la doctora del mafioso
img img la doctora del mafioso img Capítulo 1 La puerta entreabierta
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Capítulo 12 El precio de la negativa img
Capítulo 13 Sin escapatoria img
Capítulo 14 Eco de otra vida img
Capítulo 15 La suite de los susurros img
Capítulo 16 Los designios del capo img
Capítulo 17 La tentación del deber img
Capítulo 18 La llave y la duda img
Capítulo 19 El ala este img
Capítulo 20 La elección imposible img
Capítulo 21 La puerta abierta img
Capítulo 22 La primera lección img
Capítulo 23 Bajo la piel del lobo img
Capítulo 24 La herida y la mano img
Capítulo 25 Huellas en la arena img
Capítulo 26 El eco de las olas img
Capítulo 27 La Sombra de un Recuerdo img
Capítulo 28 El Refugio del Deber img
Capítulo 29 El Precio de la Duda img
Capítulo 30 La Sombra de una Deuda img
Capítulo 31 El Eco de la Traición img
Capítulo 32 Lo Que Viene a Continuación img
Capítulo 33 Bajo la Máscara img
Capítulo 34 El Baile de las Máscaras img
Capítulo 35 Las Cenizas de la Máscara img
Capítulo 36 La Semilla de la Venganza img
Capítulo 37 Jaque en el Muelle img
Capítulo 38 El Precio de la Información img
Capítulo 39 Fuego Frío img
Capítulo 40 Rendición Calculada img
Capítulo 41 El Sabor del Peligro img
Capítulo 42 Demasiado Tarde img
Capítulo 43 La Caja de Pandora img
Capítulo 44 El Precio de la Sumisión img
Capítulo 45 La Llama del Fénix img
Capítulo 46 La Sombra en la Mansión img
Capítulo 47 El Mensaje en la Sombra img
Capítulo 48 La Ruleta Rusa img
Capítulo 49 La Jaula Abierta img
Capítulo 50 Jaque al Rey img
Capítulo 51 La Segunda Lección img
Capítulo 52 El Precio de un Secreto img
Capítulo 53 El Peón de la Sombra img
Capítulo 54 La Subasta del Rey Caído img
Capítulo 55 El Precio de la Libertad img
Capítulo 56 Con Sed de Incendios img
Capítulo 57 Las Cenizas del Alba img
Capítulo 58 Las Reglas del Juego img
Capítulo 59 La Sombra del Colega img
Capítulo 60 Bajo Sus Reglas img
Capítulo 61 El Sabor de la Sumisión img
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la doctora del mafioso

Pax-Darkengel
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Capítulo 1 La puerta entreabierta

El café del pasillo huele a metal tibio. Lo cargo como si sostuviera una excusa. Camino al vestidor del HUSA repitiéndome las dos únicas instrucciones que puedo cumplir: entrar, cambiarme. La puerta está entreabierta. Una risa ahogada; un shhh que no me incluye. Empujo con los nudillos.

La chaqueta dice Darío Echeverría. El mechón cobrizo dice Romina Vives. Él la tiene sentada sobre el mesón, una mano bajo la blusa, la otra sosteniéndole la nuca; la boca hundida en el cuello. Me ven. Darío la suelta de inmediato; Romina baja como puede, el elástico de la pretina volviendo a su sitio. Hay un segundo en que todo el hospital se reduce a ese gesto y al sonido de mi propio pulso.

No digo nada. No sé decir. El cuerpo decide por mí: media vuelta y a correr. El pasillo se estira como goma caliente; una izquierda, otra izquierda, el letrero azul del baño del personal. Pestillo.

El espejo devuelve a una rara: ojos demasiado abiertos, piel pálida, manos que buscan agua y no la encuentran. Abro la llave. El grifo tarda en ponerse tibio. Cuando llega, el calor mínimo me ancla al cuerpo.

Choque. El corazón late en lugares que no existen en los libros. Oigo voces detrás de la puerta, una camilla, una risa que cambia de dirección. El hospital sigue, como si pudiera ignorar a la gente que se rompe adentro de las batas.

Negación. No fue eso. Un mal ángulo. Una broma pesada. Un ensayo de nada. El cerebro fabrica historias con lo que tiene a mano; el cuerpo solo sabe que quiere salir corriendo de sí mismo.

Ira. Las uñas en las palmas hasta dejar marcas. Pienso en mensajes sin responder, excusas de urgencias, cenas pospuestas, promesas flojas. Qué fácil es mentir cuando todo el mundo está cansado. Qué fácil creerse imprescindible para no mirar lo obvio.

Negociación. Si salgo y no hablo, quizá... ¿qué? Nada. No hay trato posible con lo que acabo de ver. Me seco la cara antes de que haya lágrimas; intento ordenar un pensamiento digno y solo encuentro respiraciones.

Tristeza. Me siento en la tapa del WC como quien se sienta al borde de un muelle. El uniforme huele a desinfectante barato y a café frío. Me tiemblan los muslos sin ruido. Me gustaría llamar a mi madre, pero no quiero su voz de santuario; me gustaría llamar a Amanda, pero no sé si sabré explicar.

Aceptación mínima. Hoy no voy a entenderlo. Hoy voy a respirar. Cuatro adentro, cuatro afuera. Un segundo quieta. Otro más. El agua corre y suena como si alguien practicara una lluvia.

El teléfono vibra. Amanda: «¿Llegaste?». Otra vibración: «Estoy afuera del baño». Dos golpecitos suaves.

-Clara -dice, del otro lado-. Estoy aquí. Si no quieres hablar, no hablo. Te espero.

Apoyo la frente en las manos. Respiro contando. El espejo deja de ser un enemigo cuando bajo la mirada. Elijo cosas sencillas: abrir la llave, sentir el agua, cerrar la llave, secarme. Girar el pestillo.

Abro. Amanda me mira con ojos de parar caídas. Yo abro la boca y no sale sonido.

-Dime todo -dice- o no podremos avanzar.

La palabra todo me pesa como un traje de plomo. Me duele en los dientes.

-No aquí -susurro.

-Vamos a la sala de ropa -responde-. Te sostengo.

Salimos. El pasillo huele a lavandina y a nervio. Un TENS empuja un carro sin mirarnos a los ojos; dos internas comentan algo y guardan el final de la frase cuando pasamos. Camino porque caminar es lo único que puedo. Doy gracias por la baranda silenciosa de Amanda.

A mitad de trayecto, la puerta del vestidor se abre un palmo. Romina aparece con el peinado intacto y una sonrisa envuelta, como si nada existiera fuera de esa superficie. La esquivo sin mirarla. Si la miro, me quiebro en voz alta.

En la sala de ropa, Amanda cierra la puerta con suavidad. Se ofrece, sobre todo, como presencia. No me exige palabras; me las presta. Y cuando el temblor baja lo suficiente, la frase sale. No completa; a tirones.

-Lo vi.

Amanda asiente, no pregunta «¿qué?». Dice solo:

-Estoy.

Me dejo llorar en sus brazos. No hago ruido; el cuerpo hace su propio idioma. Cuando por fin me encuentro otra vez en la piel, Amanda me suelta lo justo para que respire sola.

-Te tengo -dice-. Pero vamos a hablar.

Asiento con la cabeza pesada. La primera parte de este día termina cuando me atrevo a nombrarlo. Afuera, el hospital no se enteró de nada. Adentro, yo ya no soy la misma que empujó esa puerta.

Al salir, el buscapersonas de Romina suena y su risa nace en el pasillo como si no hubiera pasado nada. Amanda me mira: «Dime todo ahora». Yo asiento.

            
            

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