Pei queda anonadado y sus carrillos de metal tintinean.
– ¿Eso es un chiste para reírme o una ofensa real, camarada?
– ¿Y eso que importa? Vamos...tengo prisa.
–«Si algo te apura, déjalo para mañana sentencia» Pei con aire sabio.
Pero Gormu pronuncia las claves mágicas y el pobre Pei, que es en esencia una colmena nap, se desintegra en minúsculos abejorros que repentino profusión destellan y se arremolinan en torno a él para enseguida cuajarse formando un gran huevo transparente, de cristal dorado. Dentro del huevo Gormu queda cómodamente tumbado en una regia butaca.
–Vamos. – el Almirante apremia a Pei – ¿No te dije que tengo prisa?
Y el vehículo ovoide se estremece mientras el pavimento se abre para tragárselo, hasta hacerlo desaparecer. Gormu trata de ignorar el vértigo de la caída. Se agarra a un pensamiento placentero. Xena. Pero los recuerdos agradables de nuevo se trastocan en preguntas dolorosas. ¿Dónde está ahora? ¿Por qué huye de él?
Aterriza de golpe sobre una de las callejuelas de Mónaco, la laberíntica ciudad en cuyo suburbio acaba de adquirir su nueva residencia. Camina por una de sus calles, contemplando el panorama, solo para descubrir que ya no tiene prisa alguna.
Ha escogido el sitio al azar. Tampoco es la única ciudad llamada Mónaco en el Orbe. Tiene cientos de réplicas por todos los niveles, lo mismo que sucede con Venecia, Roma, Atenas, Cartago o Nínive... los sitios más cotizados para habitar en el conglomerado.
Gormu reniega de esa propensión de los seres humanos a vivir arracimados, como en un panal. Entretanto hay vastos espacios sin habitar en el Orbe. Pero la gente prefiere los apiñamientos...
Aborda sobre la marcha un ciliado que va cruzando con lentitud. Las puertas silban suavemente y el bus de mil patas lo lleva cuesta arriba por la ladera de un cerro, entre fachadas abigarradas, diseñadas en todos los estilos posibles. Va contorneando callejones cada vez más intrincados. A veces las calles dejan de ser horizontales y el ciliado tuerce raudo hacia arriba por la pared de algún voluminoso edificio, sin pausa, mientras dentro de la cabina las butacas de los pasajeros giran y se equilibran.
Las discotecas son un atractivo fenomenal en esta versión de Mónaco. Se ha divertido en ellas en algún momento del pasado. Por ello, entre otro grupo de razones, decide escoger residencia en sus cercanías. También le gustan de allí los bazares de cosas inútiles, como les llama, las preciosas plazas públicas; sus parques hechos de orfebrería; los bulevares y tertulias con poetas y contadores de historias; los exóticos teatruchos donde cualquiera puede improvisar un drama a su modo.
El ingeverso le provee vida y belleza a Mónaco, ciudad concebida para seres inmortales e inmortal ella misma. Todas sus estructuras se renuevan permanentemente. No hay detalles descuidados o dejados al azar. El granito de sus calles, incrustado de diamantes, las farolas de oro macizo del alumbrado público, los coches tirados por caballos empenachados que circulan con imponente y graciosa soberbia... Todo concatenado como una obra de arte colectiva, perfeccionada de siglo en siglo...
Entre las vetustas fachadas, por debajo de los toldos multicolores discurre un río de gentes, dispuestas a llenar con buenos momentos la vida interminable con que cuentan. Gormu anhela ser parte de esa muchedumbre de gentes felices y despreocupadas. Aunque de momento debe acomodarse a su nueva casa en los arrabales, en medio de una soledad a la que no está acostumbrado.
Hasta ese día ha habitado en el país de Encantos, como parte de una unión conyugal de grupo con Xena y otros dos consortes suyos, Mogho y Agiusto. Una relación que en modo alguno satisface su gusto anticuado. Pero Gormu finalmente se ha rendido al régimen de poliamor y dicha unión ya perdura por años.
Ahora, es la nefasta idea de Xena de sumar al grupo un nuevo consorte, lo que trae el derrumbe del equipo conyugal. Todo porque Xena considera un acto criminal negarle a alguien sus afectos y los dúos tradicionales le parecen muy aburridos.
O al menos, eso es lo que les hace creer, hasta el día en que abandona la casa de mano del nuevo cónyuge, dejando ambos como única explicación una nota confusa.
«Perdonen, pero necesitamos explorar a solas nuestros sentimientos»
Xena se desentiende del grupo e incluso deja atrás su casa: una mansión vetusta de estilo recargado en medio de un barrio de mansiones del mismo corte, interconectadas a través de profusos corredores arbóreos. Hay por doquier prados, fuentecillas con ángeles, así como gansos y otros ánades chapoteando en multitud de estanques.
Pero nada de ese ambiente placentero le atrae si Xena no está allí para compartirlo. Así pues, esa mañana de lunes se disculpa con los camaradas convivientes y abandona la residencia. Piensa en renovar el cuerpo, primeramente. Para luego a tomar posesión de la nueva residencia que ha comprado en la Mónaco de nivel graph
El ciliado continúa transitando entre abúlicos transeúntes, hacia lo profundo de las barriadas. Bordea los bazares coloridos, deja atrás bares de esquina con grupos de bebedores que se cuentan mutuamente las mismas viejas historias... Por momentos gira en una plaza donde alguna estatua ecuestre recuerda a algún prócer antiguo...
Finalmente sale del tugurio y enfila por el borde de un acantilado, con el océano a su vera, en dirección a un cercano arrabal, donde va acreciendo a la vista un gran bosque de aguacates.
Gormu desciende del ciliado justo frente al citado bosque. Allí le espera un pedalillo al que sube apenas sin pausa. Avanza en vuelo suave y rasante sobre el pasto recortado, adentrándose el aguacatal en penumbras, hasta que se hace visible su nueva morada, irguiéndose majestuosa en medio de un claro.
Viéndola en imágenes le ha parecido fabulosa. Pero justo ahora, al detenerse frente a ella la impresión resulta menos intensa. La mansión, con la forma redondeada de un gran caracol, denota cierta lobreguez. Los resplandores del nácar en sus fachadas son como chispazos que le incomodan. Pero Gormu se obliga a ignorar esa primera impresión y se apura a traspasar la puerta principal, en forma de diafragma, que ya se disipa ante él.
Al entrar se halla de súbito en una gran la sala de meditación. La estancia, aunque vasta, luce muy sosegada en los decorados. Da una sensación de comedimiento y grandeza al mismo tiempo. Un arroyuelo serpentea por el lugar, haciendo cascadillas y remansos. En los remansos pululan toda clase de peces extravagantes. También una de las paredes soporta un monumental acuario del cretácico en cuyo interior conviven archelones, plesiosauros, mosasaurios...
Gormu se acerca al cristal. Los monstruos se entretienen en perseguir a presas más pequeñas. Sin embargo, en cuanto detectan su presencia se revuelven furiosos y lanzan sus fauces contra el muro trasparente. Sus largos colmillos chirrían contra el vidrio, tratando de abrirse paso hacia la presa humana que los contempla...
El acuario es, por supuesto, un estanque virtual. Gormu chasquea los dedos y vuelve a ser una pared de nácar. Los chasquea de nuevo y allá vienen los monstruos a amenazarlo... Su contenido luce tan real como asomarse a los mares del mundo jurásico.
El arroyuelo discurre hacia el extremo oeste del salón, y se sumerge bajo un rellano, desapareciendo. A sus orillas, se delinean también filas de arbustos de manzanas y peras, del tipo que cambian de fruto cada mes. Gormu deduce que pronto tendrá naranjas, mangos, papayas o bananas... lo que prefiera. Todo el conjunto del salón se cobija bajo un extenso domo radial de vidrios color cielo.
De las paredes descuelgan profusas hiedras naturales. Detrás se adivina el componente de nácar azul del muro, donde a intervalos se abren puertas que dan hacia otros tantos corredores laterales, los cuales van ascendiendo en espiral hacia los pisos superiores. A modo de alfombras, la sala tiene cuadrados de hierba y senderillos que invitan a caminar descalzo, detalle que Gormu ha tenido en cuenta para la meditación de los sábados.
Antes de subir, curiosea en los locales del primer piso. La casa tiene retrete y cuarto de baño, recintos arcaicos. Innecesarios desde que el ingeverso auxiliar se ocupa de higienizar los cuerpos y extraer sus desechos. Pero al cabo un testimonio silencioso de lo difícil que habría sido la vida de los mortales ancestros. Al fondo de un corredor aparece también una habitación de cocina. Igual de inútil, desde que de los pedidos del menú diario llegan por el traslator y el ingeverso y los nápers solo los disponen y los sirven.
Pero Gormu tiene cierta curiosidad por prepararse, en algún momento, un plato a la manera antigua, con mano propia y con los utensilios correspondientes. Un modo de honrar el estilo decadente de vida. Todo en su nueva casa juega con ese estilo AR. (Anterior a la Resurrección).
Lo cual le parece aceptable y hasta gracioso. Lo decadente o primitivo se pone en boga esporádicamente, como lo vuelve a estar el cabello encanecido y los cuerpos selectos, arrugados y agotados de tiempo. «Es la moda», rumia Gormu.
En cualquier caso, puede mudar los decorados cuando se le antoje. La mayoría de los componentes de la casa, incluyendo la tierra de sus jardines, conforman un potente ingeverso, al que puede transformar en pocas horas en lo que desee, con solo chasquear los dedos.
Solo hay un problema pequeño: una regla no escrita en el conglomerado estipula que cuando se adquieren bienes ajenos no deben deshacerse sus formas originales, si es que son obras únicas. Es casi un respeto supersticioso por el legado de otros. Por ello y por lo pronto, a Gormu le parece bien dejar la casa tal como está.