El Jardín de los Lamentos
img img El Jardín de los Lamentos img Capítulo 5 El día que te lastimé.
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Capítulo 9 Sueños rotos y cadáveres de niños. img
Capítulo 10 Un viaje de muchos mundos. img
Capítulo 11 Dioses, ángeles, demonios y monstruos. img
Capítulo 12 Nada tiene su causa en el demonio, mientras no se demuestre lo contrario. img
Capítulo 13 Epílogo img
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Capítulo 5 El día que te lastimé.

Hey nena te necesito.

Yo sin ti no puedo estar, ah, ah.

Quiero que estemos juntitos...

Como solíamos estar, ah, ah.

No te puedo olvidar...

«Y me tiene mal». Que fantástico pensamiento contenía Jonathan en su mente. Fernando Espinoza lo miraba de hito en hito mientras el resplandor purpúreo del crepúsculo pintaba las estrellas plateadas como si clavaran saetas en la piel de una bestia demencial.

¿Cuál fue su respuesta? Sí... El joven dijo que los hombres entregados a Dios llevan vidas muy tristes. Lo más sorprendente era que no se equivocaba. Era una verdad dolorosa... Los hombres de Dios como Fernando estaban destinados a una vida de soledad. Una monotonía que no se podía cambiar... Cuyo castigo de deserción era el infierno.

«¿Y si le digo que me encuentro muy mal?». Creció en Roma, pero nació en Venezuela, recordaba los hermosos edificios tintos de Lechería antes del asesinato de su hermana, en cierta forma, veía en Jonathan una similitud con su fuera juventud. Junto a la playa, la vida es más sabrosa, decía su madre. Y sí, fue muy sabrosa, solo que no recordaba la arena caliente, ni las olas reventando la sal en la costa. Desde que llegó a Roma, una ciudad grande y lúgubre, antigua y gris piedra como sus habitantes... No hubo un solo día que no extrañase el calor ausente y la vivacidad del aire salitre.

-¿Cuándo se terminará esta soledad?

Se preguntaba cada noche... Triste, solitario, un poco borde, con un corazón de hielo. Muchos apodos le habían puesto sus amigos de taberna. No tenía suerte con las mujeres, todas a las que intentó enamorar terminaron riéndose de él... ¿Tenía algo malo? Moriría solo, eso sabía. Se había alejado de Dios en su juventud, pero esa misma desesperada desolación lo hizo acercarse. A los veinte años, no había dado un beso a una mujer y su mayor logro fue masturbarse tres horas seguidas sin acabar, con buenas revistas pornográficas.

Se unió a un curso de sacerdocio por accidente y conoció al padre Guillermo, era un tipo divertido y vio los dones en él, lo convenció de estudiar demonología junto a un grupo selecto que se convirtió cinco años después en la Junta del Tabernáculo; los exorcistas enviados por el Vaticano a todo el mundo para librar las «santas batallas» contra los demonios. El padre Guillermo fue el líder del grupo y juntos viajaron por toda Europa, realizando exorcismos y llevando el catolicismo hasta los rincones más apartados del continente. Habían visto, compartido recuerdos y terrores... Cuando murió el padre Guillermo, una carta llegó al departamento de Fernando, en ella le abdicaba el liderazgo soberbio de la Junta del Tabernáculo y le cedía su más valiosa reliquia, el rosario con la cruz brillante que siempre llevaba consigo. Fueron treinta años de viajes y estudios, llevando el mensaje de salvación por África y Asia... Pero cuando el papá Juan Pablo murió, el Vaticano se olvidó del grupo y dejó de enviarles fondos para sus viajes. Los miembros más antiguos se retiraron y los más jóvenes se dedicaron a estudios bíblicos.

Fernando se convirtió en el último exorcista de Roma. Viejo y cansado, pensaba cada día en el retiro, dedicarse a otras cosas más sensatas para la edad. Eran otros tiempos, otrora exhaustivos, pero ahora, melancólicos... Sanar a los poseídos era su vida, lo necesitaba para seguir cuerdo; porque si lo dejaba, no volvería a dormir atormentado por las pesadillas. Necesitaba que lo necesitasen... No tenía familia y no recordaba a los antiguos miembros... Pero tenía un último trabajo, había escuchado los rumores desde hacía años... Que Chivacoa era la ciudad con más posesiones en Venezuela, su antiguo hogar; por años los peregrinajes a la montaña Sorte formaron el mito en toda América Latina. Los rumores de que el corazón de la santería se congregaba en aquel pueblito lo atrajeron como un incendio... De inmediato, se puso en contacto con la iglesia católica de la parroquia y los rumores resultaron ser más aterradores de lo que supuso, era terrible. Partió de Roma a Caracas y tomó un autobús a Chivacoa, un pueblo colonial y pintoresco donde era normal ver santeros fumando gordos tabacos en las calles. La iglesia era un templo grande y descuidado, había una plaza de toros que no se usaba la mayor parte del año, las calles adoquinadas conducían a la montaña Sorte y sus quebradas de agua. Lo más insoportable era el calor y los mosquitos, pero el lugar tenía su encanto. Las calles al anochecer parecían el sepulcro de un mafioso, era peligroso hasta para los perros... Y junto al joven mítico atravesaron las calles de nombres sugestivos hasta la desconchada casa de una amada.

Fernando se quitó el sombrero negro ladeado y se limpió el sudor grasiento de la incipiente calva con un pañuelo

-¿Cómo es enamorarse?-le preguntó al joven frente a la reja.

-Pues-pregunta rara. Jonathan miró al suelo mientras pensaba-... Piensas en esa persona y quieres que ella piense en ti... Y... te gusta mirarla y hacerla reír. Te gusta su risa y sus palabras... Hablar con ella... Y quieres tenerla, abrazarla, amarla... Y cuando la besas, tú, te desvaneces del mundo. De los problemas... Lo único que importa es estar allí, junto a sus labios y su sonrisa. Y eso, te hace sentir una dicha que nada puede compararse.

-Gracias... Eres muy sabio... Ojalá yo hubiera sido como tú de joven.

Jonathan bajó la mirada para esconder el sonrojo.

-No diga eso, señor, estoy seguro de que todos tomamos buenas y malas decisiones.

Llamaron tres veces a la puerta de la casa y nadie respondió. Aquel silencio demencial que envolvía el entorno oscuro de la vieja calle Penitencia los hacía temblar de nerviosismo, las sombras se paseaban libres después del anochecer... Buscando amor en su soledad desmedida. Un par de sombras muy altas los miraron fugazmente en la parte trasera de la casa antes de desaparecer...

Jonathan escudriñó el rostro del viejo sacerdote. Que absoluta melancolía sentía apesadumbrado al contemplar sus párpados agitados bajo los lentes oscuros. Un temple cincelado por el estupor del tiempo, de la desolación... Sabía cuál era aquella mirada, la de un hombre que esperaba la muerte.

Fernando continuó llamando a la puerta de la vieja casa hasta que una figura diminuta de rasgos pálidos salió del portal con un crujido de madera. Jonathan la miró largamente como si de un espectáculo siniestro fuera testigo... Aquella mujer se deslizó encorvada y delgada hasta el portón de varas de metal, clavó sus ojos enrojecidos en los del joven y luego en los del sacerdote con un gesto de incredulidad y enfado.

-No es hora de visitas.

-Buenas noches, señora Marcano-se presentó Fernando inclinando la cabeza-. Disculpe la intromisión a tales horas, pero quería saber cómo se encuentra su hija de salud.

La señora Marcano arrugó la nariz y un matiz de odio cruzó sus ojos oscuros, pero desapareció en un instante. No era su culpa; Jonathan también había visto aquella mirada rabiosa en el semblante de su padre, al encontrarse otra vez con algún sacerdote, siendo el padre Claudio quien dejó morir a su pequeña hija Francis... Aquella ira tenía sentido. La mujer apostó sus esperanzas en la fe y las fue perdiendo día a día, al ver el estado de su querida hija, a quien el padre Fernando no podía salvar.

-Ella está bien...

-Quisiera verla, saber cómo está ella.

-Pero ella no quiere verlo a usted-la mujer torció el gesto-... Está decepcionada, aquello la hace sufrir... Llora, tiene pesadillas y malestares complicados. Ella... iba cada semana a la iglesia, oraba por ella, por mí y-miró de reojo a Jonathan-... porque las cosas mejorarán.. Entonces... ¿por qué Dios deja que una niña tan buena pase por algo tan horrible? Ella no merece todo el dolor y tormento que vive día a día. Está débil, desesperada... me necesita. Y no a ustedes... Está dormida, lleva días sin poder descansar. ¡No los dejaré molestarla!

Fernando asintió y sus ojos se oscurecieron.

-Entiendo, señora. Quisiera venir un día de estos a una consulta con su hija.

-¡¿Usted no entiende?! Ella no necesita saber nada de Dios, ni de iglesias o padres-clavó sus ojos en Jonathan y lo lastimó-. Ni de ti. Déjala en paz... Ella está bien... La religión le hizo mucho daño. Solo quiere vivir una vida tranquila, alejada de aquello que la hería.

Aquello había sido suficiente. Jonathan quería protestar, él nunca había lastimado a Ana, la amaba... Fernando se dio cuenta de ello y habló en voz alta.

-¡Como usted diga, pero no puede confinar a su hija, vendremos a revisar su estado de salud y si está bien la dejaremos tranquila!

La mujer se cruzó de brazos y no supo qué replicar. Fernando solo quería lo mejor para Ana y ella lo sabía, ambos se midieron con la mirada y se marcharon a la vez. Jonathan siguió al sacerdote, pero iban en otra dirección, llegaron al final de la calle Penitencia y doblaron por la calle Frustración. Un hombre anciano sentado en una mecedora daba profundas bocanadas a un tabaco encendido en medio de la acera, la lumbre resplandecía rodeada de una perenne negrura, su silla crujía con el movimiento, como si fuese a desarmarse y el tabaco impregnaba su olor dulzón en la brisa penetrante. Los pájaros de la noche volaban entre los postes de electricidad, vigilándolos desde los cables de alta tensión. Cuando pasaron junto al hombre, este los miró y sonrió con solo tres dientes amarillos.

-Si escuchan su nombre desde un callejón-dijo con una voz preocupada, el humo del tabaco los hizo contener el aliento, su voz se iba perdiendo a medida que caminaban-, y esta obscuro y no ven a nadie... No vayan... Es el gritón... Se viste de paja y trapos. Se puede aprender sus nombres y llamarlos por las noches. Nadie lo ha visto... pero tiene una gran boca purulenta y llena de dientes... El gritón...

Siguieron caminando en la oscuridad, buscando con la vista los faroles cuyas bombillas no estuvieran quemadas. Allí, en medio de las calles despobladas. Le parecía escuchar su nombre en cada rincón... Era Ana llamándolo... «Jonathan»... No creía en cuentos de viejos. Fantasías como el Silbón o el carro de Drácula eran parte del colectivo de los ignorantes... No creía en nada. Solo existía su determinación por lo real. Casi sintió ganas de reírse del pobre viejo loco, cuya única diversión era infundirle miedo a los tontos que pasaban por su calle... «Jonathan»... Ana lo llamaba suplicante... Lo necesitaba. Y él a ella.

-¿Vamos a curar a Ana?

-Por supuesto-reiteró Fernando-... Primero pondremos la queja con la policía para poder entrar en su casa, si de verdad necesita ayuda entonces podremos tomar su custodia y la iglesia podrá aprobar un exorcismo. Tendremos el disgusto de la señora Marcano pero lo importante es salvar a Ana de... su problema.

Claro, no estaba bien dicho decir: «de su posesión demoníaca», aquí, en la oscuridad. Aquí donde no se quiere recordar a nadie. Donde el recuerdo de haber sido memorable para alguien espumea inusitadamente como las burbujas de una cerveza. Salvar a Ana era su meta... Lo haría. Un par de calles más abajo, plagadas de sombras y recodos, finalmente llegaron al CICPC del pueblo. Un edificio blanco y alargado de dos pisos y muchas ventanas cubiertas con cortinas color crema. En la entrada se leía en un gran cartel con el símbolo de la policía, «CICPC, Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas». Aquel edificio nunca le trasmitió buena vibra, estar en ese lugar conllevaba haber cometido un crimen... Al menos así lo veía él.

El portal de vidrio estaba abierto y cuando entraron, una brisa fresca los golpeó con un escalofrío, la ciudad montañosa era fría, pero allí... El frío del aire acondicionado te traspasaba la ropa como agua helada. Al poco rato los dientes le castañeaban por el frío. Por dentro, era bastante limpio, el suelo de cerámicas blancas brillaba y las luces le arrancaban destellos estrellados. En la recepción una secretaria jugaba a la lotería de los animalitos detrás de un ordenador, por su gesto había perdido al escuchar «el oso» en la radio y rasgar su ticket. Los miró y paseó sus ojos oscuros por la sala de espera, allí se apilaban diez pares de sillas de acero (como en los aeropuertos) y las personas que esperaban ansiosos se sorprendieron de ver a un sacerdote. Había una mujer que tenía aspecto de no haber dormido en varios días y un hombre extraño que movía las rodillas, nervioso.

-Buenas noches-la recepcionista parecía cansada, era morena, delgada y aparentaba una falsa juventud-, ¿cómo lo puedo ayudar, señor?

-Buenas noches-declaró Fernando Espinoza a la recepcionista-, quisiera reportar un caso de negligencia familiar.

La mujer torció el gesto. Tenía ojos brillantes y estudió a Jonathan con la mirada, el joven se sintió apenado. Era muy bonita y sus ojos brillaban, quizás Ana fuera así cuando rondará los veintitantos... La mujer telefoneó a una tal comisario Bracho y les pidió que esperarán junto a los otros para poner la denuncia. Habían dos asientos libres junto a la mujer cansada y esperaron, el contacto del frío metal lo hizo recordar lo cansado que estaba. No supo cuanto tiempo estuvo sentado... Meditando en sueños... ¿Qué estaba haciendo con su vida? Todo era un chiste sin sentido, pero que de alguna forma entretenía a los demás. El nihilismo lo fue atormentaba cada segundo, exagerando sus pensamientos... Que éramos la única manifestación del universo abstracto... Éramos el tiempo, cada segundo... Y nuestra desaparición sería el final de la existencia.

La mujer de la silla rompió a llorar y el hombre movió las rodillas ansioso, no dejaba de mirar a los lados y negar con la cabeza. Fernando se colocó el maletín en el regazo, sacó una biblia remendada y llena de anotaciones y se puso a leerla... El silencio que aconteció a aquello fue verdaderamente insoportable. La mujer sorbía por la nariz y lloraba disimuladamente y el hombre taladraba el suelo con los pies, inquieto... Las luces blancas parpadeaban.

El hombre extraño miró a Jonathan y sonrió, era moreno y muy bajo, sus ojos negros juzgaban. Tenía un rosario alrededor del cuello y se vestía de negro...

-¿Quieres saber cómo está?

El joven levantó la mirada y vio al extraño hombre hablarle.

-¿Cómo dice?

-Estás preocupado-lo miraba y ensanchaba aquella sonrisa al adivinar sus pensamientos-... ¿Es un familiar? No... ¿Novia? Sí... Estás enamorado y estás preocupado. ¿Quieres saber cómo está ella?

Jonathan se mantuvo inquieto. El hombre hablaba como un chamo, y se comportaba como tal al expresarse. ¿Qué quería? Estuvo largo rato mirándolo fijamente y sentía la garganta seca... ¿Estaba adivinando sus pensamientos viendo su rostro?

-¿Cómo sabe esto, señor?

El hombre sonrió todavía más y acarició el rosario en su cuello, también tenía un pendiente en la oreja con una cruz.

-Soy brujo.

Fernando guardó la biblia en el maletín y miró severo al hombre con los labios apretados. Sus mejillas se llenaron de arrugas.

-No sabe lo que dice, Jonathan... Este hombre no es ningún brujo, cuando mucho es un tabaquero que dice hablar con muertos. Se hacen llamar brujos pero no son otra cosa que mentalistas o estafadores.

El brujo soltó una risita y sus ojos brillaron.

-El Espíritu Santo me dio mis poderes. Y la Virgen María me está diciendo que necesitas guía. Tu novia está pasando un momento muy difícil, una prueba, que también te involucra...

Jonathan se encorvó en el asiento. No quería creer en las palabras del brujo y Fernando hacia hincapié en aquello con sabía vehemencia. Pero... estaba cansado y aquel brujo hablaba con convicción.

-De seguro este hombre escuchó lo que hablamos con la secretaria-comentó Fernando a la defensiva-. Hizo conjeturas y acertó en su charlatanería. Es un fanfarrón que dice tener poderes...

-Quiero escucharlo...

El brujo chasco la lengua y miró fijamente a Jonathan, sus ojos oscuros brillaron y las luces parpadearon... Su gesto se torció, su boca, su nariz... Sus párpados vibraban. Su cabello recortado ondulaba como la paja azotada por la brisa... Aquello duró un segundo, una eternidad, un minuto... Aquel brujo tenía otro rostro... El mismo tiempo que parecía construir la existencia se detuvo, inverosímil, ante la propuesta esclarecedora de aquel sarcófago humano.

-¿Cuál es tu nombre completo? -Preguntó el brujo con una voz gutural, estaba completamente inmóvil y la luz bajó su intensidad, tenue, cansada.

-Jonathan Aldous Jiménez Belisario-su respuesta fue inmediata.

El brujo entrecerró los ojos.

-Padre, Hijo y Espíritu Santo-entonó el brujo y con cada palabra fue bajando el volumen de su voz, como si estuviera decayendo en una escalera de plata-... Te presentamos a Jonathan Aldous Jiménez Belisario para que tú, Padre Celestial, interfieras en su vida y abras todos los caminos. Seas luz... Rey del Cielo y de todos los ángeles, lo guíen en su dura batalla y le den la fuerza a su fe para creer en ti, poderoso rey-la voz gutural desapareció y se sumergió en un susurro casi inexistente, el brujo sostuvo su rosario en la mano derecha... Rezó en silencio un par de minutos, sus labios se abrían y unían con violencia-... Sí, Dios poderoso, gracias por tu mensaje... Me despido en tu santo nombre. Amén...

Se hizo un silencio pesado en la sala de espera. Todos miraban al brujo salir de su trance vivido y recobrar la tez de su rostro, abrió los ojos y aquel hombre extraño volvía a estar allí. Jonathan se removió incómodo en la silla.

-¿Qué te dijo el Espíritu? -Preguntó finalmente la mujer afligida.

El brujo soltó el rosario mientras rezaba un avemaría en murmullos, clavó sus ojos en Jonathan.

-Eres una de sus soldados más temerarios. Tu carisma es-el hombre moreno miró a Fernando y el padre negó con la cabeza en silencio-... Te espera un arduo camino, pero ya estás preparado para él. Debes seguir adelante y no pensar en el pasado, porque cosas dolorosas vendrán... Tú eres el que decide, si avanzar por aquella senda despiadada o continuar por un sendero tranquilo. Pero debes tomar tu decisión, porque el cambio ya viene... Y lo mejor para todos será que te unas a Dios, que combatas al mal que se cierne sobre el pueblo o-miró al sacerdote y su semblante parecía triste, se dirigió al anciano como una figura íntima-... Debes guiarlo en su búsqueda de significado. Cuida de tu salud, porque hay algo malo en tu cuerpo... Ustedes deben seguir adelante no importa que, porque hay luz en sus corazones... Esta batalla les pertenece.

El brujo cerró los ojos y el trance lo envolvió, se estremeció y permaneció en silencio con la cabeza gacha por un largo tiempo. Jonathan no supo que decir, inmerso en sus propias cavilaciones, le pidió respuestas a aquel brujo y solo obtuvo incógnitas. Fernando tenía razón, aquel hombre era un charlatán que quería jugar con sus mentes para sentirse superior. Creerse la gran cosa, así como los creyentes católicos se creían mejores que los demás. Porque ellos eran los «buenos», que irían al cielo mientras los demás arderían en su propio infierno. Estaba a punto de reírse cuando el brujo levantó el rostro, lo que dijo le erizó el vello de los brazos:

-Tu pareja se llama Ana Cristina Marcano Ramos y está siendo atormentada por un demonio...

Todo el calor que había en su sangre se desvaneció en aquel momento. El brujo lo miró, bostezó y recobró el sentido. Jonathan se estremeció, incluso Fernando asintió pensativo y no quiso hablar. La mujer afligida miró al brujo en busca de consuelo y se limpió las lágrimas de los ojos, lucía un cabello enmarañado de muerte.

-Señor brujo-sacó un fardo de billetes arrugados, de diez y veinte bolívares soberanos-... Una camioneta blanca se llevó a mi hija pequeña. No pude hacer nada... Se la llevaron frente a mis ojos-comenzó a llorar y la voz se le rompió-... Tiene cinco años y esos hombres me la arrancaron de los brazos. ¿Podría... podría encontrarla? Le voy a pagar mucho, pero por favor... Llevo todo el día esperando y no dejan de buscarla en las patrullas. Y no es la primera, al hijo pequeño de una vecina se lo llevaron también en una camioneta. Nunca apareció... Por favor... Yo... Su papá está en el extranjero, trabajando y...

El llanto de la mujer pudo más que ella. Estuvo largo rato con el rostro oculto en la cartera, cuando fue a coger aliento una maraña de mocos salió de su nariz enrojecida. El brujo levantó una mano y negó con la cabeza.

-No hago milagros señora. Al único al que debería pedirle es a Dios y a la Virgen. Yo solo soy un intercesor...

-No sea modesto, por favor, es una niña muy buena... Reza todos los días y regaña a su abuela cuando la ve fumando tabaco o leyendo las cartas. Le gusta la iglesia y...

-Señora-replicó el brujo con preocupación-... No quiero darle falsas esperanzas. La policía está trabajando arduo para encontrar a los niños desaparecidos. Usted...

-¡Por favor, señor brujo!

El hombre negó con la cabeza y enseñó las palmas, eran muy blancas comparado con su tez oscura.

-Yo creo que debería ayudarle-dijo Jonathan de pronto, todos lo miraron-... Creo... Que todos deberíamos tener un poco más de fe.

Sorprendido por lo que dijo, Fernando le dio unas palmaditas cálidas en el hombro y el brujo asintió. Vio un destello en sus ojos cafés y le pidió el nombre completo de la niña a la mujer afligida. Luego de recitar un avemaría, se quitó el rosario y sacó de su bolsillo una petaca, un paquete de Belmont y unos chicles. El brujo destapó la petaca y un profundo aroma a licor impregnó la sala de espera, todos lo respiraron, lo necesitaban... El hombre dio un valiente trago de la botella sin siquiera arrugar la nariz. Era un licor muy fuerte...

El brujo entonó unos cuantos avemarías y padrenuestros y luego pidió al ángel que le mostrará el camino a la niña desaparecida. Estuvo tendido un largo rato sobre la silla, orando a murmullos y estremeciéndose... Le pidió más información de la desaparecida, su ropa, el color de su cabello, la calle donde se la llevaron. Con cada pregunta su rostro iba cambiando, dio otro trago a la petaca y su voz se volvió grave, gutural... Sus ojos adquirieron una melancolía misteriosa y su boca mantenía un aspecto cruel. El brujo se estremeció y sus labios temblaron, el rosario en sus manos no dejaba de dar vueltas. Las luces parpadearon cuando habló.

-Llévame...

Ante la propuesta la mujer no dudó, tenía sus esperanzas puestas en el brujo. Una última ilusión... Buscó las llaves de su carro y se levantó junto al brujo al estacionamiento fuera del edificio. Jonathan le preguntó a Fernando si podía ir con ellos, y el anciano después de pensarlo se lo permitió. Afuera, el brujo y la señora afligida entraban en un carro azul cromado, Jonathan entró en el asiento trasero y esperó que la mujer encendiera el motor. El brujo era bastante pequeño, a Jonathan le llegaba por el hombro...

En su belleza crepuscular, ausente, dos luces amarillentas deambulaban inquietas sobre la calle de aceite negro. El hombre daba extrañas indicaciones, dieron al menos dos vueltas en cada calle y el aire pesado comenzó a arremolinarse en sus cabezas. Finalmente llegaron a la carretera que conducía a las afueras del pueblo y la vegetación los rodeó en un túnel abismal... La carretera desapareció dando lugar a un camino pedregoso, siguieron avanzando media hora más hasta que llegaron a una de las ramificaciones de la quebrada Carmiña que se unía al río Yaracuy. El rumor del agua los acompañó cuando no pudieron avanzar, apesadumbrados. Todos bajaron del carro, el brujo seguía inmerso en su trance y murmuraba cuánto debían avanzar. Jonathan iluminó el sendero dificultoso con una linterna y ayudó al brujo a caminar, juntos en su delirio nocturno avanzaron con los mosquitos zumbando en el interior de sus cerebros. Los zarzales los pincharon y las ramas los golpearon, pero siguieron avanzando hasta encontrar un pequeño riachuelo que discurría en medio de un montón de piedras erosionadas. Un olor ferroso inundó el aire viciado, el círculo de luz reveló los tesoros ocultos del riachuelo y un lamento doloroso se alzó al cielo estrellado, giró en el firmamento y se desvaneció... Un llanto desesperante los envolvió con su imperante terror.

El brujo salió de su trance al momento. Estaba pálido a la luz del anochecer. Jonathan no pudo si quiera concebir palabra ante tal acto atroz: el pequeño vestidito azul de brocado flotaba en los cinco centímetros de agua del riachuelo... Era nefasto, un amargo sentimiento se alojó en su estómago y no pudo deshacerse de su regusto; porque había otro indicio de lo que ocurría... Todo volvía, siempre era de esa forma... Otra flor marchita encontrada en el huerto putrefacto, regada con lágrimas de frustración y la música de la desesperanza... Un lugar despiadado, abonado con el sufrimiento de las almas en pena.

Un jardín de los lamentos...

Estoy recordando el día que te lastimé.

Fue hace tanto...

En mi mente parece la lumbre de un cigarrillo en la oscuridad.

Pero está allí...

Ausente, me hace pensar muchas cosas.

Como... Nosotros, ahora, quizás estuviésemos juntos.

Lamento haber hecho tantas idioteces.

Sé que no puedes perdonarme porque no te acuerdas de mí...

Y ese es mi sueño de redención, el puñal en mi corazón.

            
            

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