El viaje de regreso al penthouse fue silencioso. El aire en el coche estaba cargado de palabras no dichas. Juliana miraba por la ventana, su rostro una máscara pálida e inexpresiva. Damián conducía, con los nudillos blancos sobre el volante.
Finalmente rompió el silencio, su voz baja y vacilante. "Lo siento, Juliana".
Ella no lo miró.
"Karla... tiene un historial", intentó explicar. "Tuvo una... una mala experiencia hace unos años. Las multitudes, las sirenas... le provocan ataques de pánico. Tenía que sacarla de ahí".
Juliana nunca lo había oído usar ese tono antes. No era el tono resentido de un hombre mantenido, ni el tono confiado de un artista. Era el tono suplicante de alguien que intentaba justificar un acto imperdonable.
No importaba. Entendía sus prioridades perfectamente. Karla era su verdadera preocupación. Ella era solo su benefactora, un acuerdo comercial que ya no necesitaba.
"Está bien", dijo ella, su voz ligera y displicente. "Seguro que estaba muy asustada". Sintió un destello de oscura diversión. "Probablemente la amas mucho para protegerla así".
La palabra "amor" quedó suspendida en el aire entre ellos.
"No seas ridícula", espetó él, su culpa convirtiéndose en ira. "No es amor. Es... responsabilidad".
Responsabilidad. Así llamaba a su devoción por Karla. ¿Y qué era ella? ¿Una inversión? ¿Un proyecto?
Juliana casi sonrió. Estaba cansada de los juegos, cansada de las mentiras. Solo quería que terminara. Ansiaba el final de su contrato.
Cuando llegaron al penthouse, Damián la ayudó a salir del coche, su toque sorprendentemente gentil. La guió hasta el sofá y se arrodilló para examinar su tobillo hinchado.
Fue sorprendentemente cuidadoso mientras limpiaba los raspones y aplicaba una compresa fría. Sus movimientos eran diestros y concentrados, como lo serían las manos de un pintor. Fue un extraño y fugaz momento de ternura en las ruinas de su relación.
Justo en ese momento, su teléfono sonó, rompiendo el silencio.
Miró la pantalla. Era Karla. Su expresión se suavizó inmediatamente con preocupación.
Juliana vio el nombre en la pantalla. No sintió más que una cansada sensación de inevitabilidad.
"Deberías irte", dijo ella, con voz plana. "Probablemente te necesita".
Damián vaciló. "Se suponía que íbamos a cenar esta noche. Para hablar antes de la... antes de mañana". La palabra "boda" murió en sus labios.
"Te estoy dando permiso para irte, Damián", dijo ella, una extraña, casi cruel sonrisa jugando en sus labios. "Ve. Está con ella".
Él la miró, atónito por su repentina generosidad. Había esperado acusaciones, ira, lágrimas. Este frío desdén era más inquietante que cualquier pelea.
"Solo estoy cansada", dijo ella, agitando una mano con desdén. "Anda, vete".
Él se levantó, su rostro una mezcla de alivio y confusión. Agarró su chaqueta.
"Volveré más tarde", dijo.
"No te molestes", respondió ella, sin mirarlo.
Se fue sin decir una palabra más.
Juliana se quedó mirando la puerta cerrada. No preguntó a dónde iba. No le importaba.
Cerró los ojos, concentrándose en el dolor sordo de su tobillo. Era un dolor limpio y físico. Era mucho más fácil de manejar que el desastre de los últimos cuatro años.