Caminé por la suite del Alfa que compartía con Damián como un fantasma en mi propia vida. Todo el lugar se sentía como un museo de nuestro amor. Una copa de plata grabada con nuestros nombres de nuestra ceremonia de unión. Una foto enmarcada de nuestro primer viaje juntos, su brazo rodeándome, ambos sonriendo como tontos.
Una ola de repulsión me invadió.
Agarré una bolsa de basura de la cocina. La copa de plata fue lo primero, haciéndose añicos contra el suelo de mármol con un estruendo satisfactorio. El marco de la foto le siguió, el cristal astillándose sobre su rostro mentiroso.
Arrasé con el clóset, sacando su ropa: los trajes caros que usaba para sus "reuniones diplomáticas". Todos llevaban el tenue y persistente aroma de otras manadas, de otras lobas. Recuerdos de sus viajes de negocios, baratijas de sus traiciones, todo fue a parar a las bolsas.
Finalmente, empaqué mis propias cosas. Mis libros, mi ropa, mis herramientas de curación. Organicé que un mensajero las entregara al territorio de mi mejor amiga Anya, en la manada Arroyo de Plata. Al amanecer, todo rastro de mí había desaparecido, excepto mi cuerpo.
Él llegó a casa la noche siguiente. Entró, sonriendo, e intentó rodearme con sus brazos.
-Te extrañé -murmuró, su rostro acercándose a mi cuello.
Pero todo lo que podía oler en él era a Casandra. Su aroma Omega barato y empalagoso estaba por toda su piel, en su cabello. Retrocedí como si me hubiera quemado, empujándolo con una fuerza que nos sorprendió a ambos.
-¿Elena? -Su ceño se frunció en confusión.
Sacó una pequeña caja de su bolsillo.
-Un regalo. De mi viaje.
Dentro había un pequeño frasco de aceite esencial, contenido en un ornamentado recipiente de plata. Era el mismo aceite que usaba Casandra. Y él había olvidado, en su red de mentiras, que yo era severamente alérgica a la plata. El metal quemaba a los de mi especie, una debilidad conocida por todos los hombres lobo. Que mi propia pareja lo olvidara no era un descuido. Era una señal de que, en su mente, yo ya había dejado de existir.
Me quedé mirando la plata, la prueba de su absoluto desprecio. La furia era una piedra helada en mi estómago.
-Damián -dije, mi voz plana-, deberíamos tener un hijo.
Quería ver su rostro. Quería ver cómo se las arreglaría para mentir y salir de esta.
Se puso rígido.
-Elena, ya hemos hablado de esto. La manada necesita toda mi atención. No es el momento adecuado.
Su celular sonó. Miró la pantalla y vi el nombre de Casandra. De fondo, pude oír a un niño llorar.
-Son negocios -dijo rápidamente, dándose la vuelta-. Tengo que contestar.
Salió al balcón, su voz bajando a un murmullo tranquilizador.
Mientras estaba fuera, mi celular vibró con un mensaje de un número desconocido. Un único enlace anónimo. Mis dedos temblaron al hacer clic, un nudo de pavor apretándose en mi estómago.
Llevaba a una galería de fotos pública.
Su página era pública. Una galería de su vida. Una vida con mi pareja. Docenas de fotos de Damián con Leo. Damián empujando a Leo en un columpio. Damián sosteniendo a Leo sobre sus hombros en un festival de la manada. Damián dormido en un sofá con el niño acurrucado en su pecho.
Y debajo de cada foto, comentarios de miembros de nuestra propia manada.
-¡Qué familia tan hermosa, Alfa!
-¡Leo es tu vivo retrato!
Toda la manada lo sabía. Todos menos yo. Yo era la tonta. La Luna en espera que no era más que un reemplazo.
Una violenta ola de náuseas me invadió. Corrí al baño, vaciando el contenido de mi estómago en el inodoro. Mientras estaba arrodillada allí, temblando, una horrible comprensión amaneció. No era solo el shock.
Mi período estaba retrasado.