La proximidad me resultó agradable a pesar de que estaba habituada a los galanteos a los que me sometían los hijos de los amigos de mis padres. Aunque no me atrajera ningún joven ni el tipo de vida que se deseaba para mí, no era ninguna inexperta que cayera en las redes de la adulación. Conocía las reglas del juego.
-¡Alba!
Mi prima Ruth me llamaba desde un extremo, rodeada de su grupo de amigas.
-Vaya con sus amigas. He de saludar a unos conocidos y me reúno con usted enseguida.
No hubo lugar a sacarlo del error pues ya se había alejado, así que me abrí paso hacia ellas. Detrás, junto a la pared, charlaban unos caballeros a los que no presté atención. Las amigas de Ruth eran igual de interesadas y huecas que ella. Estiré los labios en una esforzada sonrisa y repartí falsos besos y adulaciones.
-Así que mi rebelde prima sucumbe a los halagos del codiciado Álvaro Goicoechea.
-Debí haberlo adivinado. ¿Qué os interesa más: el cotilleo o el conde?
-Ambos. ¿Una historia interesante? -Se adelantó Rosa Domenech.
Era tal la cercanía de los caballeros a mi espalda que oía más sus voces que las de mi grupo, así que hablé en voz más alta de lo habitual para que me entendieran mis compañeras.
-Siento desilusionarla, con solo tres bailes no he acumulado suficiente experiencia para compartirla.
-¡Oh! Tres bailes con Álvaro son suficientes para generar alguna anécdota picante -refutó mi prima con una sonrisa traviesa.
-Estoy segura de que eres mucho más hábil que yo en ese campo. Nunca se me ha dado bien alternar.
La alusión había sido directa, como una bofetada, la misma que había intentado inferirme. Las amigas nos observaron petrificadas. De nuevo, Álvaro Goicoechea me salvó de la situación comprometida.
-Presénteme a esta colección de hermosas jóvenes.
Lució una blanca sonrisa y de sus labios afloró un halago para cada una según las iba mencionando. A su vez, fue correspondido con miradas lánguidas, caer de pestañas y suspiros. El hombre, más cerca de los treinta de lo que a él le gustaría reconocer, se desenvolvía con desparpajo. Para aliviar la tensión con Ruth le facilité el camino hasta el maravilloso conde.
-Mi prima Ruth es una muchacha tímida. ¿Me haría el favor de invitarla a bailar? -susurré a mi acompañante.
-Es la primera vez que una dama cede el puesto a una rival -dijo realmente sorprendido-, pero sus deseos son órdenes.
-Espero que aprecie la confianza que deposito en usted -intenté aligerar mi conciencia.
Ruth se esponjó ante la cortesía de Álvaro y, con una sonrisa de triunfo, pasó por delante de mí.
-No debería haber hecho eso -reprendió Rosa-. No dudará en quitárselo.
-Curiosa amistad la de ustedes.
-Cuando hay caza a la vista, se desvanece la amistad -reconoció María Fernández de Córdoba.
-Demasiado esfuerzo y sacrificio por un hombre, ¿no os parece?
-Ruth tiene razón: es usted muy rara -concluyó Rosa.
Ellas se enzarzaron en una discusión sobre muchachos de los no había oído hablar en mi vida y me dediqué a pasear la mirada entre los grupos.
-¿Son sinceras sus palabras? ¿No se molestaría por conquistar a un hombre?
La voz masculina llegaba de mi espalda. Giré la cabeza levemente y descubrí la espalda de mi interlocutor, que se hallaba en el grupo de caballeros situado a nuestro lado.
-¿Se aburre tanto que escucha las conversaciones de los vecinos? -Ataqué divertida por la extraña situación.
-Estamos muy cerca y su voz es fuerte.
-Pues yo a usted no lo he oído.
-Será porque no tengo nada que decir. A veces es más interesante escuchar.
-¿Y qué encuentra de interesante en la vacua charla de unas jovencitas?
-No se haga la ingenua. Su lengua rezuma una divertida ironía.
-Me alegro de que alguien la aprecie; por lo general, pasa desapercibida o trae aparejada consecuencias irreparables.
No pude continuar la conversación a media voz y de espaldas con el anónimo padre de Miguel. Comenzaba a sentirme cómoda con el desconocido ante el que podía hablar libremente y no parecía importarle. Mi galante salvador había regresado con mi ufana prima del brazo.
-Mañana hemos quedado para ir al hipódromo, es el Gran Premio -anunció Ruth-. Se lo diré a Leo. Cuantos más seamos, mejor.
Era la vieja estrategia de acudir en grupo para ocultar a los familiares otras actividades más placenteras. La presencia de Leo aportaba un aire más inocente a la excursión. Suspiré resignada porque no me apetecía nada, pero no iba a quedarme todo el verano encerrada. Para mi sorpresa, Álvaro Goicoechea no atendía las palabras de Ruth sino que aguardaba mi respuesta.
-Allí estaré. -Sonreí ante lo inevitable.
El día no acompañó. Amaneció con una lluvia tan fina que no se apreciaba si no te fijabas. Olía a hierba cortada, a tierra, aromas que echaba de menos en Madrid. Me pregunté cómo sería el invierno en Santander. La casa dormía por lo que bajé sin hacer ruido; me equivoqué, doña Brígida mantenía una taza en alto mientras con la otra mano aguantaba uno de los periódicos que había en una mesa auxiliar junto a ella. El aroma del café impregnaba la estancia e invitaba a una taza. En cuanto me sintió, alzó la vista por encima de las lentes que se asentaban en el extremo de la nariz.
-Buenos días.
-Buenos días le dé Dios, abuela.
-Tus primos no son muy madrugadores. Me alegro. Deseaba hablar contigo.
-Imagino que mi madre despotricaría contra mi falta de interés en encontrar un marido. -Me adelanté a la defensiva.
Tomé asiento y me serví. La abuela no contestó y volvió al periódico. Cuando terminó, lo plegó y me miró.
-Si lo hizo, no fue delante de mí -replicó con una sonrisa-. No soy tu enemiga. Mi interés es conocerte, no cambiarte ni obligarte a nada que no desees. Tienes una personalidad muy fuerte, como yo, pero me apena el esfuerzo que gastas en rebelarte contra lo que te rodea. Si has terminado, ven, vamos a sentarnos en el banco del mirador en la sala. Es más agradable que el comedor.
Debajo de mi habitación se situaba la sala con una réplica del mirador redondo. Mis primos seguían en los brazos de Morfeo y su ausencia me permitía una cierta intimidad con una mujer que me intrigaba tanto como yo a ella, al parecer.
-¿Estabas enamorada de Raúl?
La pregunta tan directa e íntima me cogió desprevenida. Mis padres nunca se habían molestado por mis sentimientos, seguramente porque carecían de ellos.
-Sí. Éramos vecinos y nos conocíamos desde niños. Nos compenetrábamos bien y compartíamos opiniones y aficiones.
-¿Estás segura? Me has descrito a un amigo, no a un amante.
La sinceridad era mi bandera; sin embargo, no estaba acostumbrada a que la ondearan en mi cara, más bien era yo quien la agitaba ante los demás.
-¿Y no es lo mismo? Con un marido debe reinar la comprensión además del cariño. No me imagino compartiendo la vida con ninguno de los caballeros que me presentan mis padres, tan alejados como están de mis ideas.
-Cierto. Pero el amor es algo más. No te reprocho nada, me aseguro de que tu corazón es libre. Te mueves con mucha seguridad entre los hombres, como si no pudieran alcanzarte por más que lo intenten y temí que te hubieran dañado. Aliviada, compruebo que no te has tropezado con quien será el dueño de tus sentimientos.
-Ya que es tan directa, le confesaré que no me atrae el mundo que mis padres quieren ponerme a los pies. No me gustan la inactividad ni los vagos. Busco mi sitio, ignoro cuál es, pero tengo claro que no es este. No se lo tome como una afrenta. He oído que ha trabajado de sol a sol para concedernos este estilo de vida...
-No, no te precipites, hija. No pongas palabras en mi boca que yo no he pronunciado. Antes he reconocido que te pareces a mí, no físicamente, pero sí en lo importante: eres inquieta y necesitas ganar tu sitio. Me parece magnífico y yo te apoyaré. No voy a marcharme, he venido para quedarme y reparar el desastre que provoqué con una mala decisión. Que provocamos, porque Camilo también fue de mi parecer.
-¿A qué se refiere, abuela?
Temblé al pensar que había llegado el momento de conocer las intenciones de la matriarca.