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La ciudad despertaba con su ritmo habitual, pero para Camila Valdez, cada mañana era una repetición de cansancio y lucha. Había aprendido a moverse sin quejarse, a mantener la sonrisa aun cuando el cuerpo apenas le respondía. La jornada empezaba antes de que saliera el sol y terminaba cuando ya no quedaba nadie que necesitara café, un plato o una palabra amable en el pequeño restaurante donde trabajaba como mesera desde hacía poco más de un año.
A diferencia de las demás empleadas, Camila no tenía lujos, ni oportunidades para estudiar, ni redes de apoyo más allá de su hija. Pero lo que sí tenía era determinación. No importaba que su ropa estuviera gastada ni que sus zapatos tuvieran suelas delgadas: cada día salía a enfrentar la vida con la frente en alto, por ella y por Sofía.
Esa mañana, como muchas otras, la niña había insistido en acompañarla al trabajo antes de ir a la escuela.
-Solo quiero quedarme un ratito, mamá. Prometo no molestar -había dicho con esos ojitos grises que tanto se parecían a los de él.
Camila cedió. A veces era más fácil rendirse ante esa ternura que ponerse estricta. Además, el restaurante solía estar tranquilo a primera hora. Un par de clientes habituales, algún oficinista con prisas, y ocasionalmente, algún desconocido que aparecía de paso.
Lo que Camila no sabía era que uno de esos "desconocidos" no era tan casual.
**
Diego Montenegro observaba desde el otro lado de la calle. No llevaba traje ni asistente. Vestía con una simple chaqueta oscura, jeans y gorra. Nadie lo reconocería así, excepto alguien que hubiera compartido una vida con él.
Se sentía ridículo espiando desde la distancia, pero no podía evitarlo. Había leído ese informe una docena de veces, memorizado cada dato, cada movimiento de Camila en los últimos años. Sabía su horario, su rutina, incluso la dirección del colegio donde estudiaba Sofía. Pero no había tenido el valor de acercarse. No todavía.
Aquella mañana, al verla entrar al restaurante con la niña de la mano, algo dentro de él se encogió. No por culpa o arrepentimiento, sino por una especie de vacío que no supo identificar. Se obligó a esperar unos minutos antes de cruzar la calle.
Entró con paso casual, fingiendo que buscaba un desayuno cualquiera. Eligió una mesa cerca de la ventana y esperó a que lo atendieran. Por suerte, no fue Camila quien lo recibió. Fue otra empleada, una joven distraída que le ofreció el menú con indiferencia.
Pero entonces, ocurrió algo que no había planeado: Sofía salió de la pequeña cocina improvisada del fondo, con un dibujo en la mano.
-¿Quieres ver mi dinosaurio? -le dijo a Diego, sin miedo alguno.
Él la miró sorprendido. No esperaba que ella se le acercara. Mucho menos que le hablara con esa naturalidad. Era pequeña, pero segura de sí misma. Había algo en su tono que lo desarmó.
-Claro -respondió él, intentando que su voz no temblara.
La niña le mostró el dibujo. Era un dinosaurio torpe, de colores chillones, con un sol grande en la esquina y lo que parecía ser una casa de fondo.
-Le puse "Rodolfo". Mamá dice que los dinosaurios también pueden tener nombres de abuelitos -comentó ella, riendo.
Diego esbozó una sonrisa genuina por primera vez en mucho tiempo.
-Me gusta. Es un buen nombre para un dinosaurio. ¿Y tú cómo te llamas?
-Sofía -dijo, con orgullo.
El corazón de Diego dio un salto. Escuchar su nombre de su propia boca fue un golpe suave pero certero.
-Yo soy Daniel -respondió él sin pensar. No podía decirle su nombre real. No todavía.
Sofía se encogió de hombros.
-No pareces un Daniel, pero está bien.
-¿Y qué haces por aquí tan temprano?
-Estoy esperando que mamá termine de preparar las mesas. Luego voy a la escuela. ¿Tú trabajas cerca?
Diego la observó con atención. Cada gesto, cada palabra, le resultaba tan familiar que le dolía. Tenía la misma forma de hablar que Camila cuando estaba nerviosa. La misma manera de fruncir la nariz cuando algo no le cuadraba.
-Sí, algo así -respondió él.
En ese momento, una voz se oyó desde la cocina.
-Sofía, ven para acá, por favor.
La niña hizo una mueca.
-Tengo que irme. Adiós, Daniel.
-Adiós, Sofía -murmuró Diego, mientras la veía correr hacia el fondo del local.
Camila no la había visto hablar con él. Por suerte. Pero si lo hubiera hecho... ¿lo habría reconocido?
**
Esa noche, Diego volvió a su departamento con el corazón desordenado. No entendía qué buscaba con todo eso. ¿Verla de cerca? ¿Hablar con la niña sin que supiera quién era? ¿Sentirse padre por cinco minutos?
No tenía respuestas. Solo más preguntas.
Y sin embargo, al llegar, encendió su laptop y escribió algo en una hoja en blanco:
"Sofía. Ojos grises. Habla mucho. Imaginación desbordante. Le gusta dibujar dinosaurios. Dice que no parezco un Daniel."
Cerró el archivo sin guardarlo.
Tenía que mantener el control. No podía involucrarse emocionalmente. No cuando había tanto en juego. El proyecto inmobiliario seguía en pie. Los inversionistas estaban impacientes. La demolición del barrio empezaría pronto.
Pero... ¿podía destruir el lugar donde vivían Camila y Sofía?
¿Podía seguir fingiendo que no sabía nada?
Por ahora, decidió no decidir. Solo observar.
Aunque una parte de él comenzaba a entender que, cuanto más se acercara a la verdad, más difícil sería mantener su plan intacto.
Y lo que menos quería aceptar... era que, por primera vez en años, ya no sabía qué quería hacer.