Mis padres y mis tíos mantenían una conversación banal sobre el clima en Santander que reflejaba cierta tensión en el ambiente. Me sorprendió gratamente la habilidad de la abuela para reconducir la conversación por veredas más interesantes como los actos culturales, la situación política tanto en Cuba como en España, la guerra en Europa y cómo nos había afectado. Me replanteé el juicio de mi madre sobre la tosquedad de doña Brígida, quien, además, rebosaba salud y energía. Los platos caribeños como la ropavieja, el pollo frito y la piña se sucedieron servidos por tres criadas que se movían perfectamente sincronizadas. Algo que, sin duda, sabría apreciar el ojo crítico de mi madre. La conversación se distendía a medida que avanzaban los platos. Los mayores soltaron la lengua en cuanto se sintieron cómodos y expusieron sus opiniones; sin embargo, doña Brígida, atrincherada en una amable sonrisa, destilaba la curiosidad por los ojos, que se mantenían expectantes, alentaba a proseguir con una frase aquí y otra allá, como si estuviese de acuerdo con lo que exponían, pero de sus labios no salió ni una opinión. Era la ventaja de permanecer callada, permitía observar mejor las reacciones.
-Si os parece, pasaremos al salón para estar más cómodos, tomaremos el café y los licores allí.
Nuevamente acomodados, con los colores de haber cenado satisfactoriamente y de haber superado la tirantez inicial, doña Brígida aprovechó para sondear a la familia.
-Dígame, Leonardo, ¿qué tal van las labores de los latifundios extremeños? Imagino que, una vez terminada la guerra, habrá gran demanda de cereal y productos cárnicos en Europa.
-Bien, bien -contestó el interpelado sorprendido.
-¿Los envíos los realiza por mar o por tierra? -insistió la abuela, aparentemente interesada.
-Bueno, doña Brígida, de esos menesteres se ocupa el administrador. Aquí, en la península las cosas no son iguales que en Cuba. Mi trabajo es la supervisión y las relaciones comerciales por lo que debo permanecer en Madrid y no al frente de las explotaciones. Eugenio Casado trabaja para la familia desde hace más de treinta años. Es de toda confianza.
-Comprendo -contestó la abuela sin abandonar la sonrisa.
Tras la torpe explicación, a mi juicio, de la inactividad laboral de su marido, la tía María Ángeles estiró la mano con la copa para que le sirvieran otro ron.
-Madre, no comprende nada -rebatió María Ángeles-. Es una recién llegada. Ahora que ha vendido las propiedades de Cuba, ¿qué va a hacer? Se aburrirá mortalmente mano sobre mano. Usted no ha nacido para la inactividad.
-Eso, madre, explíquenos la razón de esa decisión tan desatinada, justo cuando más rendía el ingenio -apremió mi padre.
-Dieciocho años al frente de los negocios agotan a cualquiera. Me dolió deshacerme de los colmados de mi familia, donde comencé a trabajar y donde conocí a vuestro padre; después, la destilería de ron, con la que empezamos juntos lo que sería la base de nuestra fortuna y, finalmente, el ingenio porque ha sido el más rentable, con diferencia, en estos años de conflicto con la desaparición de la remolacha. Me ha costado dejar atrás recuerdos de toda una vida de lucha, sinsabores, quebraderos de cabeza y de felicidad, pero hay que seguir adelante, y ahora mi vida está aquí, junto a la familia. Quiero conocer a mis nietos, por esa razón, si no hay inconveniente, me gustaría que pasaran el verano conmigo, en esta casa. No hay nada como la convivencia para crear vínculos más estrechos.
-Por nuestra parte no hay inconveniente. -Se adelantó mi padre sonriente. Yo no repliqué.
-Por la nuestra tampoco -concedió el tío Leonardo con satisfacción.
-¿Sucede algo, Ruth?
A la abuela no se le había escapado el mohín de contrariedad de mi prima.
-No, nada -se apresuró a responder agobiada ante la mirada de su padre.
-Sin embargo, hay un pero -insistió la abuela.
-Habíamos quedado con los marqueses de Vergara en que los chicos disfrutarían de cierta confianza para que se conocieran -respondió la tía María Ángeles por ella-. Aprovecho para comentarle, madre, que sería interesante que la dote fuera más sustanciosa.
-La experiencia me ha enseñado que los términos económicos deben discutirse después de que los interesados hayan aceptado dar ese paso. Los jóvenes compartirán la casa y las comidas conmigo, pero pueden seguir adelante con sus planes y participar de los bailes del Casino, del Hotel Real u otras reuniones, evidentemente.
La tía iba a replicar, pero, inesperadamente, la abuela se levantó y nos despidió.
-Mañana os espero. Y los demás, podéis venir a verme cuando queráis, no voy a ausentarme durante el verano. Creo que sería muy satisfactorio que cenáramos juntos una vez por semana.
Nos acompañó hasta la puerta principal que el mayordomo mantenía abierta.
Había dado aviso a los cocheros y aguardaban a los pasajeros. En el corto trayecto hasta la casa alquilada nos mantuvimos callados, cada uno sumido en sus propias reflexiones. Yo me preguntaba cómo influiría en mi vida una abuela tan peculiar y tan diferente a la idea que me habían transmitido mis padres. Una vez en casa, afloraron las dudas y las incertidumbres.
-Deberás rehacer el equipaje -constató mi padre-. ¿Dispone de doncella propia?
-¡Qué poco conoces a tu hija! -Suspiró mi madre-. La peina la mía. Espero que te comportes como una dama y no nos dejes en evidencia. Revisaré la ropa y compraremos lo que sea necesario. Sospecho que Ruth desplegará todas sus artes. Es una joven despierta y con los pies en la tierra. Leo es más torpe, pero su hermana suplirá las deficiencias.
¿De verdad pensaba mi ilustre madre que podría contar conmigo para sus infernales planes? Guardé silencio, como si aceptara mi destino, aunque mis pensamientos discurrían por otras rutas. Me interesaba la abuela como mujer llena de contradicciones, con una vida difícil a la que había aludido, pero no entraba en mi cabeza llegar más lejos. Seguía con mi idea de independencia y mi secreto a la espalda.
-No te equivoques, Lucía, mi madre no ha sido de arrumacos y falsas palabras-contradijo a su esposa-. Le impresionan más los logros personales. Es una mujer que ha vivido tiempos muy difíciles. Nada de lo que tú piensas, le impresionará a ella. Es complicada. María Ángeles la comprende mejor que yo; sin embargo... -Me miró especulativamente, como si cayera en la cuenta de algo que no se le había ocurrido antes. Deseé que no me incluyera en sus ideas-. Deberás esforzarte y mostrarte agradable a mi madre -concluyó. Había tomado una determinación-. Irás sin doncella y no comprarás nada. Te presentarás tal y como eres. Estoy seguro de que apreciarás mi decisión ya que no eres propensa a ocultar tus opiniones, aunque sí te pediré que la norma «de lo que se habla en familia queda en la familia» no se quebrante.
Mostré mi conformidad a pesar de que intuía que mi padre se traía algo entre manos. Ese cambio repentino y contradictorio a los planes de mi madre me alertaron de que no era por capricho. Como hijo, conocía a su madre, y yo encajaba de alguna manera. No me gustó ser la avanzadilla de la traición, el caballo de Troya; sin embargo, de momento, no me quedaba otra opción que ser peón en el tablero de ajedrez. ¿Era eso? ¿Un juego? ¿Una guerra? Para ambas era necesaria una estrategia y para trazar una estrategia había que conocer a los contendientes. El conocimiento significaba poder. Se me había ofrecido la oportunidad de extenderlo con la abuela y debía aprovechar la ocasión. Con esa idea más animosa que la de ejercer de peón, me retiré. El peón realizaría el jaque mate y se liberaría de una familia donde primaban los intereses y el egoísmo.