/0/16326/coverbig.jpg?v=e7946ccab9f94faa1881d72d1da4de11)
A los diez minutos, Roger subía por el ascensor con su pequeña hija Abby entre los brazos. La notita de la niñera aún temblaba en sus dedos.
A su hija no la aguanto ni un segundo más. Renuncio no soporto más la grosería de su hija por eso se la dejo en su sitio de trabajo.
-¡Santo cielo! -exclamó Roger, doblando el papel con frustración mientras miraba a su hija-. ¿Qué hiciste esta vez, Abby?
-Nada, papito -murmuró la niña, con la mirada clavada en la punta de sus zapatos rosas, que colgaban del borde de sus rodillas.
Roger suspiró, conocía esa mirada.
-"Nada, papito" -repitió con tono irónico, cruzando los brazos-. Cuando no me miras a los ojos es porque, hiciste de las tuyas, Abby. Y ahora... te escondes debajo del escritorio sin hacer ningún ruido. Ya sabes cómo es esto.
-Pero papito...
-Pero nada, Abby. Siempre renuncian las niñeras y al final el que paga el pato soy yo. ¿Sabes cuánto cuesta el alquiler del apartamento? ¿La comida? ¿Tu colegio con ese uniforme tan caro que ensucias al segundo día?
-Lo siento -murmuró ella con la voz quebrada.
-Ahora, debajo del escritorio y calladita. ¿Entendido, jovencita?
-Sí, señor -respondió Abby, arrastrando los pies hasta meterse debajo del escritorio, con sus dos trencitas desordenadas cayendo sobre los hombros. Se acurrucó junto a la papelera como si fuera su nuevo refugio.
Roger suspiró. Su oficina no era un jardín de infancia, pero tampoco tenía corazón de piedra. Se sentó en su silla, echó un vistazo a los pendientes y comenzó a trabajar con el ceño fruncido. El reloj marcaba las dos y cuarenta y dos pm.
-Sin llorar, Abby. No quiero pataletas en estos momentos. Tengo demasiado trabajo.
-Sí, papito. Te prometo portarme bien, quedarme quieta y calladita -dijo ella, secándose unas cuantas lágrimas con la manga de su suéter.
Una hora después, cuando la oficina ya se había llenado de murmullos, impresoras zumbando y pasos rápidos de compañeros con café en mano, la puerta del despacho de la jefa se abrió.
Mariana apareció con su clásica postura de elegancia letal: vestido entallado, tacones que resonaban como campanadas de juicio final, y una carpeta de color rojo bajo el brazo.
-Roger, ¿ya tienes listas las carpetas de los contratos? -preguntó con ese tono suave que era peor que un grito. Porque sonaba amable... hasta que uno escuchaba bien el fondo de su voz, donde rugía el huracán.
Roger tragó saliva.
-Ya voy a terminar, jefa.
-Las necesito para ya. Tengo que firmarlas y Sofía también. El cliente no va a esperarnos mientras tú decides si el clip va en horizontal o en vertical.
-Ya solo me faltan dos -contestó Roger con una sonrisa nerviosa, sin atreverse a mirarla a los ojos.
-No entiendo por qué te demoras tanto... Eres lento, Roger. Lento como una tortuga en patines.
Y fue entonces cuando sucedió.
Una vocecita aguda, cargada de indignación y con un coraje más grande que ella misma, rompió el silencio de la oficina:
-¡No grites a mi papá!
Mariana parpadeó, sorprendida, y bajó la mirada justo a tiempo para ver cómo del escritorio de Roger emergía una criatura bajita con trencitas despeinadas, calcetas de unicornio y cara de fiera.
Abby salió como un torbellino de indignación, cruzó sus pequeños bracitos sobre el pecho y levantó el mentón con dignidad de emperatriz ofendida.
-¡Mi papá trabaja mucho! Y tú no puedes decirle tortuga... ¡porque las tortugas no usan patines!
Hubo un segundo de silencio total. Pedro, que aún no se había ido del todo, soltó una carcajada que trató de disimular tosiendo. Mariana abrió los ojos, desconcertada. Roger cerró los suyos como si con eso pudiera desaparecer.
-Abby... -susurró él, horrorizado, temblando todo su cuerpo y de paso sus manos sudaban.
-Yo no estoy gritando a tú papá -contesto Mariana con una sonrisa encantadora .
-Abby - susurró Roger de nuevo, era lo único que salía de su boca.
-No, papito, no me voy a callar. Eres el mejor papá del mundo mundial y nadie tiene derecho a decir que eres lento. ¡Eres el más rápido cuando corres detrás de mí en el parque!
Mariana no supo si reír, ponerse seria o tomarse un café.
-¿Y tú quién eres, pequeña defensora de tortugas? -preguntó al final Mariana, agachándose un poco, sin poder evitar que la sonrisa le temblara en los labios.
-Soy Abby. Y estoy castigada debajo del escritorio. Pero cuando insultan a mi papá, salgo y ataco como una leona.
Roger ya se estaba hundiendo en su silla, deseando que lo tragara la alfombra.
-Abby, por favor, vuelve a tu... escondite.
-No. Si tú no le dices perdón a mi papá, yo tampoco vuelvo -declaró la niña con terquedad infantil.
-Esto... -balbuceó Mariana, intentando recuperar su postura de jefa-. No suelo pedir disculpas a mis empleados...
-¡Entonces pídeselo a mi papá como si fuera tu amigo! -dijo Abby, estirando las palabras como si fuera lo más lógico del mundo.
Mariana soltó una risa leve y se tapó la boca.
-De acuerdo, señor Roger -dijo finalmente con tono teatral-. Perdón por compararlo con una tortuga en patines. Me dejé llevar por el estrés. ¿Estamos bien?
Roger asintió con una sonrisa torcida, aún sin saber si reír o esconderse.
-Estamos bien, jefa.
Abby asintió satisfecha y regresó al escritorio, pero no sin antes susurrar con complicidad:
-Te salvé esta vez, papito.
-Gracias, mi pequeña abogada.
-Papá...
-¿Sí?
-La próxima vez que me esconda... ¿Puedo llevar una almohada? Está muy duro el suelo.
-¿Cómo te llamas? -preguntó Mariana con una sonrisa dulce que no se borraba de su rostro. Siempre había amado demasiado a los niños, y algo en esa pequeña le robó el corazón de inmediato.
-Me llamo Abby y tengo seis años. Vivo con mi papá porque mi mamá... mi mamá murió cuando yo nací -respondió la niña con una voz suave, pero cargada de una tristeza que no correspondía a su corta edad.
A Mariana se le encogió el alma. Se llevó una mano al pecho, como si las palabras de Abby hubieran golpeado justo ahí...
Continuara...