Capítulo 4 Lo que no se dice

5:00 p.m. en punto.

Valentina cruzó el pasillo del piso ejecutivo con paso firme. Sus tacones golpeaban el mármol con la cadencia precisa de quien no está dispuesta a mostrar una sola fisura. En una mano llevaba su carpeta con informes. En la otra, el autocontrol.

No había vuelto a estar a solas con Nicolás desde aquella mañana en el ascensor. Y aunque durante todo el día se repitió que era una reunión de trabajo, sabía que no lo era. No del todo.

La asistente le indicó la puerta de la oficina principal.

-Él la está esperando, señora Ortega.

Valentina respiró hondo. Tocó suavemente y, sin esperar respuesta, abrió y entró.

La oficina era amplia, con ventanales de piso a techo, vista a la ciudad que empezaba a teñirse de naranja con el atardecer. Había elegancia en cada detalle: una biblioteca minimalista, una cafetera italiana humeando en la esquina, una lámpara de diseño colgando justo sobre un escritorio negro impecable.

Nicolás estaba de pie, dándole la espalda, observando la ciudad como si fuera suya.

-Puntual, como siempre -dijo sin girarse.

-Siempre lo fui. Vos llegaste tarde ocho años -respondió ella, dejando la carpeta sobre el escritorio con un clic seco.

Él sonrió. Se giró despacio. Llevaba la chaqueta colgada del respaldo de la silla, las mangas de la camisa dobladas con descuido calculado. El reloj dorado brillaba justo donde el sol lo alcanzaba.

-Veo que no perdiste el filo.

-Y veo que vos no perdiste el ego.

Se miraron. Largo. Sin moverse.

-Sentate -dijo él al fin, rodeando el escritorio para tomar su silla.

-Prefiero quedarme de pie. No planeo quedarme mucho.

-Entonces vamos al grano. -Nicolás abrió la carpeta sin mirarla-. Tu estrategia del último trimestre fue eficaz, pero no arriesgada. Me parece correcta... pero no brillante.

-No sabía que venías a evaluar mi brillantez. Pensé que esta era una reunión para coordinar objetivos.

-Todo en esta empresa va a cambiar, Valentina. Incluyendo la manera en que se mide el valor de cada persona. La mediocridad funcional ya no va a ser suficiente.

-No soy mediocre -dijo ella, sin alzar la voz, pero con una firmeza que cortaba el aire-. Y vos lo sabés.

Nicolás la observó un segundo más. Luego se recostó en su silla, cruzando los brazos.

-Tenés razón. Nunca lo fuiste. De hecho, eras brillante. Apasionada. Capaz de dejar todo por tus sueños...

Valentina apretó los labios.

-¿Vamos a hablar de la empresa o de lo que pasó entre nosotros?

-¿Y si es lo mismo? -preguntó él, bajando la voz, casi con un tono íntimo-. Vos decidiste que tu carrera era más importante que nosotros. Ahora sos parte de un sistema que exige lo mismo: elegir. Priorizar. Sacrificar.

-Yo no sacrifiqué a nadie -respondió, clavándole los ojos-. Tomé una decisión. Vos no viniste conmigo. No luchaste por lo que teníamos.

Nicolás se inclinó hacia adelante, los codos sobre el escritorio.

-¿Y vos querías que te siguiera como un perrito? ¿Dejar todo atrás sin saber si alguna vez ibas a volver? ¿Vos, tan ambiciosa, tan decidida... querías un hombre sin rumbo, siguiendo tus pasos?

El silencio pesó como concreto.

-No -dijo ella al fin-. Quería que confiaras en nosotros. Que confiaras en mí. Pero elegiste tu orgullo.

-Y vos elegiste París.

La frase quedó flotando entre ellos, como un disparo sin eco.

Durante varios segundos, ninguno habló. Solo se escuchaba el sonido suave del viento contra los ventanales.

-¿Y ahora qué? -preguntó Valentina, cruzando los brazos-. ¿Vas a usar tu puesto para hacerme la vida imposible? ¿Es esa tu venganza poética?

-No te voy a hacer la vida imposible -dijo él-. Sería demasiado fácil. Y no me interesa lastimarte, Valentina.

-¿Entonces qué querés?

Nicolás se levantó. Caminó lento hacia el ventanal. No la miró.

-No lo sé todavía. Pero quiero verte en acción. Quiero saber si seguís siendo esa mujer capaz de incendiar el mundo por una idea. O si el tiempo, la oficina y los reportes te domesticaron.

Valentina se acercó a él, deteniéndose a un metro de distancia.

-No estoy aquí para ser tu prueba personal. No te confundas. Soy buena en lo que hago. No tengo que demostrarte nada.

Él giró, de golpe. Estaban cerca. Más de lo que deberían. Los ojos de Nicolás ardían.

-No. No tenés que demostrarme nada. Pero igual lo vas a hacer. Porque te conozco. Porque sé que no podés evitarlo.

Ella se quedó quieta. No retrocedió.

-No soy la misma.

-Yo tampoco.

Los dos respiraban fuerte. La tensión era insoportable, cargada de lo que no se decía. Palabras no pronunciadas, gestos contenidos, deseos que aún no sabían si eran amor o furia.

Nicolás fue el primero en romper el hechizo.

-La reunión terminó.

Valentina lo miró un segundo más. Luego asintió. Tomó su carpeta. Se dio vuelta.

Antes de cruzar la puerta, escuchó su voz una vez más.

-Valentina.

Ella se detuvo sin girarse.

-Hoy estuviste bien.

-No vine a gustarte. Vine a trabajar.

Y se fue.

Cerró la puerta detrás de sí, dejando a Nicolás solo frente a la ciudad, con el sol casi escondido y un pasado que acababa de volver con más fuerza que nunca.

            
            

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