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La luz de los candelabros titilaba sobre las mesas de mármol, reflejándose en las copas de cristal tallado. Los violines llenaban el aire con una melodía etérea, mientras el murmullo de conversaciones elegantes flotaba por la inmensa sala de baile del Whitmore Grand Hotel, el lujoso edificio que llevaba el nombre de su familia. La gala benéfica de los Whitmore no era solo un evento de caridad, sino un desfile de poder, un escaparate de estatus donde cada sonrisa estaba cuidadosamente calculada y cada gesto tenía un propósito.
Charlotte Whitmore lo sabía demasiado bien.
Vestida con un Valentino de seda azul, su figura irradiaba la gracia de la alta sociedad, con su cabello dorado recogido en un moño impecable y un collar de perlas antiguas rodeando su cuello. Desde pequeña, había sido entrenada para eventos como este: saber cómo caminar, cómo sonreír, cómo conversar sin realmente decir nada.
-Charlotte, querida -la voz de su madre, Eleanor Whitmore, cortó el aire con dulzura forzada-. Lord Pembroke ha estado esperando hablar contigo toda la noche. Sé una buena anfitriona.
Lord Pembroke, un hombre mayor con un esmoquin impecable y una sonrisa que le recordaba a un tiburón, extendió su mano con un gesto de falsa cortesía.
-Un placer verte de nuevo, Charlotte. Cada vez más encantadora.
Charlotte reprimió la necesidad de hacer una mueca y curvó los labios en una sonrisa diplomática.
-El placer es mío, Lord Pembroke. ¿Disfruta de la velada?
-Mucho, aunque la verdadera joya de la noche eres tú. -Su mirada se deslizó sobre ella con descaro-. Algún día harás muy feliz a un hombre afortunado.
Charlotte sintió cómo su madre posaba una mano firme sobre su espalda baja, una advertencia silenciosa. Conocía demasiado bien el juego. Su madre quería que coqueteara, que mantuviera a Pembroke interesado. Pero Charlotte no tenía intención de complacerlo.
-Disculpe, Lord Pembroke, pero creo que me necesitan en otra parte. -Su sonrisa seguía intacta cuando se retiró con elegancia.
Su madre la fulminó con la mirada en cuanto estuvieron lejos de los oídos curiosos.
-¿Se puede saber qué fue eso? -la mayor cuestionó con enojo.
-No estaba de humor para soportar los halagos de un hombre que tiene la edad de mi abuelo.
Eleanor apretó los labios con desaprobación, pero antes de poder responder, la atención de Charlotte se desvió hacia su padre. William Whitmore, imponente en su traje negro, conversaba en voz baja con otro hombre en una esquina de la sala. Su expresión era seria, su mandíbula apretada.
Charlotte frunció el ceño. Su padre rara vez se mostraba tenso en público. Algo no estaba bien.
Aprovechando que su madre fue interceptada por una amiga, Charlotte se deslizó discretamente hacia el pasillo contiguo, alejándose del bullicio de la gala. Siguió el sonido de la conversación hasta llegar a la biblioteca privada del hotel, una habitación lujosamente decorada con estanterías de caoba y un bar de whisky al fondo.
No debería estar aquí.
Pero algo en la tensión de su padre la obligó a quedarse.
-Necesita aceptarlo, William. No hay otra opción. Tiene que hacerse a la idea de que este matrimonio va a suceder porque va a suceder. No es algo que puedas elegir.
La voz era desconocida para Charlotte, pero el tono autoritario la hizo estremecer. Se acercó más, ocultándose detrás de una de las estanterías.
-No me gusta que me digan qué hacer con mi hija. -La voz de su padre era fría.
-No es una cuestión de gustos. Es una cuestión de poder. Su matrimonio con Alexander Prescott consolidaría la alianza entre nuestras familias.
Charlotte sintió que la sangre se le helaba.
¿Matrimonio?
¿Alexander Prescott?
No podía creer lo que estaba escuchando. Alexander Prescott no era un desconocido para ella. Aunque nunca lo había visto en persona, su nombre resonaba en todas las esferas políticas. Hijo del influyente senador Richard Prescott, Alexander era el candidato ideal para seguir el legado de su padre y, según los rumores, se postularía para la presidencia en unos años.
Pero ¿qué tenía que ver ella con eso?
-No hemos terminado de discutir esto -dijo su padre con un suspiro cansado-. Charlotte es terca. No aceptará fácilmente algo así.
El otro hombre soltó una risa seca.
-Entonces haga que lo acepte.
Charlotte retrocedió, el corazón martillándole en el pecho.
Una jaula dorada. Eso era su vida.
Sabía que su familia tenía expectativas para ella, que debía casarse con alguien "adecuado", pero nunca pensó que se atreverían a negociar su vida como si fuera una transacción comercial.
Sin pensar, se giró y salió de la biblioteca en silencio.
No se detuvo hasta llegar a los jardines del hotel, donde el aire frío de la noche le quemó la piel. Se apoyó contra la baranda de mármol, intentando controlar su respiración.
-Charlotte.
La voz de su hermano, Nathaniel, la sacó de su estado de shock. Él era el único de la familia que parecía entenderla, aunque su lealtad a su padre lo hacía mantenerse al margen.
-¿Estás bien? -preguntó, con los ojos entrecerrados al notar su expresión.
Charlotte dejó escapar una risa amarga.
-Acabo de descubrir que me están vendiendo como un objeto de subasta.
Nathaniel suspiró.
-Sabías que este día llegaría.
-No así. No con un hombre al que ni siquiera conozco.
Su hermano pasó una mano por su cabello castaño, claramente incómodo.
-Alexander Prescott no es un mal hombre. Es brillante, tiene ambición.
-No me importa quién sea -espetó Charlotte-. No quiero esto.
-No siempre podemos hacer lo que queremos, Charlotte.
Ella lo miró con furia.
-Quizá tú no, pero yo no pienso rendirme tan fácil.
Nathaniel no respondió de inmediato. Sus ojos, idénticos a los de su padre, la observaron con una mezcla de compasión y resignación.
-Solo... no te precipites. Habla con papá.
Charlotte no contestó.
Sabía que su padre no la escucharía.
Sabía que, en los ojos de su familia, ella no era más que una pieza en su tablero de ajedrez.
Pero si ellos pensaban que iba a aceptar su destino sin pelear... estaban muy equivocados.