Mamá se pasó el día limpiando la casa, preparando la habitación de invitados y cocinando platos especiales. Yo la ayudé a regañadientes, distraída por mis propios pensamientos que seguían volviendo al baño, al cepillo y a todas esas nuevas sensaciones.
-Alma, pon la mesa con la vajilla que era de tu abuela -me ordenó mamá-. Tu tío es un hombre muy respetado y debemos recibirlo con lo mejor.
-¿En qué trabaja exactamente? -pregunté mientras sacaba los platos.
-En asuntos de la iglesia -me respondió ella vagamente-. Es un hombre muy devoto.
El timbre sonó a las siete en punto. Papá corrió a abrir la puerta mientras mamá me apresuraba a ponerme recta y sonreír. Escuché voces masculinas, pasos, y entonces él entró al comedor.
Lo primero que noté fueron sus ojos: eran oscuros y penetrantes. Me miraron directamente, como si pudieran ver a través de mí.
Samuel Santiago era alto y de hombros anchos, y tenía el pelo negro como mi padre. Llevaba una camisa blanca impecable y unos pantalones negros. Una pequeña cruz de plata brillaba en su cuello.
Y algo más llamó mucho mi atención sin que pudiera evitarlo: mi tío, Samuel, a pesar de que ya tenía cuarenta años era un hombre muy atractivo. Demasiado, en realidad.
-Así que esta es Alma -dijo él con una voz profunda y calmada.
No fue una pregunta, sino una afirmación. Como si me conociera de toda la vida.
-Sí, es mi hija -respondió papá, orgulloso-. Acaba de cumplir dieciséis años.
Samuel se acercó y tomó mi mano. Su contacto me provocó un escalofrío que intenté disimular lo mejor que pude.
-El orgullo de la familia Santiago, me han dicho -me dijo y sonrió levemente-. La primera que irá a la universidad.
-Si Dios quiere -respondí automáticamente, bajando la mirada.
-Dios siempre quiere lo mejor para sus hijas obedientes -me contestó él, y hubo algo en su tono que me hizo alzar la vista, pero él se centró en mis padres.
Unos minutos después nos sentamos a la mesa. La conversación giraba en torno a la iglesia, a la comunidad y a viejos conocidos. Mis padres hablaban animadamente, pero yo apenas podía concentrarme. Sentía la mirada de Samuel sobre mí cuando nadie prestaba atención.
-¿Y tienes novio, Alma? -me preguntó de repente, interrumpiendo la conversación.
Mis padres se rieron.
-¡Por supuesto que no! -exclamó mi madre-. Alma es una buena chica. Se concentra en sus estudios y en nada más.
Samuel me miró fijamente.
-Las buenas chicas también tienen deseos -dijo él con voz suave.
Mi padre cambió de tema rápidamente, pero yo ya había enrojecido hasta las orejas. ¿Cómo lo sabía? ¿Acaso podía leer mi mente?
Después de la cena, Samuel pidió hablar conmigo a solas y mis padres accedieron sin dudar, confiando plenamente en él. Nos sentamos en el pequeño estudio de mi padre.
-Tu padre me dice que eres muy devota -comenzó.
-Intento serlo -le respondí sin mirarlo directamente.
Él se acercó un poco más, tanto que pude oler su perfume.
-¿Rezas todas las noches, Alma? -me preguntó.
-Sí, tío.
-¿Incluso después de pecar?
Mi corazón se detuvo por un instante. Sus ojos parecían saberlo todo.
-Yo... yo, sí, tío -murmuré.
-Bien -me dijo, y su voz cambió sutilmente, haciéndose más baja, más íntima-. La oración es importante, pero también lo es la honestidad con uno mismo. Con nuestros... impulsos, digamos.
Puso su mano sobre la mía. Fue un toque ligero, casi paternal, pero que causó que todo mi cuerpo se estremeciera.
-Si necesitas hablar de cualquier cosa, aquí estoy -me susurró-. A veces es mejor confiar en alguien que te entiende y que no te juzga.
Asentí, incapaz de hablar.
Cuando se levantó para volver con mis padres, sus ojos recorrieron mi cuerpo de arriba abajo. Fue algo rápido, casi imperceptible, pero lo sentí justo como si me hubiera tocado con sus manos.
Esa noche no pude dormir. Su voz, su mirada, su presencia autoritaria... todo daba vueltas en mi cabeza sin parar. La fantasía que había creado en la ducha ahora tenía un rostro. Y eso me aterraba y me excitaba a partes iguales.
Pasada la medianoche, cuando todos en la casa dormían, me levanté silenciosamente. Fui a la cocina en busca de un vaso de agua. Sin embargo, al abrir el refrigerador vi un pepino grande y firme. Lo miré un largo rato, mordiéndome el labio.
Lo tomé con rapidez y volví a mi habitación, cerrando la puerta con cuidado. Me quité la ropa bajo las sábanas y acaricié el pepino frío. Era mucho más grande que el mango del cepillo.
Recé en un susurro, sabiendo que lo que iba a hacer era un pecado aún mayor que los que ya había cometido.
Pero no podía detenerme. En realidad, no quería detenerme.
Separé mis piernas y pasé el pepino por los pliegues de mi coñito, humedeciéndolo. Cerré los ojos e imaginé las manos de Samuel, sus ojos oscuros mirándome y su voz grave dándome órdenes.
«Despacio -imaginé que me decía-. No tengas prisa».
Introduje la puntica del pepino lentamente, sintiendo cómo me abría y cómo me llenaba más de lo que nunca había experimentado, aunque era solo una porción diminuta del enorme pepino.
-Oh, Dios... -gemí, tapándome la boca con una mano.
«Más adentro», me ordenó la voz de Samuel en mi mente.
Empujé un poco más, sintiendo una mezcla de dolor y placer que me hizo arquear la espalda. Pero no podía seguirlo metiendo, no entraba en mi apretado coñito virgen.
En mi fantasía, mi tío me sujetaba por las muñecas y me inmovilizaba.
«Eres una buena chica -me decía-. Una buena chica que quiere ser mala».
Comencé a mover el pepino, sacando y metiendo la punta cada vez más rápido en mi entradita, mientras mi otra mano frotaba mi clítoris, el punto sensible que ya había descubierto. La combinación era explosiva.
En mi fantasía, Samuel estaba sobre mí, susurrando oraciones mezcladas con obscenidades en mi oído, diciéndome que me sometiera, que lo obedeciera y que fuera suya.
-Por favor -rogué en voz baja-. Por favor...
«Córrete para mí -me ordenó su voz-. Ahora».
El orgasmo me golpeó con una fuerza que me hizo morder la almohada para no gritar. Mi cuerpo se sacudió violentamente mientras mi mente repetía su nombre: Samuel, Samuel, Samuel.
Cuando todo pasó, me quedé tendida en la cama, jadeando, con el pepino aún entre mis piernas. Lentamente, lo retiré y me quedé mirándolo, estaba empapado con mis fluidos.
La vergüenza llegó de golpe. Había fantaseado con mi tío, con el hermano de mi padre, con un hombre de Dios.
Me levanté temblorosa y fui al baño, asegurándome de no hacer ruido. Lavé el pepino y lo envolví en papel higiénico antes de tirarlo al fondo del bote de basura.
Volví a la cama y recé, suplicando perdón, pero las palabras sonaban huecas. No me arrepentía en lo absoluto. Quería más.
Seguía siendo virgen, ya que el enorme pepino no había entrado en mi coñito, no realmente. Y la simple idea de que en algún momento un miembro masculino igual de grande sí entraría, volvía a hacer que me mojara.
Me dormí finalmente, agotada, con una última imagen en mi mente: Samuel mirándome a través de la mesa, como si supiera exactamente lo que yo haría esa noche. Como si lo hubiera planeado todo.
¿Y si lo sabía? ¿Y si podía leer mis pensamientos más oscuros?
El sueño me venció antes de encontrar una respuesta.