Capítulo 3

A la mañana siguiente, con las llaves de Doña Elena en el bolsillo, me sentí diferente. Más ligero.

Llamé a Isabella.

"¿Qué quieres, Javier? Estoy en una reunión". Su voz era cortante, impaciente.

"Quiero el divorcio".

Silencio al otro lado de la línea. Luego, una risa seca.

"No tengo tiempo para tus dramas. Hablamos luego".

Y colgó.

Sabía que no hablaríamos luego. Nunca tenía tiempo para mí.

Seguí el consejo de un amigo y la cité en el juzgado para firmar los papeles de mutuo acuerdo.

Esperé dos horas.

No apareció. Ni siquiera envió un mensaje.

Esa misma tarde, empaqué una pequeña maleta con lo esencial y conduje desde La Rioja hasta Madrid. Dejé atrás la finca, la bodega, la vida que había sido una jaula de oro.

El apartamento de Malasaña era pequeño, pero las paredes blancas y la luz que entraba por el balcón me parecieron el paraíso.

Era mío. No de ella. No de su familia.

Pasé la primera semana limpiando, pintando, deshaciéndome de los últimos vestigios de mi vida anterior. Tiré a la basura las fotos, los regalos, los recuerdos.

Un día, buscando un abogado de divorcios en internet, encontré el nombre de Lucía. Su oficina estaba a solo unas calles.

Lucía era una mujer de mi edad, con una mirada directa y una sonrisa que no ocultaba su inteligencia.

Le conté mi historia, de forma concisa, sin adornos.

Ella escuchó atentamente, asintiendo de vez en cuando.

"Tu mujer es una figura pública", dijo al final. "¿Hay pruebas de su relación con ese hombre, Ricardo?".

"Sí", respondí, pensando en las fotos de la fiesta de la vendimia. "Están por todo internet".

Lucía sonrió, una sonrisa afilada y profesional.

"Perfecto. Si ella no quiere firmar de mutuo acuerdo, no la necesitamos. Iniciaremos un divorcio contencioso. La infidelidad pública es una causa clara. La ley está de tu parte, Javier".

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba solo en esto.

Lucía representaba un nuevo comienzo, una puerta que se abría mientras yo cerraba la otra para siempre.