Capítulo 6 No.6

El Barrio Chino era una explosión sensorial. Caballitos de mar secos en frascos, patos colgando, el olor a jengibre y azufre.

Alba navegaba por las aceras abarrotadas con facilidad. Necesitaba ingredientes. Su cuerpo estaba débil, y las vitaminas estándar no eran suficientes. Necesitaba un tónico para impulsar su qi y acelerar la recuperación muscular.

Se metió en la "Botica de Hierbas del Sr. Zenón", una tienda estrecha apilada de piso a techo con cajones de madera.

Afuera, el Maybach negro estaba al ralentí en la acera. Eliseo estaba sentado en la parte de atrás, presionando sus dedos contra su sien. El dolor de cabeza había vuelto, una agonía blanca y cegadora que hacía que su visión se nublara.

-Señor -dijo Sepúlveda desde el asiento delantero-. Necesitamos conseguirle su medicación. La farmacia está a manzanas de distancia.

-Para aquí -gruñó Eliseo-. Consigue... algo. Cualquier cosa para el dolor.

Sepúlveda dudó, luego asintió. Saltó del coche y corrió a la tienda más cercana: la Botica de Zenón.

Dentro, Alba estaba inspeccionando un contenedor de ginseng seco cuando Sepúlveda irrumpió.

-¡Necesito analgésicos! -gritó Sepúlveda al desconcertado dueño de la tienda, el Sr. Zenón-. Fuertes. ¡Ahora!

El Sr. Zenón parpadeó.

-Tenemos hierbas. No pastillas aquí.

Sepúlveda parecía frenético. Sabía que su jefe estaba incapacitado.

-¡Hierbas entonces! ¡Lo que sea que funcione para una migraña!

El Sr. Zenón parecía confundido, alcanzando un frasco al azar.

-Eso es ginseng -la voz de Alba cortó el pánico-. Elevará su presión arterial y empeorará la migraña.

Sepúlveda se giró, reconociéndola.

-Tú. La mujer del callejón.

Alba no lo miró. Agarró un trozo de papel de envolver marrón y un lápiz de carbón del mostrador. Comenzó a escribir furiosamente.

Corydalis Yanhusuo.

Ligusticum Wallichii.

Raíz de Peonía Blanca.

Regaliz.

Escribió las medidas en gramos. Precisas. Peligrosas si estaban desequilibradas.

Arrancó el papel y lo empujó en la mano de Sepúlveda.

-Dale esto al Sr. Zenón -ordenó-. Dile que lo prepare. Tres tazas de agua hervidas hasta quedar una. Que lo beba caliente. Sabe a tierra, pero detendrá el dolor en veinte minutos.

Sepúlveda miró el papel, luego a ella.

-¿Por qué debería confiar en ti?

-Porque tu jefe está sufriendo actualmente de una constricción vascular en su cerebro -dijo Alba con calma-. Y porque no tengo tiempo para ver cómo lo matas con ginseng.

A través de la ventana de la tienda, Alba podía ver la silueta de Eliseo en la parte trasera del coche, desplomado contra el vidrio.

-Hazlo -decidió Sepúlveda. Le entregó la lista al Sr. Zenón-. Por favor. Dese prisa.

El Sr. Zenón tomó la lista. Silbó bajo.

-Receta antigua. Muy fuerte. ¿Quién es chica? ¿Ella es maestra?

-Solo prepárelo -espetó Sepúlveda.

Alba recogió su propia cesta de raíces. Pagó al Sr. Zenón rápidamente mientras el anciano pesaba la cura de Eliseo.

Salió de la tienda. Al pasar junto al Maybach, no miró dentro. Siguió caminando, desapareciendo entre la multitud.

Dentro del coche, Eliseo observó su figura retirándose a través de ojos semicerrados. El dolor era cegador, pero su mente todavía estaba grabando.

Ella estaba aquí. Otra vez.

Sepúlveda regresó minutos después con un termo de líquido oscuro y acre.

-Ella escribió la receta, señor -dijo Sepúlveda disculpándose-. Yo... no sabía qué más hacer.

Eliseo tomó el termo. Olió la amarga terrosidad.

-¿Ella lo escribió? -susurró Eliseo.

-Sí, señor. En caracteres mandarines.

Eliseo dudó. Podría ser veneno. Pero el dolor era una cosa viva comiéndose su cerebro.

Tomó un sorbo.