Mis dedos se movieron con más confianza. Ya conocía mi cuerpo, sabía exactamente dónde tocar para que el placer aumentara rápidamente. La prohibición de Samuel solo hacía que todo fuera más excitante.
Metí un dedo dentro de mi coñito y arqueé la espalda. El placer era tan intenso que tuve que taparme la boca con la otra mano. Lo sacaba y metía mientras mi pulgar frotaba el punto sensible que me hacía ver las estrellas.
El orgasmo llegó rápido y fuerte, y mi cuerpo entero se sacudió. Cuando las oleadas de placer cesaron, me quedé quieta intentando normalizar mi respiración con el dedo aún dentro de mí.
La culpa llegó de inmediato: había desobedecido a mi tío. Me quité las bragas empapadas y las escondí bajo el colchón. Me puse unas limpias y me arrodillé junto a la cama para rezar a toda prisa, suplicando perdón.
Esa noche, durante la cena, no pude mirar a Samuel a los ojos. Sentía su mirada sobre mí, pero mantuve la vista fija en mi plato.
-Alma, ¿te encuentras bien? -me preguntó mi madre-. Apenas has probado la comida.
-Estoy bien, solo un poco cansada -murmuré.
-Los estudios, seguramente -comentó Samuel con voz tranquila-. A veces las jóvenes se exigen demasiado.
Subí a mi habitación en cuanto terminé de cenar, evitando cualquier interacción con mi tío. Me sentía observada, como si él pudiera ver a través de mí, como si supiera lo que había hecho.
A la mañana siguiente, me desperté sobresaltada. Algo no estaba bien, lo sabía. Miré bajo el colchón y sentí que mi corazón se detenía: mis bragas ya no estaban allí.
Me vestí rápidamente y bajé a desayunar con el estómago encogido. Samuel estaba sentado a la mesa, leyendo el periódico, y mis padres ya se habían ido a trabajar.
-Buenos días, Alma -me dijo sin levantar la vista.
-Buenos días -le respondí, sintiendo la boca seca.
Él dejó el periódico a un lado y me miró fijamente. No dijo nada, pero deslizó un papel doblado sobre la mesa. Lo tomé con dedos temblorosos y lo abrí.
Decía: «Tu castigo: silencio total por dos días. No hablarás con nadie. Si lo haces, las consecuencias serán peores. Y sabes que lo sabré».
Levanté la vista, aterrorizada.
-Encontré algo interesante anoche -me dijo finalmente, con voz suave pero firme-. Algo que demuestra que no has obedecido. No has sido una chica buena, Alma...
Sacó mis bragas de su bolsillo y las sostuvo frente a mí. El color abandonó mi rostro.
-Huelen a desobediencia -continuó-. A placer que no ha sido autorizado.
-Yo... es que... -comencé, pero él me interrumpió.
-El castigo comienza ahora. Ni una palabra por dos días. Ni una sola. ¿Entiendes?
Asentí, con lágrimas en los ojos. ¿Cómo podía castigarme de ese modo por algo tan insignificante?
-Bien. Puedes irte.
Los dos días siguientes fueron una tortura. En mi casa, mis padres asumieron que estaba enferma de la garganta, gracias a la explicación que Samuel les había dado. En la escuela, fingí dolor de garganta para no hablar tampoco. Aunque él no pudiera verme allí, no me atrevía a desobedecerlo.
Pero lo peor era la mirada constante de Samuel. Me observaba durante las comidas, cuando estudiaba en la sala, cuando me movía por la casa. Sus ojos me seguían a todas partes, recordándome mi castigo constantemente.
En mi mente, le suplicaba. «Por favor, perdóname. No lo volveré a hacer. Obedeceré, lo prometo, seré una chica buena». Pero las palabras se quedaban atrapadas en mi garganta, y el silencio se volvía cada vez más pesado.
Por las noches, lloraba en silencio. El deseo seguía ahí, pero ahora estaba mezclado con miedo y, lo más perturbador, con excitación ante la idea de su control sobre mí.
Al tercer día, cuando mis padres salieron a hacer compras, Samuel me llamó a su habitación. Entré con la cabeza baja, aún manteniendo mi voto de silencio.
-Cierra la puerta -me ordenó.
Lo obedecí. Él estaba sentado en una silla junto a la ventana. Sobre la cama había una bolsa de compras.
-Tu castigo ha terminado. Puedes hablar.
-Gracias -susurré, con la voz ronca por el desuso.
-¿Has aprendido la lección?
-Sí, señor -le respondí de inmediato.
-¿Cuál es?
-No debo tocarme sin su permiso.
Asintió, complacido. Luego se levantó y caminó hacia la bolsa.
-Sin embargo, aún necesitas entender completamente lo que significa la obediencia -me dijo.
Sacó un plátano grande y maduro de la bolsa. Mi corazón comenzó a latir con fuerza.
-Quítate la ropa -ordenó-. Solo la falda y las bragas.
Mis manos temblaban mientras lo obedecía. Quedé semidesnuda de la cintura para abajo, intentando cubrir mi entrepierna con las manos.
-Arrodíllate -dijo y me señaló un punto en el suelo frente a él-. Y quita las manos. No te cubras.
Me arrodillé, exponiendo mi coñito ante él. En realidad, exponiéndolo por primera vez ante alguien en toda mi vida.
Él me entregó el plátano.
-Sabes qué hacer con esto -me dijo, y no era una pregunta.
-Pero... -comencé, pero su mirada me silenció.
-No puedes mirarme mientras lo haces, mira al suelo. Y tienes que repetir: «Soy tuya, pero solo si tú lo permites».
Tomé el plátano y lo acerqué entre mis piernas. Estaba frío y firme contra mi piel.
-Soy tuya, pero solo si tú lo permites -murmuré, comenzando a frotar el plátano contra mi coñito.
-Más fuerte. Quiero oírte.
-Soy tuya, pero solo si tú lo permites -repetí, más alto, mientras introducía lentamente la punta del plátano dentro de mí.
El contraste entre la humillación y el placer físico era abrumador. Cerré los ojos, incapaz de mirarlo, pero sentía su mirada sobre mi cuerpo.
-Soy tuya, pero solo si tú lo permites -seguí repitiendo mientras movía la punta del plátano dentro y fuera, la pequeña parte que entraba en mi entradita virgen.
-Más profundo -ordenó-. Y no te atrevas a correrte sin mi permiso.
Empujé el plátano más adentro, sintiendo cómo me abría, cómo me llenaba y me dolía un poco también. El placer comenzaba a construirse a pesar de la situación.
-Soy tuya, pero solo si tú lo permites. -Mi voz temblaba ahora, mezclada con pequeños gemidos involuntarios.
-Detente -me ordenó de repente.
Me quedé inmóvil, con el plátano aún dentro de mí.
-Mírame.
Levanté la vista, rompiendo su regla anterior.
-¿Entiendes ahora? Tu cuerpo, tu placer, tus deseos... todo me pertenece. Yo decido cuándo, cómo y si puedes disfrutar.
-Sí, señor -susurré.
-Saca eso y vístete. Se acabó por hoy.
Retiré el plátano lentamente, sintiendo un vacío extraño. Me sentía humillada, usada, pero también increíblemente excitada.
-La próxima vez que sientas el impulso de tocarte sin mi permiso, recuerda esto, Alma -me dijo mientras me vestía-. Recuerda que puedo hacer que tu placer sea mil veces más intenso, o negártelo por completo.
Asentí, incapaz de hablar. Cuando estuve vestida, me dirigí a la puerta.
-Alma -me llamó.
Me detuve sin voltear.
-Estoy orgulloso de ti. Has aprendido bien hoy.
Su aprobación me hizo sentir una calidez inexplicable en el pecho. Y eso me asustó más que cualquier castigo.