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«¿Hacia dónde se dirige un jovenzuelo solitario como tú?»
El hombre que le habló era un viejo y andrajoso vagabundo que se había instalado en los alrededores de la aldea pocos días antes. Le faltaban la mitad de los dientes y la otra mitad colgaban negros y podridos en su apestosa mandíbula. Sin mediar más palabra, el anciano alargó sus famélicos brazos y agarró al niño con fuerza, tapándole la boca para evitar que pudiera emitir alguna llamada de auxilio y se lo llevó corriendo, adentrándose en la espesura del bosque. Cuando lo soltó, Ellar se encontró en el interior de una destartalada choza no muy lejos del sendero en el que se habían cruzado sus caminos, erigida con adobe y madera carcomida, que apestaba a vino barato y excrementos, y sin más salida que una puerta que el pordiosero cerró con llave a su espalda.
Aquel hombre había sido hace mucho tiempo un conocido hechicero del imperio que centró sus estudios en la horrenda brujería oscura que prohibía expresamente la «Gran Orden de Sothair», y los conocimientos que fue adquiriendo centrado en su aprendizaje le hicieron perder poco a poco la razón, hasta convertirlo en el repulsivo ser que miraba a Ellar con ojos maliciosos.
Con este encuentro comenzaron para el niño desamparado una sucesión de largos años de encierro y sufrimiento continuo. Su demente secuestrador le obligaba a base de palizas a realizar las más repugnantes tareas y a servirle en las más disparatadas ideas que se le pasaban por la cabeza. Eso era durante el día, ya que con la caída de la noche, cuando el vino se agotaba en la jarra y la comida le dejaba un regusto amargo en el paladar, se acercaba a él con esa mirada lujuriosa que había visto reflejada tantas veces en la clientela de su madre y...
Cuando Ellar había cumplido ya los trece años, una madrugada se levantó en silencio mientras su raptor dormía la borrachera, se acercó con sigilo a su espalda y sin pensárselo dos veces lo atravesó una y otra vez con un oxidado y mellado cuchillo de carne que había escondido durante la cena hasta que la angustia y la rabia que había ido acumulando durante años de sufrimiento se disipó. Aquella fue la primera muerte que Ellar dispensó, y con ella comenzó a generarse en sus entrañas aquella armadura de odio que sería su seña de identidad el resto de su existencia.