entonces era que jamás podrían salir de Kroka-Toa, dado
que no había ninguna embarcación lo suficientemente apta para
navegar en altamar, lo que no les generaba ningún inconveniente,
pues todos amaban la vida en la isla y muchos no querían tener que
relacionarse con las personas continentales de las que tanto les
hablaba John. Si bien sabían que ahí afuera había un mundo
desconocido, muchos preferían continuar viviendo apaciblemente en su
isla, lo más lejos posible del continente.
Los tres continuaron charlando hasta que la lluvia se volvió tan fuerte que los obligó a volver a
sus chozas. Ya sola, Kai-Rai se recostó sobre su cama y no pudo
evitar pensar en su querida abuela, en los días lluviosos la anciana
solía contarle diferentes historias de sus antepasados mientras
peinaba con suavidad su largo cabello. Pese a extrañarla
profundamente, sentía paz al saber que tuvo una vida plena y su
alegría se había transmitido a todo el que estuvo a su alrededor, y
es esa misma alegría, que Kai-Rai intentaba transmitir a los demás.
Cerró sus ojos con una amplia sonrisa, casi podía sentir la calidez
de su abuela y se durmió escuchando el sonido de la lluvia.
Estaba amaneciendo cuando se despertó sobresaltada, aún llovía, pero suavemente. Lo primero que hizo fue tocar con angustia su cuello y se percató con terror de que
el collar que su abuela le había dado antes de morir, el único
recuerdo material que mantenía de ella, ya no estaba. Aquel collar
había pasado de generación en generación y era un verdadero tesoro
familiar. Aterrada comenzó a repasar en su mente los lugares que
visitó la tarde anterior, "cálmate y piensa, cuando perseguías
al jabalí aún lo tenías puesto... Solo debes buscar" se
alentaba.
Salió rápidamente mientras toda la tribu aún dormía y buscó por los suelos según el recorrido que
había realizado dentro de la aldea, "definitivamente no está por aquí" pensó
"pero tranquila, solo debes seguir la misma ruta de ayer sin
despegar los ojos del suelo. Fuiste descuidada, pero lograrás
encontrarlo". Salió de la aldea y se dirigió hacia el bosque que
bordeaba la playa sin siquiera sospechar que esta ruta marcaría
profundamente un antes y después en su vida, y en la de toda la
tribu.