El teléfono sonó. El asistente de Marco. "Señorita Arteaga, el señor Vázquez desea saber si estará libre para cenar esta noche."
Una punzada de algo que se parecía a la esperanza me atravesó. ¿Quizás lo de Berenice no era real? ¿Quizás él se había dado cuenta de algo en el hospital? Mi corazón latió con fuerza.
"Estaré allí," dije, mi voz apenas un susurro.
El asistente me dio la dirección. Un restaurante italiano elegante, en el corazón de la Ciudad de México. El lugar donde Marco y yo habíamos tenido nuestra primera "cita". El lugar donde me había pedido que fuera su esposa, como quien cierra un trato. Sentí un escalofrío.
Cuando entré, Marco ya estaba allí, sentado en nuestra mesa de siempre. Se veía impecable, como siempre. Su traje oscuro, su cabello perfectamente peinado. Nuestros ojos se encontraron. Por un segundo, vi algo en su mirada. ¿Arrepentimiento? ¿Preocupación? ¿O estaba solo proyectando mis propios deseos?
Se levantó, se acercó y me tomó la mano, besando mis nudillos. Un gesto que solía derretirme, que ahora se sentía como una elaborada coreografía.
"Magalí, te ves hermosa," dijo, sus ojos recorriendo mi vestido. Mis mejillas se sonrojaron. Mi cuerpo, traicionero, respondía a su cercanía.
Nos sentamos. El camarero se acercó, pero Marco lo despidió con un gesto. "Necesito hablar contigo," dijo, su voz baja y seria.
Mi corazón se aceleró. ¿Sería ahora? ¿Me preguntaría sobre el hospital? ¿Me diría que lo de Berenice era una mentira?
"Sobre lo de Berenice..."
Antes de que pudiera terminar, el teléfono de Marco sonó. Era su asistente, su voz urgente. "Ingeniero Vázquez, la señorita Puertas... ha tenido una crisis. La están llevando de urgencia al hospital."
El color se drenó del rostro de Marco. Se levantó de golpe, la silla raspando el suelo. Toda la atención que me había dedicado se evaporó en un instante. Sus ojos estaban llenos de pánico.
"Tengo que irme, Magalí," dijo, su voz tensa. "Es Berenice. El bebé..."
Mi corazón se hundió. El bebé. La mentira del bebé.
"Mi asistente te llevará a casa," añadió, ya caminando hacia la salida. "No te preocupes por la cuenta."
No me dio tiempo a reaccionar. Desapareció por la puerta. De nuevo. Me había abandonado.
Sentí un mareo, el mismo que me había golpeado en el hospital. Agarré la mesa con fuerza.
"¿Señorita Arteaga? ¿Se encuentra bien?" El asistente de Marco, un joven nervioso, se acercó. "El ingeniero me pidió que la llevara a casa."
"No," dije, mi voz tambaleante. "Lléveme al hospital." Mi plan de huida, mi nueva vida, mi hijo. Todo dependía de mi salud.
En el coche, la cabeza me daba vueltas. El asistente intentaba hablar, pero sus palabras eran un murmullo distante. Me desmayé. De nuevo.
Cuando desperté, la luz blanca y estéril de una habitación de hospital me cegó. Una enfermera estaba comprobando mi pulso.
"Señorita Arteaga, ¿cómo se siente?"
"¿El bebé?" pregunté, mi voz ronca.
La enfermera sonrió. "El bebé está bien. Pero tiene que cuidarse. Ya tiene diez semanas. El estrés es el peor enemigo del embarazo."
¡Diez semanas! La fecha, la noche... mi corazón se encogió.
"Su compañero... el señor Vázquez... ¿no está con usted?" preguntó la enfermera, con una pizca de curiosidad.
"No," respondí, mi voz apenas un susurro. "No lo está."
En ese momento, el teléfono de la enfermera sonó. Habló en voz baja, luego su expresión cambió. "Lo siento, señorita Arteaga. Tengo que atender una emergencia." Se fue apresurada.
Escuché fragmentos de una conversación de las enfermeras en el pasillo.
"¡Qué hombre tan dedicado! El Ingeniero Vázquez, ¿lo viste con la señorita Puertas? Tan protector. Y ella tan frágil, pobrecita."
"Sí, y tan hermosa. Dicen que está embarazada, ¿verdad? Por eso estaba tan alterado."
"Claro, el primer hijo del heredero Vázquez. Un imperio tan grande... ¡Qué suerte tienen algunos!"
Las palabras eran puñales, uno tras otro. Marco, el protector de Berenice. Marco, el padre del bebé de Berenice. Marco, el hombre que me había dejado sola en la mesa del restaurante, luego en la sala de urgencias, para correr al lado de su "frágil" Berenice.
Mi vista se volvió borrosa por las lágrimas. No eran lágrimas de dolor por él. Eran lágrimas de rabia, de humillación. Había sido tan ingenua. Tan estúpida.
Mi teléfono vibró. Un mensaje de mi abogada. "¡Magalí! Los papeles de divorcio han sido tramitados. Te los envío por correo electrónico en cuanto los reciba del juzgado."
Libertad. Finalmente.
Pero esta vez, la libertad venía con una vida dentro de mí. Una vida que Marco no conocía, y que yo no le revelaría. No ahora. No así.
Me vestí rápidamente, ignorando el mareo. Salí de la habitación, mis pasos firmes.
En el mostrador, pregunté por mi alta. La enfermera me miró con preocupación. "Pero, señorita Arteaga, ¿no quiere esperar a su esposo?"
"No tengo esposo," dije. "Mi esposo me dejó aquí. Y no, no necesito esperarlo."
Mientras salía del hospital, la pantalla de mi teléfono se iluminó con el correo electrónico de mi abogada. Los papeles de divorcio. Firmados. Tramitados. Finalizados.
Una sonrisa amarga apareció en mis labios. Marco había firmado mi libertad sin saberlo. Y yo, ahora, tenía la suya.
"¿Cuándo se los enviamos, Magalí?" me preguntó mi abogada por mensaje.
"Retrásalo. Retrásalo todo lo que puedas," le escribí, mis dedos temblorosos. "Quiero que los reciba cuando yo ya esté muy lejos."
Mis pies me llevaron a un buzón de correo. Saqué el sobre que contenía mi carta de renuncia a la Constructora Vázquez, y la dejé caer. Era el último lazo. El último vestigio de mi vida con Marco.
"Adiós, Marco," susurré al vacío. "Adiós a todo."