La Herencia de Alba
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Capítulo 8 Chapter 8

Chapter 8

A las ocho en punto nos encontrábamos accediendo al Casino. La escalinata de piedra de acceso era regia: el vestíbulo invitaba a admirar el suelo de mármol en colores blancos, negros y grises, el alto techo decorado profusamente con motivos en escayola y la magnífica escalera imperial que se iniciaba en mármol y dejaba al aire la estructura en madera que se dividía en dos accesos, a ambas manos, en el primer rellano sobre el que destacaba una vidriera. No obstante, no ascendimos por ella, arriba se encontraban las salas de juego. La abuela, flanqueada por nosotros, sus nietos, se dirigió a uno de los salones laterales con la seguridad de quien ha nacido para ello. En absoluto cohibida, saludó tanto a hombres como a mujeres. ¿De qué conocía a esa gente si acababa de llegar de Cuba? Allí se sucedían los grupos que charlaban distendidamente sentados alrededor de veladores o mesas algo más amplias; o bien, de pie. Mis padres y los tíos nos rodearon en cuanto se percataron de nuestra presencia. Mientras mi padre se mostraba cauteloso en la relación con su madre, el tío Leonardo se erigió en guía y le presentó a una serie de señoras con títulos tan largos que resultaban imposibles de recordar. La abuela sonrió, saludó, escuchó y entremetió alguna frase de buen gusto. Sabía alternar, no era ninguna rústica; no obstante, al poco rato de conversar con esas mujeres sobre asuntos insustanciales, la noté inquieta. Su mirada se desviaba hacia los corros de los señores. ¿Un amante secreto? ¿A su edad? Mi imaginación no era muy consecuente.

-Alba, permite que te presente a estos señores.

Mi madre empleó bien el término de señores pues me sacaban quince años. Noté que la abuela se giraba para ponerse a mi lado en busca de un cambio que amenizara la noche.

-Mi suegra, doña Brígida de Ansorena y mi hija, Alba. El señor Alejo Noguera, barón de Roa, y el señor Isidro Guzmán, conde de Carrión.

Tras el besamanos y las inclinaciones correspondientes, mi madre iba a añadir algo más, pero perdió la ocasión.

-Santander es una ciudad que ofrece muchas distracciones a los veraneantes - indicó el señor Noguera-. ¿Alguna es de su preferencia?

Dirigió sus palabras hacia mí, claramente satisfecho de lo que apreciaba a simple vista. Me disgustaba profundamente que se me exhibiera como un caballo y mis padres no lo ignoraban. Los cuerpos bien alimentados de ambos pretendientes no dejaban lugar a duda sobre sus preferencias, así que decidí, una vez más en contra de los deseos de mi progenitora, librarme de ellos.

-Soy una gran aficionada al tenis. Todos los años participo en el torneo que celebra el Lawn Tennis.

-¡Ah! Sigue la moda de los beneficios que adjudican al deporte. Me limito a los baños y al baile, más pausados.

-A mí me atrae el hipódromo. ¿Le gustan los caballos? -aventuró el señor Guzmán sonriente.

-Me encanta cabalgar. ¿Conoce algún establo donde dar rienda suelta a su pasión?

-Pues no. No me refería a eso, sino más bien a contemplar las carreras o los concursos de salto -aclaró el conde un poco descolocado.

-Alba, cariño -acudió mi madre al rescate de los pretendientes-, no siempre vas a poder practicar un deporte como si fueras una adolescente. Una mujer tiene otras metas.

-Tonterías, Lucía, la reina juega al críquet y al tenis y no creo que descuide sus obligaciones. ¿No les parece, señores? Los tiempos cambian y hay que amoldarse a ellos si uno no desea envejecer antes de tiempo.

Me sorprendió que la abuela acudiera en mi auxilio y me reconfortó su apoyo. Estaba descubriendo a una mujer muy diferente a la que había imaginado. No obstante, no hubo ocasión para respuestas, como era habitual en las reuniones públicas, pues constantemente se interrumpían las conversaciones para presentar a otras personas.

-¿Guzmán? Me alegro de encontrarlo en plena forma y repuesto de la pérdida de su esposa.

Un joven, a quien el traje le sentaba de maravilla, atractivo y repeinado, sonreía al señor Guzmán con la mano extendida. El conde lo saludó cortés, aunque dejó entrever un gesto de contrariedad por el momento tan inoportuno para mencionar a la fallecida esposa.

-El señor Álvaro Goicoechea, conde de Amurrio -presentó con formalidad.

No le había gustado la intervención del joven, quien se hizo con la conversación con gran habilidad. Estaba acostumbrado a ser el centro de las tertulias.

-Es un honor conocer a tan distinguidas damas -expresó tras las presentaciones-. Le deseo una feliz estancia, señora, y que no nos encuentre excesivamente provincianos -se dirigió a la abuela-. Mientras ustedes hablan de política y de amistades comunes, ¿me permiten que secuestre a la bella señorita? Estoy seguro de que el salón de baile es el lugar más adecuado para que florezca una rosa.

-Es usted un conquistador -replicó la abuela por mí-. Alba, acompaña al caballero. Te vendrá bien desentumecer los pies.

Nada en sus formas educadas desvelaba la intención de la abuela, excepto el sarcasmo que subyacía en las inocentes palabras y el brillo pícaro de la mirada.

Escapé de la trampa con una sonrisa y una disculpa a los reunidos y enlacé el brazo que me ofrecía el conde de Amurrio. Al menos, mi madre estaría satisfecha, huía con un conde y no con el camarero.

Mi compañero de fuga resultó un adulador irresistible y divertido, con el último chiste político en los labios. Durante los tres bailes que compartimos, no dejó de saludar a diestra y a siniestra, sobre todo a mujeres. Se movía con la destreza del consumado bailarín, más amigo de las relaciones sociales que del trabajo.

-Una vez cumplidos los deseos de baile, ¿qué le parece si buscamos un refresco y salimos a la terraza? Ha quedado una noche estupenda.

            
            

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