La noticia cayó como una bomba en la reunión de la mañana.
"Bodegas Montenegro ha adquirido el estudio".
Mi jefe, un hombre al borde de la jubilación, lo anunció con una mezcla de alivio y tristeza.
Todos en la pequeña oficina se miraron, el aire se llenó de susurros y preguntas. Para ellos, era un salvavidas, una oportunidad.
Para mí, era el comienzo de una pesadilla.
Conocía muy bien a la dueña de Bodegas Montenegro.
Isabella. Mi exmujer.
La puerta de la sala de reuniones se abrió.
Entró ella, vestida con un traje sastre carísimo que gritaba poder. Su pelo oscuro recogido en un moño perfecto, sus labios rojos, su mirada fría.
Recorrió la sala con la vista, ignorando a todos hasta que sus ojos se encontraron con los míos. Una diminuta sonrisa de triunfo se dibujó en su cara.
"Buenos días. Soy Isabella Montenegro, su nueva jefa".
Su voz era la misma que recordaba, melodiosa pero con un filo de acero.
Más tarde, ese mismo día, organizaron una fiesta de confraternización en un bar de lujo.
"Todos estáis invitados", anunció el antiguo jefe, ahora relegado a un segundo plano.
Yo recogía mis cosas, listo para irme a casa, para escapar de ella.
"Javier".
Su voz me detuvo en seco.
Me giré. Estaba apoyada en el marco de mi cubículo, bloqueando la salida.
"Tú no vas a ninguna parte".
"¿Perdón?".
"Tenemos que revisar los planos del nuevo proyecto de la bodega. Hay mucho trabajo".
Señaló una pila de carpetas sobre mi mesa.
"Pero la fiesta...", empecé a decir.
"La fiesta es para que la gente se conozca. Nosotros ya nos conocemos muy bien, ¿no crees?".
Su tono era burlón, posesivo.
"Quédate. Trabajaremos juntos hasta tarde".
No era una petición, era una orden.
Mis compañeros pasaron a mi lado, dándome palmadas en la espalda.
"¡Qué suerte, Javi! El primer día y ya tienes trato preferencial".
"Se nota que la jefa te aprecia".
No entendían nada. Veían a una exmujer intentando reconectar.
Yo solo veía a la misma mujer que me había destruido, ahora con el poder de hacerlo de nuevo en mi lugar de trabajo.
Me senté, derrotado, mientras la oía dar órdenes por teléfono. El sonido de su voz era un recordatorio constante de mi humillación.