―Chilpilla, debes entrar, hace frío ―me dijo Isolina preocupada.
La miré y asentí con la cabeza, sabía que lo que me decía era cierto, pero el frío ya no tenía efecto sobre mí. Tuve tanto frío, tanta hambre, tanto daño...
―Chilpilla, nunca me has querido contar, cada vez que te quedas así, la tristeza aparece en tus ojos.
―Lo sé, Isolina, pero no es nada, son solo recuerdos.
―¿De cuando te convertiste en bruja?
―Así es.
―¿Y cuándo me dejarás ser bruja como tú?
La miré. Isolina apenas tenía dieciséis años. ¿Cómo podía enfrentarla a todo lo que yo viví durante los siete años de entrenamiento? Sin contar con la preparación que para ese entonces yo pensaba que era lo mismo, lo cual era un gran error.
―Cuando seas un poco mayor, Isolina, cuando estés preparada.
―Yo ya estoy preparada.
―Eres una niña todavía.
―No poh, es que yo no soy na'' una niña, ya soy mayor ―replicó enojada.
La contemplé unos minutos. Su edad tenía yo cuando me convertí en bruja y casi no sobreviví. No podía hacerle lo mismo a ella. Debía esperar un poco más.
―Isolina, esta noche saldré al bosque, tú te volverás a tu casa, ¿me oíste?
―No, Chilpilla, yo me quedaré aquí.
―Yo no voy a estar ―expliqué.
―Entonces me quedo sola, yo no tengo na' qué ir a hacer a mi casa. Yo me quedo.
―¿Y si te pasa algo?
―Me defiendo, si pa' eso bien buenas manos que tengo yo, que me dio mi taitita mío de mí.
Sonreí. Era muy valiente, tanto como pensaba que era yo a su edad.
―Está bien, si quieres quedarte, hazlo. Yo debo internarme en el bosque.
Caminé por un sendero ya conocido para mí. Después de un siglo de recorrer cada rincón, de haber vivido en él por largos doce años...
―¿Largos? ―Su voz a mis espaldas me interrumpió―. ¿Se te hicieron largos esos doce años junto a mí? Me ofendes, Chilpilla.
Me volteé para mirarlo. Seguía igual. Bueno, eso era algo lógico.
―¿Me buscabas? ―preguntó al ver que yo no hablaba, él me quitaba el aliento y la capacidad de pensar―. Eso sí me halaga, mi pequeña.
―Ha pasado mucho tiempo ―comenté cuando logré reponerme.
―Es cierto. Hay cosas que están pasando y que debemos resolver.
―¿Qué cosas?
―José de Moraleda y ese libro.
―¿Qué pasa con eso? Me lo gané.
―Es cierto, y seguro estoy de que tú lo usarás de buen modo, sin embargo, querida Chilpilla, no puedo opinar lo mismo de los amigos brujos a los que mandaste llamar.
―Todos son fieles y leales.
―Sí, ahora que todo está en calma, ¿puedes estar segura de que será lo mismo bajo presión?
―Supongo.
―No es seguro.
―¿Por qué no hablas claro? ¿Es que acaso hay un traidor en nuestras filas? La mayoría son brujos entrenados por mí misma.
―¿Y eso genera lealtad?
Bajé la cabeza, sabía que no, pero no tenía otra opción. De todo lo que me enseñó, ninguna clase incluyó la lectura. Así que para poder saber lo que ese libro decía, debía aprender.
―Estudia. Pero el libro debe permanecer en tus manos todo el tiempo, no puede caer en las manos equivocadas.
―Está bien. Lo haré.
―Escucha bien, mi pequeña, si ese libro cae en manos equivocadas... Todo irá mal, ¿entendiste?
―Sí.
―Tu mundo tal como lo conoces, se perderá.
―¿Qué significa eso?
―Perderás todo lo que tienes.
Tomé aire. No me gustaban esas medias frases, esos misterios difíciles de descifrar.
―No digas que no te lo advertí. Yo, que tú, no hago lo que tienes en mente.
―Los brujos unidos podemos enfrentar mejor todas las cosas.
―Siempre y cuando todos los brujos sean de fiar.
Al decir eso, desapareció de mi vista y me sentí otra vez enojada y triste.
Me senté en una roca. Los recuerdos eran cada vez más recurrentes, no me dejaban pensar en otra cosa, ni siquiera en el libro que José de Moraleda me había obsequiado. ¿Qué haría? No sabía si decirles o no a los brujos que tenía ese libro. Mucho menos después de la advertencia de mi Diablo.
Recordé los doce años que viví bajo su alero. Doce años de duro entrenamiento para llegar a ser una bruja.
1680
Convertirse bruja no era fácil. Por lo menos en Chiloé. No era cosa de prender una vela, decir un rezo y ya, uno se convertía en bruja o brujo. No. Allí era mucho más complicado que eso si uno quería ser un brujo de los buenos. O de los malos, como quisiera tomarlo. Yo quería ser de las buenas. Después de sufrir trece días la maldición de un bosque embrujado, de sufrir hambre, sed, frío, dolor y mucha, pero mucha soledad, tenía que obtener mi recompensa.
Recordé aquella noche en la que él volvió. Lloré. Sabía que había terminado mi tormento. Era más fuerte, sí, pero también me sentía rota. Estaba herida, no solo en mi cuerpo, también en mi alma. Vi animales atacarme, lobos feroces que no sé de dónde salían, lobos enormes que tenían colmillos gigantes que me hubiesen atravesado. Y me enfrenté a ellos. Cada mañana me dormía llorando, solo para soñar. No hubo una sola vez, del resto de aquellos días, que no tuviera horribles pesadillas y, tal como me había acostado de cansada, me levantaba por las noches. Los tres últimos días decidí no dormir. Ya no soportaba la angustia de las pesadillas.
Cerré los ojos. No eran recuerdos agradables. Por más que hubiera pasado un siglo, cien malditos años, el recuerdo seguía vivo como si hubiese sido el día anterior.
Mi memoria trajo a mi mente el fantasma de no sé quién. Aquel que en mi última noche de esas trece, me atacó. Un hombre que creía que yo era su esposa infiel. Y quería matarme. Me seguía. Mientras que yo corría a toda velocidad para escapar, él solo aparecía, a mi lado, a mis espaldas, frente a mí. Sin dificultad, como si se teletransportara. Luché toda la noche contra él. No sabía qué hacer. No podía matarlo, ya estaba muerto. Aun así, podía tocarme y lastimarme. De hecho me hirió el hombro con su hacha. Cada hora que pasaba era más desesperante, hasta que lo descubrí. No podía matarlo, pero sí podía hacerlo desaparecer. La peor ocurrencia de mi atormentada mente. Ya no lo veía, pero me perseguía de igual forma. Creí que moriría en sus manos. Luego me di cuenta de que no podía morir. ¿Qué pasaría en esos casos?, me pregunté sin saber contestarme. Pero la respuesta vino poco después. Ese hombre no iba a parar hasta asesinarme. A golpes de hachazos y cortada en cuadritos, quería matarme de puro dolor. Cortó mis pies, mis manos, luego mis brazos hasta los codos, mis piernas hasta las rodillas... El dolor era peor que cualquier otro que pudiera haber sentido antes. Pero no moría. Seguía en la agonía del sufrimiento, de ser cercenada, de ser mutilada. Poco a poco comencé a perder la conciencia. Cuando partió en dos mi vientre con su hacha, no fui capaz de seguir despierta y me desmayé, quería morir.
Al despertar, estaba entera. Mi cuerpo había sido repuesto, por decirlo de algún modo, pero el dolor seguía. Y las cicatrices también.
Aquella fue la última noche de mi prueba. La siguiente noche él volvió. Sabía que estaba más fuerte y poderosa, pero llena de dudas.
Cuando apareció, fue un alivio. Sabía que había terminado. O eso pensaba yo.
―¿Cómo ha ido todo?
―Ya lo ves ―contesté mostrando mis cicatrices y debía estar horrorosa.
―No salió tan bien lo de anoche.
―No. No supe qué hacer. ¿Fallé?
―No. No tenías forma de destruirlo.
―¿Debía morir?
―No moriste.
―Así lo sentí.
―Lo sé.
―¿Cómo fue que...?
―No pienses en eso.
Se acercó a mí y yo di un paso atrás. Estaba llena de sangre y barro. Me sentía sucia.
―No te escapes ―dijo con voz sedosa.
Yo negué con la cabeza. No quería que se me acercara. Él se levantó el sombrero y me miró con sus ojos de fuego. No dolió tanto, no pude despegar la mirada.
―Tranquila. Ya pasó lo peor ―afirmó y yo le creí.
Me abrazó, su cuerpo quemaba. Tomó mi cara entre sus manos y me hizo mirarlo. Era un ángel hermoso, no como lo pintaban en los cuadros ni como lo presentaban en los cuentos.
―Todavía me ves igual ―musitó.
―¿De qué otro modo podría verte?
―Como lo que soy, un monstruo.
―No lo eres.
―Claro que sí. Mira a lo que te expuse.
No contesté.
―Esta noche dormirás, debes descansar, estás exhausta.
―No quiero dormir ―gemí.
―Sí, estás cansada.
―No quiero soñar.
Me sonrió con lástima.
―No tendrás pesadillas, no te preocupes.
En ese momento no supe de más nada. Me fui a negro.