Algo dentro del estómago de Gormu baja demasiado y luego vuelve a subir.
–Oh vamos, no hagas promesas vanas, amigo. No es un trato justo.
Samul se revuelve insultado.
– ¿Qué cosas dices, querido, no te simpatiza mi compañera? ¿No te alegra estar en mi humilde tienda? –subraya la frase, guiñando los ojos aviesamente.
–Te aseguro que estarás complacido. Pero ten cuidado. Te advierto que Dwila puede hacer que te olvides de Xena. Pero no me la robes por favor, me hace mucha falta.
–Blasfemas–reniega Gormu, fingiéndose igual de ofendido. – Yo sería incapaz...
– ¡Choveian! – Samul se despide definitivamente.
Notando que Dwila lo mira intrigada desde la puerta de la cámara de regeneración, Gormu se justifica y le comenta:
–Mi amigo sencillamente me tortura.
–Estoy lista para ti...–responde ella. Y al acercarse, ya no tiene los ojazos negros de antes, ni su cabello es el mismo. Ahora su cabello luce un corte rebelde con destellos verdosos. También sus pupilas están en verde, como el verde de la floresta y lo observan acuciosamente, buscando una evaluación. Gormu la toma suavemente por el codo y la conduce afuera. Caminan un rato por el senderillo hacia el mar, sin decirse nada. Finalmente es Gormu quien rompe a hablar.
– ¿Porque te has venido al país de Arena, jovencita? Samul es mi amigo, es cierto, pero ¿Acaso te ha obligado a venir aquí, te obliga él...? – tantea con sincera preocupación.
– ¿Obligarme? – se asombran los ojos verdes de Dwila– Hablas un lenguaje extraño. Tengo veintiún años.
–Bueno–balbucea confuso–, quise decir...que eres demasiada niña para estas soledades. ¿No te aburres en este condenado desierto?
–Desciendo de las tribus del desierto, si es lo que quiere saber. – le aclara Dwila levantando la naricilla como para acuñar cada palabra. Estas soledades fueron siempre nuestra vida, nuestra poesía.
Pero Gormu todavía insiste.
–Tal vez cambies de opinión si un día sales y recorres el conglomerado. Creo que no has tenido tiempo de hacerlo. Es tan vasto el mundo, tan diverso.
– ¿Es tu recomendación?
Dwila inclina su cabeza y el cabello oscila, tapándole la mitad del rostro.
–Quizá me convenga hacer eso. Si...–se agita, resoluta– está decidido: daré una gira por esos sitios de ¬allá afuera, me entretendré un poco, exploraré y me divertiré. Y de paso comprobaré sí echo de menos a Samul y sí quiero aún volver de nuevo a este «condenado desierto»– concluye y se encoge de hombros, abrumada después de su larga efusión de ironía.
–Otra vez mi mal pie...– se disculpa Gormu, sin saber que más decir.
–Tienes libertad de decirme lo que quieras– le consuela ella enseguida, con el rostro iluminado por una sonrisa– jamás me enojaría con el príncipe Almirante.
Y se le enfrenta briosa.
–Casi se me olvida, – dice– eres mi huésped y te debo atenciones, querido. ¿Qué te apetece? ¿Manjares, jugo de frutas..., sexo? –dicho lo último se levanta levemente la túnica, dejando entrever el magnífico contorno de los muslos.
Gormu declina sus ofrecimientos con delicadeza.
–Estaré bien. Me basta tu afecto jovial, tu grata compañía. – ¿Todavía tienes curiosidad por saber mi vida? –pregunta mientras siguen caminando por el senderillo hacia la costa.
Dwila parece no escucharlo. Prosigue su paso cavilando en silencio, mirando hacia la distancia, cómo las gaviotas hacen sus cabriolas sobre las aguas.
– ¿Eres de los resucitados? –pregunta entonces de súbito. Su tono sensual de un rato antes se ha trocado en una expresión de curiosidad infantil –Todo lo que sé sobre el tema es por las fábulas de Síbil. Ya sabes lo ríspida que se pone a veces.
Gormu deja de caminar y se sienta sobre una roca, con el rojo océano a la vista. Estira los pies descalzos, empujando la arena. Dwila se acomoda a su lado. Él mira en la verdeante profundidad de sus pupilas, se sumerge allí en busca de recuerdos...
–Eres hermosa, como la Sherezada –asevera Gormu y agrega– Yo quisiera ser aquel Sultán que te exija entretenerme toda la noche contándome historias interesantes, para no tener que decapitarte al día siguiente, cuando amanezca. Pero vaya si este mundo está de cabeza. Seré yo quien mate tu aburrimiento con mis relatos...
–...Si no, yo te cortaré la cabeza a ti–Dwila ríe de buena gana, como una adolescente. Los ojos se le ocultan completamente bajo los rizos revueltos–Me gustaría ser tu Sherezada–confiesa y se lamenta–, pero no tengo mucho que contar. No he vivido historias apasionantes, ni tengo aprendizaje suficiente, quizá ni maestros adecuados... en fin, no sé nada de nada.
– ¡Uf! –bufa Gormu y se agarra la cabeza–Como quisiera...
–...Pero seré tu humilde asistente– habla Dwila– Puedo apoyar con algo.
En tanto, la joven chasquea repetidamente sus dedos y murmura entre dientes. Varios remolinos de arena brotan del suelo en torno a ellos y se van acreciendo por toda la extensión arenosa.
– ¿Qué haces? –se preocupa Gormu, tapando sus oídos para apagar el silbido del viento.
Pero antes que pueda tener una respuesta, las pequeñas turbonadas de arena suben hasta derivar en una serie de ruidosos tornados, que se agrupan en una tortuosa danza cuya finalidad Gormu no alcanza a comprender. A un nuevo gesto de la mano de Dwila la multitud de tornados confluye hacia un centro común, juntándose en un grandioso y plomizo torbellino de polvo sobre la tienda de Samul. Gormu solo se resigna a observar, sin sospechar lo que se propone su anfitriona.
Hasta que el polvo se va trocando en enjambres de abejas nap. Millones de ellas destellan en torno a la tienda y de repente caen sobre ella y comienzan a devorarla. Literalmente la disipan, con todo lo que contiene, en el breve tiempo que Gormu demora en rascarse la coronilla. En un momento nada queda en el sitio, ni la tienda, ni las palmeras, ni los naranjos..., sino apenas una planicie desnuda.
Los tornados, empero, continúan girando y en el lugar que estuvo la tienda comienza a crecer una construcción muy diferente. Al poco y para asombro de Gormu va surgiendo un portentoso palacio oriental, al estilo descrito en los libros de Las mil y una noches. En pocos minutos el palacio se yergue imponente en medio del oasis, como una joya de inaudito fulgor, agostando completamente al humilde conjunto de tiendas beduinas de la vecindad. Solo entonces los enjambres se aquietan y desaparecen sin dejar rastro y regresa el silencio.
–Eso fue impresionante. –aplaude Gormu– No tengo palabras... Te has gastado todas tus neuronas...
–Ni te creas–replica Dwila, mientras ambos se encaminan hacia la flamante edificación.
El palacio, construido en forma cuadrada, tiene tal profusión de detalles, que una vez que alcanza sus predios y observa de cerca los diseños, Gormu siente vértigos, enfrentado a una jungla de estilos y decorados. Tras cruzar al interior la vista se abre a un escenario todavía más exquisito. Confluyen por doquier, en aglomeración, arcos y cúpulas adornados con obras artísticas de abrumadora belleza. Caligrafía en arabescos. Azulejos estampados y amplios enchapes de oro. Tras el corredor principal entre columnas se accede a un florido patio interior, donde resplandece un oscuro y extenso estanque de agua de lluvia, al modo persa y en el aire hay olores de perfumes, incienso y flores brotando de cada rincón. También son visibles aquí y allá largas mesas de banquete con vajillas preciosas y milenarias, prodigas de alimentos a tono con aquella lejana época.
Dwila no ha descuidado ningún detalle. Le ha puesto vida y movimiento al palacio. Hay esclavos y esclavas napers, en sus trajes (o sin ellos) paseando por las estancias. Para no quebrantar las reglas del conglomerado, los napers tienen una manilla en el brazo que los identifica como tales.
Excepto esto, su apariencia es muy natural.
Continúan su paseo yendo por las alcobas. Gormu vuelve a maravillarse. Descubre hermosas odaliscas echadas sobre ostentosos lechos imperiales, dormitando solas o en tríos, o reprochadas juguetonamente entre las sábanas. Algunas le miran con avidez o le llaman con gestos insinuantes. Igual son napers, que imitan a aquellas bellas mujeres, las esclavas del sultán, destinadas para deleitarlo con música, danzas y sexo.
Una de las odaliscas, de desnudos y promisorios pechos, toca el laúd con tal maestría, recostada entre altos almohadones de seda púrpura, que Gormu se detiene a escucharla, boquiabierto. No entiende como Dwila puede concebir y construir con tanto detalle estos escenarios prehistóricos, dado que por su corta edad, no puede haber tenido tiempo de estudiarlos.
–Es prodigioso. No me refiero solo al aspecto del palacio. También lo es tu talento para reproducir las costumbres de los antiguos.
Dwila se encoge de hombros.
–Todo es mérito de Síbil. Ella me dio los diseños.
–Pero tú los ensamblaste. Tengo la impresión de que dominas la magia del ingeverso, como si la hubieras practicado por siglos. Y solo tienes veintiuno...
–Basta de halagos. Disfruta. Pasea. Respira. De cualquier modo, el mundo antiguo era muy simple. ¿Te imaginas si ellos pudieran asomarse al mundo nuestro? ¿Acaso lo comprenderían?
–De ningún modo. Les sería como asomarse al Olimpo, a la morada de los dioses.
–Ajá...también he sabido por Síbil sobre los griegos.
Y ambos, Dwila y Gormu, se sientan después del extenso recorrido, sobre sendos canapés de plumón y entre edredones de hilo dorado, sobremanera cómodos, en medio de una estancia de lujo sobrepujado y asistidos por un par de sirvientes que les refrescan con grandes abanicos de plumas. Es la misma clase de sirvientes que, recreados en todas las variantes de cortesanos que corresponden a la usanza del reino persa, se hallan ahora distribuidos por todas las estancias, completando el cuadro de realidad reconstruida del gran palacio, junto a una fauna de exóticas mascotas: tigres, monos, pavos reales y cacatúas, que encargados por Dwila a través del portal cuántico del traslator, van llegando para potenciar al extremo la vitalidad y autenticidad de los escenarios.
Gormu, ducho catador de realidades, le propone a Síbil que analice la reconstrucción y verifique si puede constituirse en un Legado para Dwila, por su originalidad. Le parece que tanto derroche de ingenio y fantasía bien merece un premio.
Pero después de un largo silencio, Síbil reaparece, materializada en la imagen del gato de Cheshire. Les sonríe con sorna.
–Me entristece informarle que su propuesta fue rechazada...por mí. No cumple los requisitos de exclusividad. No aporta nada nuevo, ni útil, no...
Gormu disipa la imagen del gato con un gesto.
–Me revienta esta Síbil. –rezonga Dwila– Si no fuera un holograma, la imagen de una máquina computadora, te juro que le partiría la cara.
Gormu se ríe del exabrupto. Luego sigue adelante, examina los extensos corredores, las enormes galerías de altas paredes, que parecen pedir a gritos ser revestidas con las obras de algún pintor de renombre. Contemplar obras de la plástica es una especie de píldora imprescindible para Gormu. Y ya que debe permanecer varios días allí, le pide a Dwila que le permita traer, por vía del traslator, parte de su colección personal, el sagrado bagaje que incluye copias y originales de pintores famosos y algunos pinitos de propia mano, para llenar el espacio mural de aquellos salones.
–El palacio lo hice para que lo disfrutes, mi querido príncipe Almirante–sugiere Dwila amablemente –Tráete tus cosas y acomódalas a tu gusto.
Gormu agradece su gesto y le toma la palabra. Se comunica con Pei y le pide que le haga el envío. Pronto comienzan a llegar sus óleos, que los sirvientes napers se afanan en recoger en la habitación del traslator y los distribuyen por los corredores y estancias, según les va indicando.
Entretanto Lion, su mascota puma, también llega para alegrarle con sublimes carantoñas, aunque después de acompañarle un rato en la faena de montar la galería de cuadros, opta por irse a retozar con Dwila, repentina empatía que a Gormu no le pasa por alto: ambos se entienden cual si desde siempre se hubiesen conocido.
El escenario queda listo para que Gormu comience el relato de su vida. Guarda en mente la pregunta que Dwila le ha hecho sobre la resurrección. Sin embargo, ella tiene algo entre pecho y espalda que quiere dilucidar.
–Antes de que me cuentes nada, respóndeme–le refrena– ¿Por qué dice Samul que está endeudado contigo?
–Ajá–Gormu se estira en el diván, con cierta desfachatez–Es una excelente historia para comenzar... Supongo que ya te ha contado Samul mucho de su pasado. Bien, sabrás que, tal como yo, Samul es de los resucitados. En su otra vida habitó una región llamada Arabia. Desde allí también llegaron la mayoría de parientes suyos y se asentaron aquí, en nivel gol. Aquí están replicados sus desiertos, sus ciudades, algo de las costumbres. Samul tuvo un papel clave en el diseño del país, aunque nunca le reconocieron un Legado por ello. Su vida actual es casi una prolongación de la vida anterior. Ama estas tórridas arenas y te aseguro que jamás se mudaría a ninguna otra parte del conglomerado. Tampoco Nohemí...perdona que la mencione. Ellos estuvieron juntos desde siempre. Desde antes de resucitar, incluso. Nohemí era el mundo para Samul. Samul era el mundo para Nohemí. No comprendo...
–Ya conozco esos detalles–le corta Dwila, tosiendo un poco.
–Bien. Entonces voy a lo que me preguntabas.
Fue hace veinte años que sucedió lo que voy a referirte. Cuando quizás tú comenzabas a dar los primeros pasos. Samul había adquirido la Atrahasis y estaba eufórico, con ganas de probar su capacidad de vuelo. Y no se le ocurrió mejor sitio para hacerlo que afuera, en la órbita.
Allí le aplicó toda la potencia, desoyendo las alertas de la vigilancia orbital y de Síbil. Confiado en los datos del panel de instrumentos, que supuestamente le mantendrían fuera de riesgo, traspasó algo que llama la Frontera del Sueño...
–Sé lo que significa, ya aprendí eso. –tercia Dwila– Es como una línea invisible, un límite demarcado en el espacio más allá de la órbita alta. Este límite quebró en pedazos el sueño de los terrícolas de expandirnos por el cosmos. Quien lo traspasa se arriesga a enfermarse con el único mal para el que no se ha hallado cura todavía: El síndrome de Cronos.
–Bien dicho. –continúa el Almirante– Pues, cuando Samul llevó la nave al límite de su potencia, en algún momento cruzó esa barrera invisible.
La Atrahasis fue localizada horas después por la patrulla orbital, viajando a la deriva. Dentro hallaron a Samul en completa parálisis. Sus manos crispadas todavía se aferraban a los mandos, como si hubiese hecho un supremo esfuerzo por reponerse...
Quizás ya lo sabes, pero igual te explico que existe una misteriosa y conexión entre los seres humanos y el planeta que habitamos. Como un cordón umbilical inmanente que sostiene y alimenta nuestra integridad biológica y mental. Dependemos de nuestro mundo y nos hallamos sujetos a él. Y es esta sujeción la que se rompe al alejarnos en el espacio, lo que comienza a suceder aproximadamente a mitad de camino entre la Tierra y Marte.
A partir de allí, quienes continúan caen en un estado intermedio entre el sueño, el desvanecimiento y el coma, sin llegar a perder la conciencia. El afectado sigue percibiendo la realidad, pero su respuesta a los estímulos externos es excesivamente lenta. En tal manera que puede tardar horas en emitir una simple palabra.
Esto se debe a que los ritmos circadianos, otro misterio difícil de explicar, se vuelven asincrónicos y el discurrir del tiempo del égom y del cuerpo comienza a darse de modos diferentes. De allí el nombre de Síndrome de Cronos. Es la única enfermedad que permanece en el mundo. Y es incurable por cuanto no es solo una enfermedad del cuerpo, sino que atañe al égom. Quien padece el Síndrome puede encarnar normalmente en otro cuerpo, pero no por ello podrá librarse del mal.
Samul quedó convaleciente y fue confinado en una cápsula yátrica, diseñada para darle ilusión de movimiento. La llaman Simulador de libertad. Allí, inmerso en un ambiente virtual, al afectado le parece que todo está bien y que vive normalmente en el mundo. Algo útil, eventualmente, para mantener el buen ánimo del égom y activadas las funciones del cuerpo y la mente. Pero ineficaz en sí mismo contra el padecimiento.
En ese entonces había miles de enfermos del Síndrome de Cronos por todo el mundo. La mayoría de ellos eran de los resucitados y al contrario de Samul, casi todos habían enfermado del mal en sus otras vidas. El hecho de resucitar no les resolvió el problema. Llegaron enfermos a la nueva civilización.
Eran la consecuencia de un error de cálculo. En una época lejana, cuando había concluido la terraformación de los planetas Marte y Venus, se decidió por los sabios del momento que aquellos emporios estaban listos para establecer colonias humanas.
Los droides que ha mucho estaban allí de avanzadilla, habían compuesto una biósfera armónica, parecida a la de la Tierra. Y hasta construyeron poblados campestres, con sus sistemas agrícolas y ganaderos. Entonces, cuando creyeron que todo estaba listo, se decidieron a mandar personas para que poblaran esos emporios.
Ingenuamente, nuestros ancestros tomaron el buen desarrollo de la vida animal y vegetal en Marte y Venus como señal favorable de que la vida humana también se desarrollaría sin problemas. Pero desconocían un detalle: los animales no tienen un égom individual. El Síndrome de Cronos no los puede afectar.
De modo que, simultáneamente, enviaron las naves repletas de emigrantes, hacia los dos destinos. Los nuevos colonos desembarcaron con todo el jolgorio de una gesta histórica. Pero al poco tiempo comenzaron a caer como moscas. Y como las naves que los habían llevado no contaban con suficiente combustible para regresarlos, no hubo modo de sacarlos de vuelta. Todos murieron a consecuencia de la parálisis, que les impedía emprender cualquier acción mínima para salvarse a sí mismos...
Tras saber lo sucedido a Samul nos apuramos a venir aquí para verlo y lo encontramos en condición grave, tendido dentro de su cápsula de vida simulada. Tenía la mirada clavada en el techo y los ojos muy abiertos. No dio señales de notar nuestra presencia. Nohemí, desconsolada por la tragedia, tampoco añadió nada alentador a lo que ya sabíamos. No había cura posible para nuestro entrañable amigo.
Samul, en su triste condición de impotencia, había logrado articular una única palabra dirigida a su compañera: «libérame», le había suplicado. Quería sin dudas que liberaran su égom y lo dejaran vagar en la dimensión etérea hasta el día que se encontrara una cura para su mal. Pero Nohemí se negó rotundamente. Prefería que estuviera en un cuerpo físico, cerca de sus seres queridos y no en la dimensión egómica donde ni siquiera hallaría otro égom para acompañarse.
Yo entendía su posición, conocedor de lo enérgico y determinado que era Samul. Él odiaba profundamente ser una carga para los demás.
Pero jamás desistimos de nuestro afán de salvarlo. Cada domingo nos reuníamos, todos sus amigos, para debatir el tema de su enfermedad y compartir las novedades sobre el tema. Acordamos que siempre que nos reuniéramos cada uno debía traer alguna propuesta de solución. Así lo hicimos por semanas, pero todo lo que se nos ocurría resultaba absurdo e improcedente, a criterio de Síbil. El fin de aquellas jornadas socráticas, donde compartíamos criterios en línea con millones de interesados de cualquier sitio del Orbe, era estimular la estructuración de un Legado, una solución exitosa que significara la cura de Samul y de otros miles de afectados.