Es Demasiado Tarde, Estoy Casada
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Capítulo 4

El personal de la mansión sacó a Sofía del agua justo a tiempo. Pasó dos días en cama, recuperándose del trauma y del agua en sus pulmones. Durante ese tiempo, no preguntó por Ricardo. No le importaba.

Cuando finalmente se sintió lo suficientemente fuerte para levantarse, su decisión era inquebrantable. Se acercó a su padre.

"Quiero seguir adelante con la boda," le dijo. "Lo antes posible."

Don Armando la miró, su rostro lleno de una tristeza infinita. "Hija, no tienes que hacer esto, encontraremos otra manera."

"No, papá," dijo Sofía, su voz serena. "Esta es mi decisión, quiero irme."

Ricardo, al enterarse de que Sofía se había recuperado, intentó verla. Fue detenido en la puerta por órdenes de Don Armando. Desesperado, comenzó a llamar sin cesar. Sofía finalmente tomó el teléfono.

"Sofía, gracias a Dios que estás bien," dijo él, su voz llena de alivio y arrepentimiento. "Lo siento mucho, yo... no sé qué me pasó, estaba en pánico."

"Estoy bien, Ricardo," respondió ella, su tono tan frío como el hielo.

"Tenemos que hablar," insistió él. "Puedo explicarlo, lo de Clara, lo de la piscina... por favor, Sofía, vuelve conmigo, cancela esa locura del matrimonio."

Sofía guardó silencio por un momento. Luego, dijo las palabras que había escrito en aquella nota.

"Ricardo, hicimos un acuerdo, ¿recuerdas?"

"¿Qué acuerdo?" preguntó él, confundido.

"Nunca más vernos," dijo ella y colgó.

Ricardo se quedó mirando el teléfono, perplejo. No entendía. En su mente, sus acciones eran justificables, un sacrificio temporal por un bien mayor. No podía comprender que para Sofía, cada una de sus decisiones había sido una traición imperdonable.

El día de la boda por conveniencia llegó. No fue una gran celebración, sino una ceremonia civil, privada y sombría. Sofía llevaba un sencillo vestido blanco, el que Clara había manchado y que María había logrado limpiar milagrosamente. Su rostro era una máscara de serenidad.

Justo cuando el juez estaba a punto de pronunciar las palabras finales, las puertas se abrieron con violencia.

Era Ricardo.

"¡Deténganse!" gritó, corriendo hacia el frente. "¡Sofía, no puedes hacer esto!"

Ignoraba a todos, sus ojos fijos en ella. "Sé que estás enojada, tienes todo el derecho, pero esto no es la solución, ¡te amo! ¡Cásate conmigo, no con él!"

Sofía ni siquiera se giró para mirarlo. Continuó mirando al frente, hacia el juez.

"Por favor, continúe," dijo ella con voz firme.

Los guardias de seguridad de la familia, prevenidos por Don Armando, se movieron rápidamente y sujetaron a Ricardo.

"¡Suéltenme! ¡Sofía, mírame!" gritaba él, luchando inútilmente.

El juez, imperturbable, finalizó la ceremonia. "Por el poder que me confiere la ley, los declaro marido y mujer."

Solo entonces Sofía se giró. Miró a Ricardo, que la observaba con desesperación. Le mostró su mano, donde ahora brillaba un simple anillo de oro.

"Ya es demasiado tarde, Ricardo," dijo ella, su voz sin una pizca de emoción. "Ya estoy casada."

La comprensión finalmente golpeó a Ricardo con la fuerza de un tren. La expresión de su rostro pasó de la desesperación a la incredulidad y luego al vacío absoluto. Vio en los ojos de Sofía que no era un berrinche, no era una venganza. Era el final. La había perdido. Para siempre.

Mientras los guardias se lo llevaban, todavía gritando su nombre, Sofía se dio la vuelta y tomó la mano de su nuevo esposo, un hombre al que nunca había visto, cuyo rostro solo conocía por una fotografía. El representante legal de Alejandro estaba allí en su lugar. Su nueva vida estaba a punto de comenzar.

De regreso en la ciudad, devastado y confundido, Ricardo se enfrentó a una realidad aún más dura. Comenzaron a llegarle informes de sus empleados. Clara, la mujer frágil y abusada por la que había sacrificado todo, no era lo que parecía.

Descubrió que la "enfermedad" de Clara, sus constantes crisis y su fragilidad emocional, eran una farsa. Había estado manipulando a sus médicos, exagerando sus síntomas, todo para mantener a Ricardo atado a ella por la culpa. Los "abusos" que había sufrido en el pasado eran historias inventadas para ganarse su simpatía.

La verdad lo golpeó. Clara nunca había estado enferma, solo era una maestra de la manipulación.

Ricardo fue a la casa que le había comprado y la confrontó. Clara, al principio, intentó negarlo todo con lágrimas, pero cuando Ricardo presentó las pruebas irrefutables de sus mentiras, su máscara cayó.

"¡Sí, y qué!" gritó ella, su rostro transformado por el odio. "¡Te merecías esto y más! ¡Tú y esa princesita tuya! ¡Yo debería haber tenido todo lo que ella tiene!"

Ricardo la miró, asqueado. La expulsó de su casa y de su vida en ese mismo instante, dejándola sin nada.

Luego, hizo lo único que se le ocurrió. Fue a la mansión De la Vega y se arrodilló ante Don Armando y su esposa.

"He sido un tonto," dijo, su voz rota por el remordimiento. "He destruido a su hija, y no hay excusa para lo que hice, aceptaré cualquier castigo que me impongan."

Don Armando lo miró con ojos fríos. El castigo fue severo. Ricardo perdió contratos, su reputación quedó por los suelos y fue marginado de los círculos sociales y empresariales de la ciudad. Lo aceptó todo sin una queja.

Pasaron semanas. Malherido en su orgullo y en su fortuna, Ricardo se recuperó lentamente. Pero una sola idea lo consumía: encontrar a Sofía. Recuperarla.

Con lo poco que le quedaba, partió hacia el norte, hacia las tierras desconocidas de Alejandro, el hombre que ahora era el esposo de Sofía.

                         

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