la doctora del mafioso
img img la doctora del mafioso img Capítulo 2 La instrucción
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Capítulo 12 El precio de la negativa img
Capítulo 13 Sin escapatoria img
Capítulo 14 Eco de otra vida img
Capítulo 15 La suite de los susurros img
Capítulo 16 Los designios del capo img
Capítulo 17 La tentación del deber img
Capítulo 18 La llave y la duda img
Capítulo 19 El ala este img
Capítulo 20 La elección imposible img
Capítulo 21 La puerta abierta img
Capítulo 22 La primera lección img
Capítulo 23 Bajo la piel del lobo img
Capítulo 24 La herida y la mano img
Capítulo 25 Huellas en la arena img
Capítulo 26 El eco de las olas img
Capítulo 27 La Sombra de un Recuerdo img
Capítulo 28 El Refugio del Deber img
Capítulo 29 El Precio de la Duda img
Capítulo 30 La Sombra de una Deuda img
Capítulo 31 El Eco de la Traición img
Capítulo 32 Lo Que Viene a Continuación img
Capítulo 33 Bajo la Máscara img
Capítulo 34 El Baile de las Máscaras img
Capítulo 35 Las Cenizas de la Máscara img
Capítulo 36 La Semilla de la Venganza img
Capítulo 37 Jaque en el Muelle img
Capítulo 38 El Precio de la Información img
Capítulo 39 Fuego Frío img
Capítulo 40 Rendición Calculada img
Capítulo 41 El Sabor del Peligro img
Capítulo 42 Demasiado Tarde img
Capítulo 43 La Caja de Pandora img
Capítulo 44 El Precio de la Sumisión img
Capítulo 45 La Llama del Fénix img
Capítulo 46 La Sombra en la Mansión img
Capítulo 47 El Mensaje en la Sombra img
Capítulo 48 La Ruleta Rusa img
Capítulo 49 La Jaula Abierta img
Capítulo 50 Jaque al Rey img
Capítulo 51 La Segunda Lección img
Capítulo 52 El Precio de un Secreto img
Capítulo 53 El Peón de la Sombra img
Capítulo 54 La Subasta del Rey Caído img
Capítulo 55 El Precio de la Libertad img
Capítulo 56 Con Sed de Incendios img
Capítulo 57 Las Cenizas del Alba img
Capítulo 58 Las Reglas del Juego img
Capítulo 59 La Sombra del Colega img
Capítulo 60 Bajo Sus Reglas img
Capítulo 61 El Sabor de la Sumisión img
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Capítulo 2 La instrucción

La sala de ropa huele a algodón planchado. Amanda no pregunta enseguida; me deja un metro de silencio para caer. Caigo de pie y, cuando el cuerpo entiende que tiene permiso, me rompo. Me siento en el banco, el plástico cruje como un papel viejo. Ella se sienta a mi lado, no enfrente: no me interroga, me acompaña. Esa diferencia me salva un poquito.

-Lo vi -digo por fin-. En el mesón. Él. Ella.

Amanda aprieta la mandíbula como si el gesto pudiera impedir que yo me caiga. Me abraza con esa fuerza que solo las amigas saben medir, ni muy larga ni muy corta, lo justo para devolverme una orilla.

-Lo siento -susurra-. Estoy contigo.

El temblor cede de a poco. Cuando la respiración encuentra su carril, llega la conversación que venía esperando turno. No una pelea todavía; un ajuste de costuras.

-Había señales, Clara -dice, firme pero sin filo-. Las viste y decidiste no verlas.

-¿Ahora soy culpable por confiar? -la frase me sale más áspera de lo que pretendía-. ¿Ese es el guion?

-No hablo de culpas -responde, sosteniéndome la mirada-. Hablo de ceguera elegida. Cuando empezó a cancelar, cuando llegaba tarde sin avisar, cuando hizo chistes que te dolían y tú los guardaste bajo la alfombra... yo te lo dije.

-Y tú estabas ocupada para escucharme -lanzo, y me duele apenas lo digo. No es justo. O tal vez sí y por eso duele.

Amanda no devuelve el golpe. Elige la parte difícil: bajar la guardia.

-Puede ser -admite-. Perdón por eso. No estuve como debía. Pero ahora mírate. No quiero que te quedes en el lugar donde otros te pusieron.

Elijo una verdad que no me guste pero que me sirva.

-No me reduce nadie -digo-. Solo... me duele.

Nos quedamos un rato sin palabras. A veces la amistad es un espejo incómodo que igual te sostiene. Afuera, el hospital ordena bandejas, prende luces, mueve puertas; adentro, intentamos ordenar otra cosa.

-Hoy funciona tu rutina -dice Amanda, más suave-. Respirar. Pasos cortos. Decisiones pequeñas. No vas a resolver a Darío ahora.

-Prometo intentar no resolver nada -respondo-. Solo llegar al mediodía.

-Llegamos juntas -dice, y lo dice como quien traza una línea en el piso.

Me levanto. Hacemos juntos los rituales mínimos: atarme el pelo, revisar bolsillos, buscar el carnet, encontrar un bolígrafo que no raspe. Me lavo la cara; el agua del termo que me ofrece sabe a metal cálido y a presencia. No me cura, pero me acompaña.

-¿Vas a hablar con él? -pregunta al fin.

Pienso en el vestidor, en la mano donde no debía estar, en mi nombre apretado en una garganta que no sabe decirlo sin quebrarse.

-No hoy -contesto-. No tengo una versión de mí que pueda hacerlo sin desarmarse.

-Entonces hoy te cubro -dice-. Y si aparece, me llama a mí.

Asiento. Saco el teléfono. Escribo un mensaje que borro tres veces: «Lo vi». «No hace falta que digas nada». «No vuelvas a buscarme». Los borro todos. Otra decisión pequeña: no escribir nada. No porque no quiera hablar, sino porque hoy cada palabra puede ser un cuchillo que se me devuelve.

-Clara -dice Amanda-. Lo que hiciste ahora -pedirme estar- también es una decisión.

No lo había pensado así. A veces confundimos pedir con fallar. Yo pedí y ella vino. Tomo ese dato como si fuera medicina.

-Gracias -le digo-. No me dejes sola.

-No te suelto -promete.

Abro la puerta. El pasillo sube un punto el volumen. El HUSA tiene un pulso que conozco: carritos, timbres, radios con mala cobertura, chistes que se dicen para que nadie se derrumbe. Elijo mirar ese pulso y no el vestidor.

Romina nos espera en la estación con una sonrisa armada y un clip entre los dedos. Su peinado no tiene una sola hebra fuera de lugar; su tono podría vender calmantes.

-Clara -dice, amable de catálogo-, te dejé sala 3 completa. Como eres ordenada, te acomoda. ¿Sí?

-Sí -respondo. Hoy la obediencia me ahorra energía.

-Y recuerda: protocolo estricto -añade. La frase es un perfume con advertencia.

Amanda me mira de costado: ¿estás? Hago un gesto mínimo que significa "voy". Romina deja una bandeja a un centímetro de mi codo, como si marcara territorio. Veo su sombra caer sobre el mesón y me tiembla una memoria. Cierro la mano alrededor de un bolígrafo como si fuera un timón.

-Cualquier cosa, me llamas -dice Amanda-. Voy y vengo contigo.

-Voy a poder -le digo-. Aunque no quiera.

Camino hacia sala 3. Me repito un mantra de servicio: una cama, una voz, una tarea. A la primera paciente, una anciana, le ajusto la almohada; a un joven le explico por qué el ayuno es importante con palabras que no suenen a receta; a mí me recuerdo que el hospital no es mi casa, pero sí mi territorio aprendido. El mundo se reduce a lo inmediato y por eso se vuelve habitable.

Vuelta a la estación. Romina habla en bajo con otra enfermera. Al pasar, el susurro sube lo justo para que yo oiga sin tener que pedir permiso.

-Dijeron que lloró -dice la otra.

La frase se me pega a la espalda como una etiqueta mal puesta. La despego con el único gesto que puedo: seguir. Aprieto el bolígrafo. No me gustan las guerras sucias, pero sé caminar en suelo resbaloso.

-Clara -Amanda aparece como si la hubiera llamado el pensamiento-, agua.

Bebo dos sorbos. La garganta recuerda que sirve para respirar y no solo para tragar piedras. Amanda no ofrece discursos, ofrece presencia. A veces eso es todo lo que se necesita para no caerse.

-¿Quieres que lo reportemos? -me pregunta, y no hace falta que diga el nombre.

Pienso en la burocracia que mastica lento, en los pasillos que amplifican rumores, en la energía que no tengo.

-Hoy no -respondo-. Hoy quiero llegar.

-Perfecto -dice-. Llegar es suficiente.

Regreso a la sala. Una TENS me cuenta un chiste malo, se ríe sola y me contamina la risa un segundo. Un segundo es mucho en un día así. Lo guardo en el bolsillo con la pulsera elástica que Amanda me pasa para atarme el pelo.

El reloj marca una hora que no se decide. La luz del pasillo tiene ese color pálido de las mañanas que dudan. En la ventana del fondo, Santa Aurelia se adivina por una rendija: autobuses que bostezan, panaderías con olor a mantequilla, un cielo todavía indeciso. A veces el mundo sigue sin pedir permiso y eso, paradójicamente, consuela.

Dejo por escrito indicaciones claras, como si escribir fuera clavar piquetas en un terreno que tiembla. En el margen de una hoja, sin querer, escribo mi nombre más lento: Clara Montalbán. La tinta tarda un segundo en secar y pienso que yo también voy a tardar un segundo más en secar.

-Te veo a la tarde -dice Amanda, asomándose de nuevo-. Si en algún momento no puedes, me buscas. No hay medallas por aguantar más de la cuenta.

-Lo sé -digo. Y ahora lo sé de verdad.

Volvemos a la estación. Romina acomoda etiquetas con precisión quirúrgica; cambia dos nombres de casilleros y el mío, por arte de magia, aparece más abajo. Lo dice "para que tengas a mano los materiales". Yo digo "gracias" y dejo que el gesto caiga donde tiene que caer: en ninguna parte.

-A veces una no ve lo que tiene en la cara -comenta, casi confidencial, antes de irse.

No muerdo el anzuelo. Hay anzuelos que vienen con sonrisa. Me quedo con lo que sí puedo: mis manos, mi voz, mi paso. El resto lo dejo pasar como se deja pasar una corriente que podría arrastrarte si te empeñas en pelearla de frente.

El altavoz carraspea: «Cambio de prioridades en sala». Romina mira el reloj que no necesita. Santa Aurelia estira la mañana. Yo, por primera vez desde el baño, siento una hebra de dignidad que no es dureza sino cuidado de mí misma.

Al dar la vuelta con la bandeja, oigo otra vez el susurro que me nombra sin nombrarme: «Dicen que lloró». Me giro, no para enfrentarlas, sino para ubicarme. Estoy aquí. Estoy de pie. Estoy funcionando. Eso, por ahora, es el triunfo.

Cuando vuelvo a la estación, Romina me espera con la misma sonrisa y deja una hoja sellada: Circular de Jefatura - «Desde hoy, control cruzado en Sala 3. Enfermería verificará la ejecución y solicitará co registro de indicaciones. Responsable: Dr. Octavio Larra». Romina no manda: comunica. Pero el brillo en sus ojos me avisa que piensa usar la norma como arma.

            
            

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