El placer de lo prohibido
img img El placer de lo prohibido img Capítulo 4 La nota
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Capítulo 7 Un premio para una chica buena img
Capítulo 8 La nueva lección img
Capítulo 9 La tortura en la iglesia img
Capítulo 10 En cuerpo y alma img
Capítulo 11 Instrucciones para Alma img
Capítulo 12 La cruz de madera img
Capítulo 13 De compras img
Capítulo 14 La confesión de los pecados img
Capítulo 15 La habitación prohibida img
Capítulo 16 Bajo la cama img
Capítulo 17 Partida en dos img
Capítulo 18 El retiro espiritual img
Capítulo 19 Ceremonia de bienvenida img
Capítulo 20 Aprender a compartir img
Capítulo 21 Un regalo img
Capítulo 22 Un manjar img
Capítulo 23 Una maraña de cuerpos img
Capítulo 24 Contra el árbol img
Capítulo 25 El nuevo discípulo img
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Capítulo 4 La nota

Me desperté sobresaltada a la mañana siguiente. Por un momento, pensé que todo había sido un sueño: el pepino, la fantasía, mi tío Samuel.

Pero el leve dolor entre mis piernas me confirmó que había sido real. Muy real. Sí que había jugado con la punta de ese pepino.

Miré el reloj: las siete de la mañana. Tenía que levantarme y enfrentar el día. Enfrentarlo a él.

Me vestí con especial cuidado esa mañana. Me puse una falda larga, una blusa abotonada hasta el cuello y me recogí el cabello en una trenza bien apretada. Como si cubrirme más pudiera ocultar lo que había hecho.

Al salir de mi habitación, escuché voces en la cocina. Mis padres y Samuel debían estar ya desayunando juntos.

¿Cómo se suponía que iba a mirarlo después de lo que había hecho?

Caminé hacia el baño para lavarme los dientes y fue entonces cuando lo vi: Samuel salía del baño con una expresión indescifrable. Nuestras miradas se cruzaron por un segundo antes de que yo bajara la vista.

-Buenos días, Alma -me dijo. Su voz sonaba normal y controlada.

-Buenos días, tío -murmuré, pegándome a la pared para dejarlo pasar.

Entré al baño y cerré la puerta, apoyándome contra ella. Mi corazón estaba latiendo demasiado rápido.

Entonces mi mirada cayó sobre el bote de basura.

La tapa estaba ligeramente levantada. Y el pepino, que yo había enterrado en el fondo de una pila de papel higiénico estrujado, estaba ahora claramente visible en la parte superior.

-No -susurré, aterrorizada-. No, no, no...

Lo había visto. Samuel había visto el pepino. No había duda. Había notado la cantidad de papel estrujada y desperdiciada, lo había sacado, lo había examinado y lo había vuelto a dejar ahí, intencionalmente visible.

Me temblaban tanto las manos que apenas pude lavarme la cara. Iba a contárselo a mis padres. Me iban a castigar, me enviarían a un convento, me...

-¡Alma! -la voz de mi madre me sobresaltó-. ¡El desayuno!

-¡Ya voy! -respondí, intentando que mi voz sonara normal.

Bajé a la cocina como quien camina hacia su ejecución. Sin embargo, Samuel estaba simplemente sentado, tomando café y conversando con mi padre sobre la iglesia. Me miró brevemente, sin ninguna expresión particular.

-Alma, sírvele más café a tu tío -me ordenó mi madre.

Tomé la cafetera con las manos temblorosas. Al acercarme a Samuel, sentí su mirada intensa sobre mí, pero no dijo nada. No hizo referencia alguna a lo que había encontrado.

Durante todo el día, evité estar a solas con él. Me inventé tareas, estudios, llamadas telefónicas a amigas. Cualquier excusa para no enfrentarlo.

A la hora de la cena, no tuve escapatoria. Los cuatro estábamos sentados a la mesa, como la noche anterior. Solo que ahora todo era diferente. Ahora él sabía sobre mi secreto oscuro.

-Alma parece distraída esta noche -comentó Samuel, mirándome fijamente mientras cortaba su carne.

-Estará pensando en sus exámenes -le respondió mi padre.

Samuel sonrió levemente.

-O tal vez en otras cosas -dijo, pero tan bajo que solo yo pude escucharlo.

Sentí que me ahogaba con el agua. Tosí violentamente, y mi madre me dio algunas palmadas en la espalda.

-¿Estás bien, hija?

-Sí, solo... solo se me fue por otro lado...

Samuel no apartaba sus ojos de mí. No era una mirada acusatoria, como había temido. Era algo más... como si me estuviera analizando con detenimiento.

Y lo peor era que, a pesar de mi miedo, mi cuerpo estaba reaccionando a esa mirada. Sentía el calor entre mis piernas y mis pezones se estaban endureciendo bajo mi blusa.

-Samuel nos contó que está organizando un retiro espiritual para jóvenes -me dijo mi padre-. Quizás deberías ir, Alma.

-Alma sería perfecta para el retiro -asintió Samuel, y su voz adquirió ese tono bajo y controlado que hacía que mi estómago se encogiera-. Tiene justo el tipo de... curiosidad espiritual que buscamos.

Sentí mis mejillas hervir.

-No sé si tendré tiempo con los exámenes -murmuré.

-Siempre hay tiempo para el espíritu, Alma -insistió Samuel-. Especialmente para explorar los... impulsos del espíritu.

La cena continuó, y me pareció interminable. Cada vez que alzaba la vista, ahí estaban sus ojos, oscuros y penetrantes. No me acusaba, no me juzgaba. Parecía más bien... interesado en mí. Como si hubiera descubierto algo valioso.

Cuando finalmente terminamos, me ofrecí a lavar los platos solo para escapar de su presencia. Mis padres y él se retiraron al salón a seguir conversando.

Media hora después, subí a mi habitación, agotada por la tensión. Necesitaba rezar, ordenar mis pensamientos y entender qué iba a pasar ahora.

Al entrar a mi cuarto, noté inmediatamente que algo había cambiado: mi Biblia, que siempre estaba en la mesita de noche, estaba ahora sobre mi almohada. Me acerqué con cautela. No la había movido yo, así que alguien había entrado a mi habitación.

La abrí con los dedos temblorosos y un pequeño papel cayó sobre las sábanas. Lo recogí y leí la nota escrita con una caligrafía elegante y firme:

«Obedece a tu cuerpo. Pero no sin permiso».

No estaba firmada, pero no hacía falta: sabía perfectamente quién la había escrito.

Me senté en la cama con la nota entre los dedos. Debería estar aterrorizada. Debería estar rezando, pidiendo perdón, suplicando protección divina.

Pero no lo estaba.

Releí las palabras. «Obedece a tu cuerpo». Eso era exactamente lo que había estado haciendo, lo que tanto placer me daba y lo que tanta culpa me generaba después. Pero luego venía la segunda parte: «Pero no sin permiso».

¿Su permiso? ¿Era eso lo que significaba?

Un escalofrío me recorrió la espalda, pero no era de miedo. O no solo de miedo. Era de deseo.

Guardé la nota dentro de la Biblia y me arrodillé junto a la cama para rezar. Pero mis oraciones esa noche no pedían perdón ni fortaleza para resistir la tentación. Por primera vez, recé por valor. Valor para enfrentar lo que fuera que Samuel tenía en mente para mí.

Porque en el fondo, lo sabía. Sabía que ya había tomado mi decisión: iba a obedecerlo.

            
            

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