"¡Nos superan en cañones, en velamen, en hombres...! ¡En todo! ¡Maldita sea! ¡Virad, aprisa! ¡A toda vela!"
-gritó Logan Haggerty, rechinando los dientes. Tenía los ojos entornados y la furia lo cegaba mientras miraba fijamente el barco pirata que se acercaba.
"Capitán, ya vamos a toda vela y, caray, estamos intentando virar"
-le aseguró Jamie McDougall, su contramaestre. Jamie era un lobo de mar, un mercader decente reclutado por la Marina que se había pasado a la piratería y al que luego habían readmitido al servicio del rey.
Conocía todos los trucos de la marinería. Y si había algún modo de escapar al barco pirata, también lo conocería. Si se iban a pique por la avaricia y el egoísmo de la aristocracia, Jamie también lo sabría.
Logan había informado al duque de que había piratas en la zona y le había explicado que se hallaban en desventaja debido a la falta de hombres a bordo, en caso de que los abordaran. Le había explicado también que el peso de la carga podía afectar a la velocidad y a la maniobrabilidad del barco. Pero el duque no le había hecho caso. Logan tenía diez cañones.
El barco pirata tenía veinte, que él pudiera contar; quizá más, y Logan veía por el catalejo que su tripulación era de al menos veinte hombres. El viajaba con doce marineros. El navío que avanzaba hacia ellos, provisto de una bandera escarlata, era muy hermoso. Era una balandra ligera y rápida, y surcaba las olas tan suavemente como si volara por el aire. Tenía poco calado y podría escapar fácilmente a barcos más grandes en los bajíos.
Logan vio que estaba bien equipada. Además del cañón grande que apuntaba hacia ellos, veía que la cubierta superior estaba provista de una fila de cañones giratorios rodeada de barriles. Era una preciosidad y había sido alterada para su vida delictiva. Tenía tres mástiles, cuando la mayoría de las balandras sólo tenían el palo mayor, y sus velas atrapaban la más ligera brisa. Sus botes estaban situados tras los cañones giratorios. Era pequeña, ágil y fuerte. Logan sabía que no debía entrar en territorio pirata, pero el orgullo había sido su perdición. Ah, sí, había sido su orgullo, mucho más que el de la nobleza de la que se mofaba, el que lo había tentado a aventurarse en aquel viaje, a pesar de que al principio se había negado con vehemencia a aceptar el encargo
¿Y cómo lo había conseguido el duque? Logan se rió de sí mismo. Gracias a Cassandra.
La dulce Cassandra. Logan se había convencido de que podría conquistar su amor si tenía suficiente dinero. Su linaje era bastante noble, pero sus medios de vida eran demasiado pobres para asegurarle su cariño.
Sin embargo, si tenía éxito en aquella misión, podía volver triunfante y recuperar todo lo que su familia había perdido. No, todo lo que les habían robado. Si podía desafiar al mar y hacer aquel viaje, sería digno de Cassandra. Ella era el premio que más le importaba, si salía airoso de aquella vertiginosa travesía para llevar el oro del templo de Asiopia a los colonos de Virginia.
Ahora se daba cuenta de que había sido un necio. ¿Y por qué? ¿Qué tenía aquella mujer que lo había cautivado hasta el punto de emprender una empresa tan temeraria? Siempre había sabido que debía abrirse camino por sí mismo, y había conocido tanto a furcias como a grandes damas. Con todas ellas había sido cortés, pero nunca había sentido una emoción tan intensa, o aquel deseo de sentar la cabeza.
Cassandra no era una seductora, no hacía exigencias, ni amenazaba siquiera con coquetear hipócritamente. Era la risa de sus ojos brillantes, el roce suave de las yemas de sus dedos y, sobre todo, la sinceridad de todas sus palabras y sus actos lo que fascinaba a Logan. Podía amarla. Amarla de veras. Había, naturalmente, algo más que podía reconocer ante sí mismo. Ella sería la compañera perfecta para él. Era la única hija de una familia respetada y rica. Si unía su nombre al de ella, Logan podría reclamar todo cuanto antaño había pertenecido a su familia, reconstruir la fortuna de los Haggerty.
Cassandra era todo lo que podía desear en una esposa. No podía culparla a ella de su decisión de correr aquel riesgo. Ni siquiera culpaba al padre de Cassandra, que sólo quería el bien de su única hija. Si había alguien que tuviera la culpa, era él.
Una vocecilla burlona lo tachó de embustero y farsante. Logan había dicho que navegaba porque necesitaba dinero, pero ésa no era toda la verdad. Siempre estaba ansioso por surcar los mares. Ansioso por encontrar a un hombre. Y ese hombre vivía en el mar, fuera de la ley. Logan aseguraba incluso que buscaba justicia, no venganza, aunque, si era sincero consigo mismo, tenía que reconocer que tenía la venganza en la mente y en el corazón.
Debería haber llevado más armas, se dijo. Y más hombres. Pero para la batalla que esperaba librar necesitaba hombres de confianza, y eran difíciles de encontrar. Aun así, el único que tenía la culpa del apuro en que se hallaba era él. Aquéllos eran tiempos peligrosos para navegar. Cuando Inglaterra y Holanda habían estado en guerra con España y Francia, muchos presuntos piratas habían creído librar una batalla justa. En un navío inglés, Logan sólo habría estado a merced de un barco español o francés. Pero cuando los combatientes firmaron la paz en 1697, el mar se llenó de bucaneros. Muchos no tenían nada por lo que volver a casa