"Magalí, ¿ya estás en camino? Estoy en el aeropuerto. Busque a un hombre con una bufanda azul, como la bandera de Euskadi." Se rió. "No te preocupes por el equipaje pesado. Nos encargaremos de todo."
Mi corazón se sentía ligero, como no lo había estado en años. Por primera vez, alguien me estaba ofreciendo apoyo sin esperar nada a cambio.
Llegué al aeropuerto. Las terminales bullían con el ajetreo habitual de despedidas y reencuentros. Caminé, mi pequeña maleta de mano rodando detrás de mí.
Entonces lo vi. Un hombre alto, con una sonrisa amable y una bufanda azul brillante. Oier. Irradiaba una energía tranquila y protectora. Se acercó a mí, sus ojos azules brillando con curiosidad.
"Magalí, ¡es un placer conocerte al fin!" Dijo, extendiendo una mano firme. "Oier Uría. Bienvenida."
"El placer es mío, Oier," respondí, sintiendo una punzada de esperanza.
"Vamos, tu vuelo está a punto de salir," dijo, tomando mi maleta de mano. "Te he conseguido un pase prioritario para el embarque. El decano está muy emocionado con tu llegada. Ha oído maravillas de tu trabajo."
Me sentí un poco abrumada. ¿Maravillas? Nunca nadie me había tratado con tanta deferencia, tanto respeto por mi talento. No Marco.
Mientras caminábamos hacia la puerta de embarque, Oier se detuvo un momento para buscar algo en su mochila, bloqueando mi vista momentáneamente. En ese instante, una figura familiar pasó a unos metros de nosotros. Una mujer rubia, alta, con un pañuelo de seda cubriéndole la boca. Marco.
Él estaba hablando por teléfono, su ceño fruncido, su mirada perdida. Berenice, a su lado, lo abrazaba del brazo, su cabeza apoyada en su hombro. Él ni siquiera la miró.
"¿Pasa algo, Magalí?" Oier preguntó, notando mi pausa.
"No, nada. Solo... el jet lag, supongo," respondí, forzando una sonrisa.
Marco y Berenice pasaron de largo, ajenos a mi presencia. Él no me vio. Una vez más. Sentí un vacío, un dolor familiar, pero esta vez, mucho más lejano. Ya no me afectaba de la misma manera. Esta vez, era una confirmación.
Oier me sonrió. "Vamos, el decano ha preparado un pequeño recorrido por el laboratorio. Tenemos el equipo más avanzado, Magalí. Y un equipo de campo esperándote en los Pirineos, listo para comenzar."
Subimos al avión. Me senté junto a la ventana, observando cómo la pista de aterrizaje se alejaba. Oier me entregó una postal de los Pirineos, con una imagen majestuosa de las montañas.
"Para que le escribas a casa," dijo, con una sonrisa.
Miré la postal. ¿Escribir a casa? ¿A quién? ¿A Marco, que creía que Berenice estaba embarazada y me había abandonado una y otra vez? ¿A la mansión que nunca fue mi hogar? No tenía a nadie.
Con una resolución repentina, arrugué la postal y la dejé caer en el bolsillo del asiento delantero.
"¿No tienes a nadie a quien escribir?" preguntó Oier, su voz suave, notando mi gesto.
"No," respondí, mi mirada fija en las nubes. "No tengo a nadie." Mi voz era firme.
Oier me miró, sus ojos llenos de comprensión. No de lástima, sino de pura comprensión.
El avión despegó, el rugido de los motores ahogando mis pensamientos. La Ciudad de México se encogía bajo mis pies, convirtiéndose en un mosaico de luces y sombras. Los recuerdos, los dolores, las humillaciones, todo se hacía más pequeño. Se desvanecía.
Sentí una profunda sensación de alivio. No era una huida. Era una liberación. Estaba reclamando mi vida, mi pasión, mi identidad. Y, lo más importante, estaba protegiendo al pequeño ser que crecía dentro de mí. Mi hijo. Nuestro hijo.
"Te prometo," susurré, mi mano sobre mi vientre, "que te daré un mundo donde serás amado, valorado y nunca, nunca, te sentirás invisible."
Las primeras luces del amanecer tiñeron el cielo de rosa y dorado. Una nueva vida. Un nuevo amanecer. Mi nuevo capítulo.