La Herencia de Alba
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Capítulo 7 Chapter 7

Chapter 7

Como era habitual, mis padres, que dormían en habitaciones separadas, no se habían levantado. Me deslicé hasta mi dormitorio para secarme un poco y recomponer mi aspecto. Al cabo de un rato, la doncella de mi madre me avisó de que el coche aguardaba para trasladarme. El verano se presentaba muy interesante. Mis primos ya se encontraban allí; sin embargo, a pesar de ser la última en llegar, me correspondió la mejor habitación por las observaciones que hicieron.

-¡Oh! ¡Es fantástica! ¡Un mirador redondo! -exclamó Ruth, la envidiosa.

-¿No son iguales? -indagué indiferente, porque nunca me había preocupado de lo que tenían los demás.

-No. ¿Me la cambias?

-No.

No estaba dispuesta a ceder mis derechos ante una malcriada. Si la abuela me había adjudicado esa habitación, tendría sus razones o eso argüí para justificar mi negativa. No me llevaba bien con Ruth, me recordaba mucho a mi madre: interesada, vanidosa, inmoral; por el contrario, Leo, su hermano, era un cielo, siempre que no se entremetiera Ruth. La nobleza de su carácter lo cegaba a los defectos de su hermana. Era generoso, desinteresado y despreocupado.

-Hola, Alba. -Entró Leo, delgado, moreno como todos los Ansorena, cara afilada y mentón prominente-. Si deja de llover, voy a acercarme al Lawn Tennis. Cuento con que serás mi pareja.

-Por supuesto. Sabes que me encanta, aunque estoy desentrenada.

-Se te da bien. En unos días estarás a punto. ¿A qué hora reservo? ¿Te parece a media mañana?

La admiración de mi primo era sincera. Lo cierto es que nos compenetrábamos bien en la pista.

-Que no sea antes de las once -puntualicé cuando salía.

-¿Te has vuelto perezosa? -No me gustó el tonillo que Ruth imprimió a las palabras.

-En absoluto. Estoy ocupada. Y ahora, si no te importa, me gustaría instalarme sin testigos críticos.

-Eso es trabajo de la doncella. ¡Ah! Que tú prefieres prescindir de servicio.

Ruth abandonó la estancia con un gesto de satisfacción, con el cabello castaño claro cuidadosamente peinado y recogido, facciones suaves y blandas, como la familia de su padre. El físico resultaba armónico y el afán de encontrar la elegancia de mi madre contribuía a que fuera preciosa. Disfrutaba molestándome. Suspiré. Si todo iba bien, sería el último verano en familia y eso me animaba. Cerré la puerta y me dispuse a explorar mi nueva residencia. Las paredes de color vainilla, terminaban en el techo, bordeado de un zócalo de escayola con motivos geométricos en blanco. La cama era amplia y cómoda, con varios cuadrantes para salvar el cabecero de caoba y sábanas de hilo primorosamente bordadas. El mirador redondo contaba con un banco corrido, perfecto para leer o concluir las acuarelas, con visillos hasta la altura del banco. Me asomé y, por el lateral izquierdo, se divisaba el mar; el frente daba a la calle y a las casas que se adentraban en el paseo de la Reina Victoria; el lateral derecho permitía fisgar el patio de la casa y la entrada, así como la bajada de la calle hacia el Sardinero. Al compararla con la villa del conde de Valdemoro, llegué a la conclusión de que había ganado con la mudanza.

Abrí la boca, pero no llegué a emitir ningún ruido. Por la acera bajaban charlando padre e hijo. Miguel acaparaba la atención del padre con una larga explicación. Fue la primera vez que vi sonreír al caballero, distendido, vulnerable. ¿Por qué disfrutaba provocándome? Me retiré de la ventana. ¿Viviría cerca? Si fuera así, nos encontraríamos a menudo. Crucé los dedos para que estuviera de visita y quedara en una casualidad más. Continué con la inspección y me dediqué a llenar el armario, a juego con el cabecero y la cómoda, solo el escritorio era diferente, de palo santo con incrustaciones de carey. Eran bellos e invitaban a tocarlos. No había nada innecesario, como figuritas o cuadros, que llenaban y empequeñecían las estancias. El escritorio, por sí solo, constituía un adorno. Cuando terminé, ya era la hora de comer y decidí bajar al salón. Ruth y Leo compartían el sofá frente a la abuela, quien los escuchaba con atención. Vestía los colores naturales del algodón y el lino, muy usuales en Cuba. El pelo cano ahuecado y recogido en un moño era un magnifico contorno para un rostro arrugado y afable. No comprendía el temor que despertaba en mi padre; por el contrario, me transmitía serenidad, confianza y dulzura. Avancé y me señaló un sitio junto a ella.

-Hablábamos sobre los planes para la tarde. -Me puso al corriente.

-He reservado pista para mañana -informó Leo muy ufano-. Costó, pero lo conseguí. Están muy solicitadas.

-Perfecto. Compartimos gastos, como el año pasado.

-¿Para qué es la pista? -se interesó la abuela.

-En el Lawn Tennis. Alba y yo somos pareja en los partidos mixtos y entrenamos juntos.

-¡Ah! Así que aquí también hace furor el deporte -declaró la abuela emocionada-. ¡Qué pena no ser más joven! En Estados Unidos las muchachas son mucho más avanzadas: participan en los deportes, nadan, conducen esos coches a motor. La vida es mucho más divertida que la que yo conocí a vuestra edad. ¿Y a ti qué te gusta, Ruth?

-Eso son entretenimientos de la burguesía. Prefiero la equitación. Es muy costoso mantener un buen establo.

-¿Participas en concursos de equitación?

-¿Eh? No, salgo a cabalgar cuando estamos en la finca de papá.

-Que no es muy frecuente, ya que prefieres pasar el tiempo con tus estiradas amigas -delató Leo.

-¿Qué sabrás tú de mis aficiones? A los hombres os gusta el deporte, yo prefiero observar cómo sudáis.

-¿Habéis ganado algún trofeo?

La abuela retomó la conversación inicial para que no estallara una disputa entre los hermanos.

-No, aunque solemos quedar entre los primeros clasificados -reconoció Leo apesadumbrado.

-¿Y lo bien que lo pasamos? -animé a mi primo.

-Eso es más importante que ganar -aseveró la abuela-. He escuchado a reconocidos deportistas que es más interesante cuando desarrollas la suficiente destreza para disfrutarlo. Realizarlo de forma profesional es un trabajo lleno de frustraciones.

-Cierto, somos buenos y nos divertimos -se consoló Leo.

Nos interrumpió el mayordomo para anunciar la comida y trasladamos la conversación a la mesa.

-¿Y esta tarde?

-He quedado con mis amigas: María Fernández de Córdoba, Elisa Ladrón de Guevara y Rosa Domenech -anunció Ruth con aire de importancia.

-Yo me acercaré al hipódromo de Bellavista con Ricardo y Luis -expuso de forma más sencilla Leo.

-No tengo planes -confesé-. Daré un paseo para descubrir los cambios que se han producido durante el invierno. Están construyendo mucho por esta zona.

-Me gustaría acudir al baile de esta noche en el Casino. ¿Acompañaríais a una anciana? -preguntó la abuela de tal forma que no admitía negativa.

-Encantada -se ofreció Ruth.

Me constaba que había realizado un esfuerzo, pues no debía de considerar muy glamuroso presentarse ante sus elitistas amistades con una indiana, aunque su dote proviniera de ella.

-Cuente conmigo.

No era el ambiente que más me agradaba pero, si no aparecía por allí, mi madre pondría el grito en el cielo. Ya me había advertido de que me iba a presentar a posibles pretendientes y, aunque no pensaba seguirles el juego, necesitaba que dejara de acosarme. Fingir era más práctico que oponerme abiertamente. La comida transcurrió apaciblemente y, una vez más, mi abuela no reveló nada sobre su pasado o la vida en Cuba. Ni siquiera mencionó al abuelo, como hacían las venerables señoras a su edad, que se perdían en sus memorias juveniles y en tiempos mejores; tampoco nos avasalló con achaques reales o imaginarios. Una idea me trajo otra aparejada: su salud. Comía con apetito y no parecía aquejada de una enfermedad crónica. ¿De dónde habían sacado mis padres la idea de que estaba vieja y enferma?

            
            

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