Él hablaba de Isabella Rossi, su amor de juventud, con una devoción que nunca le había mostrado a ella.
"Isabella es... todo. La mujer perfecta."
Sofía, su asistente personal, su amante secreta durante cuatro años, sintió como si le hubieran arrancado el corazón.
Esa misma noche escribió la carta de renuncia.
No esperaba que él la leyera.
Mucho menos que la aprobara sin preguntar.
El jefe de Recursos Humanos, un hombre amable llamado Benítez, la llamó poco después.
"Sofía, ¿estás segura de esto? Mateo te valora mucho. Eres indispensable para Viñedos Vargas."
Sofía sonrió con tristeza.
"Gracias, Señor Benítez. Es una decisión personal. Necesito un cambio."
Mintió.
No necesitaba un cambio. Necesitaba escapar.
Comenzó a guardar sus pocas pertenencias en una caja.
Libros, alguna foto con Valentina, la hermana de Mateo y su mejor amiga.
Cosas que no tenían valor para nadie más.
Flashback.
Conoció a Mateo a través de Valentina en la universidad.
Valentina era un torbellino de energía, artista, diferente a su familia adinerada.
Sofía venía de Salta, de una familia humilde. Estudiaba con beca.
Se hicieron amigas inseparables.
Mateo era el hermano mayor, carismático, el heredero.
Sofía lo admiró desde el primer día.
Esa admiración se convirtió en un amor secreto, silencioso, doloroso.
Cuando se graduó, Valentina la animó a trabajar en Viñedos Vargas.
"Serías perfecta allí, Sofi. Y estarías cerca..."
Valentina no terminó la frase, pero Sofía entendió.
Empezó como asistente junior.
Su inteligencia y dedicación la hicieron ascender rápidamente.
Pronto fue la asistente personal de Mateo Vargas.
Cerca de él. Demasiado cerca.
Una noche, hace poco más de cuatro años, Mateo estaba destrozado.
Había recibido noticias. Isabella Rossi, su Isabella, podría casarse en Europa.
Lo encontró en su lujoso departamento de Recoleta, rodeado de botellas vacías.
Borracho. Roto.
Sofía, preocupada por una llamada incoherente, había ido a verlo.
Lo cuidó. Lo escuchó balbucear el nombre de Isabella una y otra vez.
En algún momento, entre la borrachera y la desesperación, él la miró.
Quizás la confundió con Isabella. Quizás simplemente perdió el control.
La besó.
Y Sofía, enamorada y vulnerable, no lo detuvo.
Tuvieron un encuentro íntimo.
El único. El primero.
A la mañana siguiente, el sol entraba por los ventanales.
Mateo estaba de pie, vestido, mirándola con frialdad.
Como si ella fuera una extraña, una molestia.
"Sofía," su voz era distante. "Esto fue un error."
Sacó una chequera de su maletín.
"Toma. Para compensarte."
El corazón de Sofía se hizo añicos.
Compensarla. Como si fuera una prostituta.
Pero una extraña determinación nació en medio del dolor.
Rechazó el dinero con un gesto.
"No quiero tu dinero, Mateo."
Él la miró, sorprendido por un instante.
"Entonces, ¿qué quieres?"
Sofía respiró hondo.
"Quiero un acuerdo."
Él arqueó una ceja, impaciente.
"Seguiré siendo tu asistente. Y si quieres... tu amante. En secreto."
"Pero si Isabella regresa y tú sigues enamorado de ella, o si nunca llegas a sentir nada por mí... me iré. Sin decir nada. Sin pedir nada."
Mateo la observó, absorto en sus propios problemas.
Quizás subestimó la profundidad de su ofrecimiento.
Quizás simplemente no le importó.
"Como quieras, Sofía."
Aceptó con indiferencia.
Y así comenzaron cuatro años de secreto y esperanza vana.
Ahora, esos cuatro años habían terminado.
Isabella había regresado.
Y Mateo seguía enamorado de ella.
El acuerdo había llegado a su fin.
Era el cumpleaños de Mateo.
Sofía le había preparado una pequeña sorpresa en su oficina. Un pastel sencillo, su favorito.
Pero Mateo no apareció.
Esa noche, las redes sociales explotaron.
Una foto.
Mateo besando apasionadamente a Isabella Rossi en una fiesta exclusiva.
La leyenda: "El mejor regalo, recuperado."
Sofía sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
Marcó el número de Mateo.
Contestó una voz femenina, melosa y altanera.
"¿Hola?"
Era Isabella.
"¿Quién habla?" preguntó Isabella.
Sofía apenas pudo articular palabra.
"Yo... eh... busco a Mateo."
Escuchó la voz de Mateo al fondo, adormilada, cariñosa.
"¿Quién es, mi amor?"
"No lo sé," respondió Isabella. Luego, a Sofía: "¿Quién eres?"
Mateo volvió a hablar, más cerca del teléfono.
"Nadie importante, mi amor. Sigue durmiendo."
Clic.
Colgaron.
"Nadie importante."
Esas palabras resonaron en la cabeza de Sofía.
Comenzó a empacar en serio.
Sus pocas pertenencias del pequeño departamento de Palermo que Mateo le había facilitado.
Un lugar discreto, conveniente.
No un hogar. Nunca un hogar.
Al día siguiente, Mateo pasó brevemente por el departamento.
La encontró rodeada de cajas.
Se mostró indiferente, casi molesto.
"¿Ya encontraste dónde vivir?"
Sofía asintió, sin mirarlo.
"Alquilé un monoambiente en Almagro. Por un mes. Hasta que mi renuncia se haga efectiva."
Él frunció el ceño.
"¿Qué renuncia?"
"La que presenté hace un mes. La que aprobaste."
Él pareció no recordarlo. O no importarle.
"Ah. Bueno." Hizo una pausa. "Te llevo. No quiero que Valentina se enoje si te pasa algo."
Siempre Valentina. Su coartada. Su excusa.
Sofía no discutió. Estaba demasiado cansada.
El auto de Mateo. Su preciado auto clásico.
Había sido completamente redecorado.
Fundas de asiento de diseñador, de un estampado que Sofía sabía que Mateo odiaba.
Ambientadores caros, con un perfume dulzón que mareaba.
Pequeños adornos cursis colgando del espejo retrovisor.
Mateo arrancó el motor y sonrió con una media sonrisa.
"A Isabella le gustan estas cosas."
Sofía tragó saliva. Su voz fue apenas un susurro.
"Me alegro mucho que la hayas recuperado, Mateo."
Un silencio incómodo llenó el auto.
Durante el trayecto, el teléfono de Mateo sonó.
Era Isabella. Su voz, exigente.
"Mateíto, cariño, ¿dónde estás? Tienes que venir a buscarme. Hay un evento de polo en Cañuelas y no pienso ir sola."
Mateo dudó un instante. Miró a Sofía de reojo.
Ella adivinó su conflicto. Su incomodidad.
"No te preocupes," dijo Sofía. "Puedo tomar un taxi desde aquí."
Él pareció aliviado.
Detuvo el auto.
La ayudó a bajar sus cosas. Una caja, la más pesada, se le resbaló de las manos.
Cayó al suelo y se abrió.
Cartas de amor nunca enviadas.
Una flor seca, rescatada de un ramo que él alguna vez llevó a la oficina para alguna clienta importante.
El corcho de una botella de vino especial que compartieron en secreto en la estancia familiar, una noche de tormenta.
Recuerdos de un amor no correspondido.
Mateo vio el contenido. Su expresión se congeló por un segundo.
Un atisbo de algo indescifrable en sus ojos.
Pero luego, como si espantara un insecto molesto, sacudió la cabeza.
Arrancó el auto y se fue rápidamente.
A buscar a Isabella.
Sofía quedó sola en la vereda, bajo una persistente llovizna porteña.
No conseguía taxi.
Un repartidor en moto la rozó al pasar, demasiado cerca.
La hizo trastabillar. Cayó.
El tobillo le dolió horriblemente.
Llegó cojeando a su nuevo y diminuto departamento en Almagro.
Frío. Impersonal.
Su teléfono vibró. Un mensaje de texto de Mateo.
"No te aferres así a una persona, Sofía. Hay muchos hombres en el mundo. No te cuelgues de mí de esta manera."
Sofía leyó el mensaje una y otra vez.
"No te cuelgues de mí."
Como si ella fuera una carga. Una sanguijuela.
Esa noche, en el pequeño patio del edificio, encontró un viejo brasero oxidado.
Metió la caja con todos sus recuerdos dentro.
Encendió un fósforo.
Las llamas consumieron las cartas, la flor, el corcho.
Cuatro años de amor secreto convertidos en cenizas.
Murmuró, mientras las lágrimas finalmente corrían por sus mejillas.
"Mateo, cumpliré tu deseo."
El sabor amargo del olvido comenzaba a instalarse en su boca.