la doctora del mafioso
img img la doctora del mafioso img Capítulo 4 Interconsulta urgente
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Capítulo 12 El precio de la negativa img
Capítulo 13 Sin escapatoria img
Capítulo 14 Eco de otra vida img
Capítulo 15 La suite de los susurros img
Capítulo 16 Los designios del capo img
Capítulo 17 La tentación del deber img
Capítulo 18 La llave y la duda img
Capítulo 19 El ala este img
Capítulo 20 La elección imposible img
Capítulo 21 La puerta abierta img
Capítulo 22 La primera lección img
Capítulo 23 Bajo la piel del lobo img
Capítulo 24 La herida y la mano img
Capítulo 25 Huellas en la arena img
Capítulo 26 El eco de las olas img
Capítulo 27 La Sombra de un Recuerdo img
Capítulo 28 El Refugio del Deber img
Capítulo 29 El Precio de la Duda img
Capítulo 30 La Sombra de una Deuda img
Capítulo 31 El Eco de la Traición img
Capítulo 32 Lo Que Viene a Continuación img
Capítulo 33 Bajo la Máscara img
Capítulo 34 El Baile de las Máscaras img
Capítulo 35 Las Cenizas de la Máscara img
Capítulo 36 La Semilla de la Venganza img
Capítulo 37 Jaque en el Muelle img
Capítulo 38 El Precio de la Información img
Capítulo 39 Fuego Frío img
Capítulo 40 Rendición Calculada img
Capítulo 41 El Sabor del Peligro img
Capítulo 42 Demasiado Tarde img
Capítulo 43 La Caja de Pandora img
Capítulo 44 El Precio de la Sumisión img
Capítulo 45 La Llama del Fénix img
Capítulo 46 La Sombra en la Mansión img
Capítulo 47 El Mensaje en la Sombra img
Capítulo 48 La Ruleta Rusa img
Capítulo 49 La Jaula Abierta img
Capítulo 50 Jaque al Rey img
Capítulo 51 La Segunda Lección img
Capítulo 52 El Precio de un Secreto img
Capítulo 53 El Peón de la Sombra img
Capítulo 54 La Subasta del Rey Caído img
Capítulo 55 El Precio de la Libertad img
Capítulo 56 Con Sed de Incendios img
Capítulo 57 Las Cenizas del Alba img
Capítulo 58 Las Reglas del Juego img
Capítulo 59 La Sombra del Colega img
Capítulo 60 Bajo Sus Reglas img
Capítulo 61 El Sabor de la Sumisión img
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Capítulo 4 Interconsulta urgente

La puerta de reanimación oscila un palmo, como un párpado indeciso. Del otro lado se oyen voces cortas, educadas, con un peso que no es del turno. Dos trajes en el borde del campo. Uno pronuncia mi nombre con cortesía ensayada:

-Doctora Montalbán.

-Estoy -respondo, y también se lo digo a Amanda, que se coloca a mi costado con la precisión de quien ya sabe su sitio.

El SAMU entra con la camilla. A la calle se la reconoce por el olor: asfalto húmedo, metal tibio, una sombra de pólvora vieja. Sobre la camilla, un hombre grande, camisa abierta a tijera, vendas oscurecidas. La respiración busca un ritmo y no lo encuentra.

-Ingreso por herida de bala -dice el paramédico-. Tórax y bajo vientre. En ruta hubo... -mira a los trajes- ...compañía.

Octavio Larra aparece sin levantar la voz.

-Montalbán -dice-. Lidera.

Asiento. La palabra me encaja como una pieza que venía suelta desde la mañana.

Romina asoma desde el borde con dos guantes que no son mi talla.

-Protocolo estrictísimo, Clara. ¿Quieres que firme yo algunas indicaciones?

-Mi talla -le digo a Amanda. Ella ya los trae.

-Señores -digo a los trajes-, fuera del campo.

-Nos quedamos aquí -corrige el más ancho, pisando el borde invisible.

Larra gira apenas el cuello.

-Fuera del campo -repite. Obedecen medio paso: lo justo para fingir.

Yo elijo la sencillez.

-Luz. -La lámpara baja.

-Gasa. -Amanda la deja en mi mano.

-Cortar. -La camisa cede con un sonido triste. No pienso en la prenda; pienso en espacio.

El hombre tiembla y luego no. Su mandíbula tiene una curva de otra vida. Me pregunto quién es lejos de esta mesa y vuelvo al aquí.

-Estamos -le digo, bajo-. No te sueltes.

Un celador intenta entrar con un carro. El traje alto lo frena con amabilidad dura. Amanda da un paso, baranda entre mundos.

-¿Nombre? -pregunta Larra.

-Sin identificación -responde el paramédico-. Avenida Miramar. Nos siguieron tres cuadras. Luego nada.

Para mí, nada significa tiempo; para ellos, control.

-Clara -dice Amanda, devolviéndome el foco.

Pienso en el baño, en el vestidor, en Romina. El dolor se acerca como un perro curioso; lo aparto con la mano abierta de la rutina.

-Vamos a box -digo. Quiero bordes.

-Box 2 -responde Larra-. Cirugía en aviso.

Romina levanta el teléfono: -Yo llamo. Protocolo.

-Y Amanda conmigo -añado.

-Con usted -confirma Larra.

Movemos la camilla. Los pasillos miran sin mirar: ojos al suelo, conversaciones cortadas, silencios que pesan más que cualquier ruido. Un traje camina a la par, el otro se adelanta dos pasos y vuelve, como si midiera el mapa del hospital para un dueño que no soy yo.

En el trayecto, Romina logra su pequeña victoria: se acerca lo justo para susurrar.

-Se comenta que anoche... -deja la frase servida.

-No sala -respondo, sin mirarla.

Box 2 espera con luz blanca que no perdona. Cierro la cortina. Quiero ver qué entra y qué sale.

El paramédico me murmura, último detalle antes de irse:

-Traía un anillo en una cadena. Lo guardé en la bolsa.

-Gracias.

La bolsa transparente queda en la mesa lateral. No la abro. No le invento historia. La nombro para mí: presencia.

Amanda ocupa su sitio sin invadir el mío; esa precisión también es amor. Larra reparte tareas con puntería de quien ya vio demasiadas escenas. Romina se cuelga de la circular de control cruzado como de una baranda; anota todo. Decido que esa batalla no se da aquí. Aquí se pelea una sola cosa: que se quede.

Por una ventana alta entra un rectángulo de cielo. Santa Aurelia existe aunque parezca inventada. Este cuarto es una isla, pienso.

-Clara -dice Larra-. Evalúa y me dices. Quirófano está avisado.

Asiento. No soy heroína; soy alguien que elige en el orden correcto.

El hombre abre los ojos una fracción. No hay foco, hay intención. Me encuentra y vuelve a apagarse, como si el cuerpo dijera solo el presente antes de guardarse para después. Algo me ancla.

Un traje asoma medio cuerpo por la cortina.

-Doctora, asegúrese de que no se... -deja la palabra separe en el aire.

-Fuera -dice Larra, sin subir la voz. La cortina recupera su línea.

-Agua -pido. Amanda me da un sorbo. El pulso vuelve a su carril. Puedo.

Desde afuera, Romina tose una pregunta con tono de coartada:

-¿Aviso a banco...? Quise decir: ¿a admisión?

-Octavio coordina -respondo-. Tú, en tu línea.

No es pelea; es límite. Amanda respira como si me pasara una cuerda por la cintura.

El hombre vuelve a abrir medio los ojos. Esta vez hay elección. Los clava en mí. No hay palabra. La palabra vendrá después. La mirada ya se quedó.

Escucho mi propio pensamiento con una claridad que casi duele: aquí soy función. Y esa palabra me devuelve identidad. No me separo. No porque lo pidan ellos: porque elijo estar donde sirvo.

Las puertas del box se cierran con ese sonido hermético que siempre me recordó a frascos sellados al vacío. De este lado, Amanda; del otro, la ciudad que ignora. Larra asiente. Romina prepara un campo con prolijidad útil. El traje ancho se acerca lo justo para que lo oiga sin que el pasillo lo oiga a él:

-Se agradece que no se separe, doctora.

No contesto. Me tatúo el mantra provisorio: no me separo.

El hombre tiembla y después cede a una quietud que no es paz, es tránsito. Yo también cedo a una quietud aparente que adentro es decisión. Falta un paso y lo sé. Pero no lo doy aún. Antes miro una vez más lo esencial: su cara, la manera en que la vida se le aferra a la piel.

-Clara -dice Amanda, muy bajo-. Ahora.

Asiento. Cierro la cortina un centímetro más, como si ese gesto pudiera inventar un segundo de privacidad en un mundo que no lo da. Mi respiración encuentra el carril que buscaba desde el baño del personal.

El reloj del box salta un minuto y la primera decisión ya no puede esperar. Afuera, un teléfono vibra en manos de un traje; adentro, el hombre vuelve a buscar mis ojos como si ahí hubiese una promesa que todavía no sé nombrar.

            
            

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