la doctora del mafioso
img img la doctora del mafioso img Capítulo 8 El rumor
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Capítulo 12 El precio de la negativa img
Capítulo 13 Sin escapatoria img
Capítulo 14 Eco de otra vida img
Capítulo 15 La suite de los susurros img
Capítulo 16 Los designios del capo img
Capítulo 17 La tentación del deber img
Capítulo 18 La llave y la duda img
Capítulo 19 El ala este img
Capítulo 20 La elección imposible img
Capítulo 21 La puerta abierta img
Capítulo 22 La primera lección img
Capítulo 23 Bajo la piel del lobo img
Capítulo 24 La herida y la mano img
Capítulo 25 Huellas en la arena img
Capítulo 26 El eco de las olas img
Capítulo 27 La Sombra de un Recuerdo img
Capítulo 28 El Refugio del Deber img
Capítulo 29 El Precio de la Duda img
Capítulo 30 La Sombra de una Deuda img
Capítulo 31 El Eco de la Traición img
Capítulo 32 Lo Que Viene a Continuación img
Capítulo 33 Bajo la Máscara img
Capítulo 34 El Baile de las Máscaras img
Capítulo 35 Las Cenizas de la Máscara img
Capítulo 36 La Semilla de la Venganza img
Capítulo 37 Jaque en el Muelle img
Capítulo 38 El Precio de la Información img
Capítulo 39 Fuego Frío img
Capítulo 40 Rendición Calculada img
Capítulo 41 El Sabor del Peligro img
Capítulo 42 Demasiado Tarde img
Capítulo 43 La Caja de Pandora img
Capítulo 44 El Precio de la Sumisión img
Capítulo 45 La Llama del Fénix img
Capítulo 46 La Sombra en la Mansión img
Capítulo 47 El Mensaje en la Sombra img
Capítulo 48 La Ruleta Rusa img
Capítulo 49 La Jaula Abierta img
Capítulo 50 Jaque al Rey img
Capítulo 51 La Segunda Lección img
Capítulo 52 El Precio de un Secreto img
Capítulo 53 El Peón de la Sombra img
Capítulo 54 La Subasta del Rey Caído img
Capítulo 55 El Precio de la Libertad img
Capítulo 56 Con Sed de Incendios img
Capítulo 57 Las Cenizas del Alba img
Capítulo 58 Las Reglas del Juego img
Capítulo 59 La Sombra del Colega img
Capítulo 60 Bajo Sus Reglas img
Capítulo 61 El Sabor de la Sumisión img
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Capítulo 8 El rumor

La firmeza que proyecté frente a Romina fue un espejismo. Un castillo de naipes construido sobre la arena movediza de la mirada de ese hombre. Esa mirada que me taladraba aún desde la distancia, desde el piso de arriba, desde la UCI. "Usted. Era usted." Su voz ronca, un eco que se enredaba en mis pensamientos, interponiéndose entre yo y las indicaciones médicas que debía revisar.

Amanda se acercó, deslizando una taza de té caliente frente a mí sobre el mesón de la estación.

-Toma. Parece que lo necesitas más que yo.

Su tono era ligero, pero sus ojos, serios, escudriñaban mi rostro. -¿Qué pasó allá arriba?

-Está despierto -dije, tomando la taza. El calor me quemó los dedos, anclándome un poco a la realidad-. Y... preguntó por mí.

-¿Por ti? ¿Por nombre?

-Por "la médica de ojos firmes".

Amanda silbó suavemente.

-Vaya. Eso es... intenso.

-Sí -susurré-. Lo fue.

El buscapersonas vibró de nuevo en mi bolsillo. Un mensaje de farmacia, una rectificación de dosis. La normalidad intentando reclamar su espacio. Pero la normalidad se había quebrado esa mañana y ahora se resquebrajaba aún más. Intenté concentrarme en la pantalla, pero mi mente volvía una y otra vez a la oscuridad de sus ojos, a la autoridad latente en su voz debilitada.

Fue entonces cuando lo oí. Un susurro que no pretendía ser discreto, procedente de detrás del carro de medicamentos. La voz de Romina, dulce como un jarabe venenoso.

-...sí, totalmente despierto. Y preguntando específicamente por ella. Qué casualidad, ¿no? Justo el día que llega hecha polvo por lo de Darío... y de repente tiene un admirador tan... poderoso.

La otra enfermera, una chica nueva cuyo nombre no recordaba, murmuró algo inaudible.

-¿Inocente? -Romina rió entre dientes-. ¿Tú viste a los hombres que traía? Ese no es un paciente cualquiera. Y ella estuvo ahí dentro un buen rato. Solos. Bueno, casi solos. -Hizo una pausa calculada-. Solo digo que es una forma muy... conveniente... de levantar el ánimo. Y la carrera. A lo mejor hasta le consigue una mejor plaza.

La sangre me golpeó con fuerza en las sienes. El veneno de sus palabras era tan predecible como efectivo. Estaba transformando algo intenso y profesional -algo que yo ni siquiera entendía- en algo sucio, una transacción barata. Mi agarre en la taza de té se apretó hasta que los nudillos me dolieron.

Amanda puso una mano sobre mi brazo, una presión tranquilizadora.

-No -murmuró-. No le des el gusto. Es lo que quiere.

-¿Cómo puede ser así de...? -Corté la frase. No había palabras.

-Porque es una persona miserable, Clara. Y las personas miserables necesitan creer que todos son como ellas. -Amanda me giró suavemente para alejarme del foco del rumor-. Tú sabes lo que pasó. Tú sabes lo que hiciste por ese hombre. Eso es lo único que importa.

Pero no era lo único que importaba. En un hospital, los rumores eran como un virus; se propagaban rápido y podían infectar todo a su paso: tu reputación, tu credibilidad, tu paz mental.

El resto de la tarde transcurrió en un estado de tensión surrealista. Atendía a mis pacientes con una concentración forzada, cada sonrisa, cada explicación, un esfuerzo hercúleo. Cada vez que pasaba por delante de la oficia de jefatura, esperaba ser llamada. Cada vez que un colega me miraba un segundo de más, me preguntaba si ya habían oído la versión de Romina.

Cuando finalmente sonó el timbre que marcaba el final del turno, fue como si me quitaran un peso de los hombros. Un peso que inmediatamente fue reemplazado por otro: la idea de enfrentarme al silencio de mi apartamento, a los fantasmas de la mañana y a la nueva, perturbadora presencia del hombre de la UCI.

Me cambié en el vestuario con la cabeza baja, evitando cualquier contacto visual. Romina ya se había ido, presumiblemente a esparcir sus semillas de cizaña en otro terreno fértil. Amanda me esperaba fuera.

-¿Vas a estar bien? -preguntó, su preocupación palpable.

-Sí. Solo necesito... desconectar.

-Llámame si necesitas lo que sea. A cualquier hora.

-Lo sé. Gracias, Amanda.

Nos abrazamos brevemente, y su fuerza me dio un último punto de apoyo antes de sumergirme en la noche.

La caminata hasta el aparcamiento fue fría. La brisa nocturna de Santa Aurelia soplaba entre los edificios, llevándose el olor a desinfectante para sustituirlo por el de la ciudad: coches, comida rápida, vida normal. Una vida que me parecía increíblemente lejana.

Alcancé mi coche, un compacto viejo y fiable, y me acomodé en el asiento del conductor. La quietud fue abrupta. Demasiado silencio. Encendí la radio, pero la apagué de inmediato; cualquier sonido era una intrusión.

Conduje lentamente, sin prisa por llegar a casa. Pasé por delante de los restaurantes iluminados, de las parejas paseando, de las familias volviendo a casa. Me sentía como una espectadora, una fantasma observando un mundo del que ya no formaba parte.

Estacioné frente a mi edificio y subí las escaleras con pasos cansados. La puerta de mi apartamento se abrió con su familiar chirrido. Dentro, todo estaba exactamente como lo había dejado esa mañana: el tazón del desayuno aún en el fregadero, el cojín del sofá ligeramente hundido donde me había sentado a atarme las botas, el silencio expectante de un lugar que espera noticias.

Dejé las llaves en el bowl de la entrada y me apoyé contra la puerta, cerrando los ojos. La imagen del hombre apareció de inmediato, nítida e implacable. Sus ojos. Su voz. "No se vaya."

Un estremecimiento me recorrió la espalda. No era de miedo. No exactamente. Era algo más complejo, una mezcla de adrenalina, intriga y una perturbadora fascinación.

Me empujé de la puerta y me dirigí a la cocina para buscar agua. Mi teléfono vibró en el bolsillo de la chaqueta. Un mensaje. El corazón me dio un vuelco absurdo, una reacción instintiva y estúpida. ¿De quién esperaba que fuera? ¿De él? ¿Cómo? No tenía mi número. No sabía mi nombre. Clara, se lo había dicho. Lo había repetido.

Saqué el teléfono. La pantalla brillaba en la penumbra de la cocina.

Era un mensaje de un número desconocido.

¿Eres tú la doctora de ojos firmes?

El aire se me escapó de los pulmones. La botella de agua se me resbaló de la mano y cayó al suelo de linóleo con un golpe sordo, rodando hacia la nevera sin abrirse.

No. No era posible.

Mis dedos temblaron sobre la pantalla. ¿Era él? ¿Cómo? ¿Quién más podía ser? ¿Romina? ¿Una broma cruel?

El teléfono vibró de nuevo. Otro mensaje. Del mismo número.

Soy yo. El de la UCI. Quiero verte.

Miré a mi alrededor, a mi cocina silenciosa y familiar, de repente extraña y vulnerable. Él no solo había recordado mis ojos. Había conseguido mi número. Me había encontrado.

La puerta de mi apartamento, la misma contra la que me había apoyado segundos antes, pareció transformarse de repente en una membrana frágil, demasiado fina para protegerme de lo que ahora sabía que venía.

El mundo se había reducido al brillo de la pantalla de mi teléfono y al latido acelerado de mi corazón, anunciando que la obsesión había traspasado los muros del hospital y había llegado para quedarse.

            
            

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