El pasillo de UCI es un mundo aparte. El aire huele a limpio forzado, a quietud tensa. Los trajes no entran; se quedan como centinelas a ambos lados de la puerta, sus miradas fijas en mí, no en la habitación. Me pregunto, no por primera vez, quién es este hombre que merece tanta protección silenciosa.
Amanda me toca el codo.
-¿Vamos? Necesitas sentarte.
Asiento, pero mis pies no se mueven. Octavio Larra se acerca, su expresión es tan impenetrable como siempre, pero hay un leve asentimiento, casi un reconocimiento.
-Bien hecho, Montalbán. Tomó el control. No muchos lo habrían hecho frente a Velasco.
-Era lo que el paciente necesitaba -digo, y sueno a mí misma otra vez, a la doctora Clara Montalbán, no a la novia traicionada que lloraba en el baño hace solo horas.
-Aun así -insiste Larra-. Se nota. Ahora déjelo en manos de UCI. Vuelva a su turno.
Vuelva a su turno. A Romina. A los rumores. Al vacío que dejó Darío. La idea es como un peso frío en el estómago. Pero asiento de nuevo. La profesionalidad es también una coraza.
Camino por el pasillo, sintiendo la mirada de los trajes en mi espalda. No me siguen, pero su vigilancia es una presencia tangible. Amanda camina a mi lado, su hombro rozando el mío en solidaridad silenciosa.
-¿Quién crees que es? -pregunta en voz baja, apenas un susurro.
-No lo sé -respondo-. Y probablemente sea mejor no saberlo.
Llegamos al ascensor. Mientras descendemos, cierro los ojos un instante. La imagen del hombre se imprime en mis párpados: la mandíbula fuerte, la piel cetrina pero con una fortaleza subyacente, la curiosa cadena con un anillo que ahora está guardada en una bolsa de pertenencias. Y sobre todo, sus ojos. Esos ojos que se abrieron dos veces para encontrarse con los míos con una intensidad que traspasó la niebla del dolor y la sedación.
No era conciencia plena. Era reconocimiento. Una conexión primal, animal, de una vida aferrándose a otra que le ofrece un hilo al que agarrarse.
El ascensor se detiene. Las puertas se abren al bullicio familiar del piso principal. El contraste es brutal: de la quietud vigilada de UCI al caos organizado de pasillos llenos de gente, carritos, voces y el zumbido de fondo de un hospital funcionando.
Romina está en la estación de enfermería. Me ve llegar y una sonrisa demasiado dulce se dibuja en sus labios.
-Ahí estás. Todo bien con el paciente VIP? -pregunta, cargando las dos últimas palabras con un deje de sarcasmo.
-Estable -respondo, con una neutralidad que me cuesta trabajo-. En UCI.
-Qué bien -dice, tomando un clipboard-. Bueno, por aquí hay trabajo real que hacer. Las indicaciones de la Sala 4 necesitan tu co-firma. Protocolo, ya sabes.
La miro fijamente. El hostigamiento ya ha vuelto, como un goteo constante. Pero por primera vez hoy, no me afecta igual. Acabo de enfrentarme a un hombre al borde de la muerte y a un cirujano con complejo de dios. Los juegos de poder de Romina me parecen, de repente, patéticamente pequeños.
-Claro -digo, tomando el clipboard-. Revisemos.
Firmo donde hay que firmar, con una calma que la desconcierta. Esperaba una reacción, una grieta por donde colarse. No la encuentra.
Amanda me sonríe, orgullosa. Yo me concentro en el papel, en la tinta, en la tarea. Es otro mantra. Un paciente a la vez. Un papel a la vez.
Las horas pasan. Atiendo a mis pacientes, reviso vendajes, respondo preguntas. Pero mi mente vuelve, una y otra vez, a la UCI. A ese hombre. A su mirada.
En un momento de calma, me escabullo hacia la sala de descanso para beber algo. No café. Agua. Estoy junto a la ventana, mirando cómo el día comienza a declinar sobre Santa Aurelia, cuando suena mi buscapersonas. Es un mensaje de UCI.
Paciente Miramar (Sin ID). Despierto y alerta. Pregunta por "la médica de ojos firmes". Dr. Montes.
El corazón me da un vuelco contra mis costillas. "Ojos firmes". La descripción me atraviesa. Él me recuerda. En medio de la niebla del dolor, la sedación, el trauma... él recuerda mis ojos.
Dejo el vaso de agua. Sin pensarlo, mis pies me llevan hacia el ascensor. No es protocolo. No es mi turno. Pero no puedo evitarlo. Necesito verlo. Necesito saber que esa mirada no fue una ilusión mía.
El traje más ancho está fuera de UCI. Me ve llegar y no me detiene. Asiente levemente, como si lo estuvieran esperando.
Abro la puerta suavemente. La luz es tenue. Los monitores laten con un ritmo constante, reconfortante. Y allí, en la cama, está él.
Está despierto. Más pálido que antes, con tubos y cables aún conectados a su cuerpo, pero sus ojos... sus ojos están completamente abiertos. Despejados. Y me encuentran inmediatamente.
No son ojos de paciente agradecido. Son ojos que observan, que analizan, que absorben. Tienen una profundidad oscura, un peso que parece ir más allá de esta habitación, de este hospital. Me mira como si estuviera memorizando cada uno de mis rasgos, como si estuviera viendo a través de mi bata y mi profesionalidad hasta la mujer temblorosa que hay debajo.
La enfermera de turno me sonríe.
-Doctora Montalbán. Justo preguntaba por usted.
Asiento, sin poder apartar la mirada de él. Camino hasta la cama. Mi pulso se acelera.
-Me alegra verlo despierto -digo, y mi voz suena extrañamente serena-. ¿Cómo se siente?
Él no responde a la pregunta. Su mirada recorre mi cara, se detiene en mis labios, vuelve a mis ojos. Su voz es ronca, débil por el tubo de respiración que le acaban de retirar, pero tiene una cualidad grave, un eco de autoridad que la debilidad no puede ocultar.
-Usted -susurra-. Era usted.
-Sí -confirmo-. Soy la doctora Clara Montalbán. Estuvo en muy mal estado, pero está estabilizado.
Él sigue mirándome, como si mis palabras fueran solo ruido de fondo para lo que realmente está procesando: mi imagen. Hay una intensidad en su mirada que roza lo obsesivo. Es desconcertante. Y, para mi sorpresa, no del todo desagradable.
-Clara -repite mi nombre, saboreándolo. Es solo mi nombre, pero en su boca suena a posesión, a promesa.
-Descanse ahora -digo, sintiendo la necesidad de romper ese hechizo-. Está en buenas manos.
Intento dar media vuelta, pero su voz me detiene. Es un poco más fuerte ahora.
-No se vaya.
Me vuelvo a mirarlo. Su expresión es seria, casi una orden. La enfermera nos mira con curiosidad.
-Tengo más pacientes que atender -digo, suavemente.
Él asiente, pero su mirada no cede. Me está diciendo que esto no ha terminado. Que esto, lo que sea que esté pasando entre nosotros en este cuarto, es solo el principio.
-Volveré a revisarlo más tarde -prometo, y es una promesa profesional, pero suena a algo más bajo la fuerza de su mirada.
Salgo de la UCI con las piernas un poco débiles. Los trajes me observan, y esta vez creo detectar algo nuevo en sus expresiones: no solo vigilancia, sino... ¿respeto? ¿Reconocimiento?
Camino de vuelta por el pasillo, y el mundo parece haber cambiado de color. Los rumores de Romina, la traición de Darío, la humillación de esta mañana... todo palidece ante la memoria de esos ojos oscuros fijos en los míos, cargados de una intensidad que promete, y tal vez amenaza, cambiar todo.
Llego a la estación de enfermería. Romina está allí, hablando en voz baja con otra enfermera. Se callan cuando me ven. Me mira con una curiosidad maliciosa.
-¿Todo bien en UCI, doctora? -pregunta-. Parece alterada.
La miro. Y por primera vez hoy, soy yo quien sonríe, con una calma que la desconcierta.
-Todo está perfectamente en control -digo, y mi voz no tiembla-. Ahora, ¿esas firmas?
Miro el clipboard que me ofrece, pero en mi mente solo hay una imagen: un hombre en una cama de UCI, despierto, alerta, y completamente obsesionado conmigo.