Terror: Brujos en Chiloé
img img Terror: Brujos en Chiloé img Capítulo 4 2
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Capítulo 4 2

Me enojé mucho. Estaba furiosa. Estaba sola de nuevo... Y con hambre. Mucha hambre.

―¿¡Qué voy a hacer ahora!? ―pregunté en voz alta, sabía que nadie me escucharía y no me importaba, pero si al menos ese Diablo me escuchaba...

Suspiré para calmarme, yo no era nadie para enfrentarme a él. Era nada. Ni siquiera era bruja todavía. Por más que mi madre, mi abuela y demases lo hubieran sido, yo todavía no estaba iniciada ni me habían entrenado. Yo sabía que era un proceso largo, ¿cuánto? No sabía, pero sí comprendía que estaba recién empezando.

En ese momento me di cuenta del frío. Comencé a tiritar. Mi cuerpo no respondía a causa de la rigidez de mis huesos con el hielo reinante. ¿Qué haría? Debía comer algo, el hambre me consumía. ¿Qué podría comer? No había árboles frutales en ese lugar. Caminé para buscar algún lugar donde comer, un lugar habitado o a alguna persona que pudiera ayudarme. Parecía que caminaba en círculos. A ratos, me daba la impresión de que el sendero se hacía más espeso, más enredado, los árboles se juntaban y casi no me dejaban avanzar. Entonces, me devolvía. Y ocurría lo mismo. Quedaba atrapada entre la maleza. Las ramas hacían doler mis piernas y mis brazos. Quise regresar al lugar de donde había salido. No lo encontré. No parecía el mismo camino por el que había ido. No era ese el camino correcto. Los bichos de la noche emitían extraños ruidos. Los grillos erizaban mi piel. Unos pájaros cantaban en algún lugar y el ruido de las hojas bajo mis pies le daban el tono tétrico a todo eso. Caminé más de dos horas. Y nada. No había salida.

Tropecé en la raíz de un árbol que sentí que atrapó mis pies, caí con estrepito al suelo y mi cara dio contra el tronco. El dolor fue tremendo, más todavía porque tenía mi rostro congelado. La sangre caliente resbaló por mis mejillas. Y lloré. No de dolor. De miedo. Estaba segura de que no podría salir de allí. Estaba sola y perdida.

Un pequeño pájaro negro del tamaño de un zorzal sobrevoló cerca de mi cara emitiendo un ruido horroroso. Un Chihued. Otra transformación de los brujos. Ya creía en eso.

―¿Qué quieres? ¿Vienes a burlarte de mí? ―le grité furiosa.

El pájaro dio vueltas en círculo por encima de mi cabeza. Un grillo cantó muy cerca de mí y me levanté rauda. No me gustaban los bichos. El chilhued dio un grito. Los árboles comenzaron a sonar con el viento que soplaba sibilante. Otros bichos hacían todo tipo de ruido. Miré hacia el cielo buscando una señal. Lo único que podía ver, eran las copas de los árboles que se movían al compás de la ventisca. Estaba asustada. ¿Valía la pena todo eso y lo que me esperaba por la vida eterna y el poder? Eso, si es que salía viva de las pruebas. El problema era que ya no podía echar pie atrás.

El frío calaba mis huesos y el terror me hacía temblar más, si eso era posible.

El chihued volvió a sobrevolar mi cabeza. ¡Maldito animal! Manoteé y cientos de arañas cayeron de las hojas de los árboles donde estaba acurrucada, llenaron todo mi cuerpo. Me levanté nerviosa y comencé a sacudirme los asquerosos bichos del cuerpo. El chihued se lanzó en picada contra mí. Corrí lo más aprisa que pude. No quería maldecirlo con mi boca, no podía andar por la vida matando a todo lo que se me cruzara. Un aullido frente a mí me paralizó. Un enérgico jadeo me sobresaltó. Las hojas que se movían. ¿Es que siempre el bosque era tan ruidoso? El bufido de un animal en mi oído me desesperó, pero no pude ver nada, cuando me giré para mirar, no había nada. Volví a correr.

Un trueno. Lo que me faltaba: que lloviera.

Pasos, las hojas crujieron bajo el peso de pisadas que no eran las mías. Y un gruñido de alguien o de algo...

Caminé en sentido contrario al que venían los sonidos, aunque parecían rodearme. El chihued se posó en mi hombro. Era un pequeño pájaro, pero me pareció enorme. Grité. Me movía en círculos, sentía que por mi espalda en cualquier momento, aparecería algo. Los chillidos de los animales y bichos venían de todas partes.

El silbido del viento... ¿Un bebé llorando? Un grito... Y el Chihued que no me dejaba, quería posarse en mí...

Quería correr, pero sentía que cada fibra de mi ser estaba congelada e inmovilizada.

Caí al suelo, rendida. No sería capaz. Era mi segunda noche y estaba derrotada. El horror que se apoderó de mi ser me demostró que no serviría para esto.

El chihued puso sus patas en mi cabeza y un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Un espasmo sacudió todo mi ser. No quise moverme y continué con mi rostro en tierra.

―Tú puedes con esto ―me aseguró la voz de mi demonio.

―No soy capaz ―respondí, aunque su presencia me calmaba, no era capaz de lidiar con todo el terror que recorría mi cuerpo.

―Eres fuerte, Chilpilla, más de lo que crees.

―No, no puedo, tengo mucho miedo.

―Enfréntate a ello ―exclamó.

―¡No puedo! ―vociferé molesta y asustada como una niña pequeña.

―¡Sí puedes! ¡Hazlo!

―Por favor ―rogué atemorizada a su voz potente.

―¡Hazlo! ―ordenó con más fuerza.

―¡Basta, por favor!

Yo seguía con mi rostro pegado a tierra para no escuchar los lobos aullando, los perros ladrando, los pájaros rondando, las hojas de los árboles meciéndose... No era capaz de lidiar con todo eso. Y Mucho menos con la sensación que todo a mi alrededor se estaba empequeñeciendo, como si el bosque se estuviera cerrando cada vez más. No quería llorar, pero a punto estaba.

―Termina con esto, Chilpilla. Tú puedes. Hazlo ―sentenció.

―No ―gemí.

―¡Hazlo! ―gritó con ronca voz y evidente malhumor.

―¡No puedo!

Podía sentir como el bosque se apretaba más contra mí, como si quisiera aplastarme. Los troncos parecían querer sacar sus raíces del suelo.

―Termina esto de una vez ―volvió a decir más calmado.

―¡No puedo!

―Hazlo, ¡ya!

―¡No!

―¡Maldición, Chilpilla! ¡Hazlo!

Su voz rugió y retumbó por todas partes, con un eco interminable y tenebroso. Me aplasté más contra la tierra.

Las raíces de unos árboles salieron de debajo de mi cuerpo y las hojas abrazaron mi espalda curvada, me atraparon. El suelo se hundió y se hizo barro, como un pantano, una trampa mortal que dejó mis piernas enterradas hasta la cintura y me sumergían cada vez más. Moriría ahogada en ese pantano y no podía hacer nada. Ya estaba enterrada hasta el pecho.

―¡Chilpilla! ¡Ahora! ―gritó una vez más y yo en mi desesperación, levanté mi cara y pude comprobar como estaba rodeada por un espeso bosque que me estaba tragando viva. Un árbol dio un paso hacia mí. Me aterré, ¿cómo era eso posible? Y otro paso.

―¡Hazlo, Chilpilla! ¡Hazlo de una buena maldita vez!

El árbol seguía avanzando en mi dirección, parecía burlarse de mí.

―¡Basta! ¡A su lugar! ―chillé con todas mis fuerzas y me eché a llorar.

El pantano me expulsó hacia arriba y me lanzó lejos, el suelo bajo mi cuerpo se endureció. Me acurruqué en posición fetal.

Todo quedó en silencio.

Un profundo y tenso silencio que me dejó helada.

Me dio la impresión de que el mundo se había detenido.

No quería levantar la cabeza.

Si los ruidos eran malos, el silencio era peor.

Levanté mi rostro al sentir la tibieza de un rayo de sol. Había amanecido.

Logré sobrevivir a mi segunda noche de entrenamiento.

Me arrastré hasta la orilla del río, después de todo, parecía que no me había movido de allí, seguía a la orilla del río y del traiguén. Con ansias bebí agua. Estaba sedienta. Me lavé la cara. Mi estómago protestó con furia. Llevaba dos días sin comer. Supuse que no podía pedir simplemente un curanto o unos chapaleles . Me reí de mí misma imaginando la escena. Miré en torno y a los pies de un pequeño monte, vi una higuera. Me levanté y solo entonces me percaté de que mis piernas estaban heridas, llenas de pequeñas llagas producto de los rasguños de los árboles y malezas que me atacaron durante la noche.

Unos mosquitos se acercaron con su odioso zumbido y se pararon en mis piernas. Manoteé para quitarlos, ¡eran tan desagradables!

Había unos higos maduros, ni siquiera me detuve a pensar que no era temporada, lo único que quería era comer. Comí con ansias, creo que jamás en mi vida había probado algo más delicioso.

Me senté al sol. No hacía el frío de la noche anterior, pero hubiera dado mi vida por tener un chamanto .

Sin hambre, sin sed y sin frío, me dormí al sol.

Me despertó el castañeo de mis dientes. Ya era de noche otra vez, aunque al parecer no era tan tarde. Parecía como si recién hubiera oscurecido. La luna todavía no salía, aunque cada día que pasara, retrasaría un poco más, su hora de salida.

Me levanté y caminé en círculos a paso rápido al tiempo que echaba aliento sobre mis manos para quitarme el frío.

―Despertaste temprano hoy ―dijo el Diablo, apoyado, como siempre, en un árbol con la mitad superior de su rostro cubierto y su largo abrigo largo.

―¿Qué hora es?

―Las siete y media.

―Demasiado temprano, será una larga noche para mí.

―Eso dependerá de ti.

―¿A qué se refiere?

―A cómo lo enfrentes.

―¿Será como anoche? ―pregunté atemorizada y me detuve un solo segundo antes de proseguir con mi lucha contra el frío.

―Nada se repite dos veces, Chilpilla.

―¿Y si no puedo?

Me tomó de los hombros y detuvo mi andar. Lo miré y luego miré el árbol donde estaba hacía un instante, ¿cómo había llegado tan rápido?

―¿Puedes dejar de hacer eso? ―preguntó con firme voz.

―Tengo frío ―susurré creyendo que se refería a mi incesante paseo.

―Decir que no puedes.

Suspiré, temblaba de frío. Y no me sentía capaz de nada. Mucho menos de volver a escapar.

―Ese es tu problema. Huyes. Debes luchar.

Diciendo esto se esfumó. Una vez más.

No sabía qué hacer, ¿quedarme o irme? Irme. De algún modo podría encontrarme a alguien; si seguía avanzando, sabía que podía llegar a alguna parte. Sentía que los grillos, los pájaros, los bichos y algo más que no conocía me seguían. Corrí hasta que no pude más y me detuve solo porque el camino estaba cerrado. Corrí en dirección opuesta, pero otra vez me encontré con un muro de árboles. No podría salir de allí. Él no me dejaría. Intenté reptar por un árbol que se atravesó en mi camino y que me tapaba el sendero. A punto estuve de lograrlo cuando caí hacia atrás, como si el árbol me hubiese botado. Me golpeé muy fuerte en la cabeza y en la espalda, cerré los ojos y me retorcí por el dolor. Entonces sentí una presencia, a alguien que me miraba, él estaba frente a mí y me observaba con sorna.

―¿Todo bien? ―me preguntó socarrón.

―Maldito... ―refunfuñé.

―Lo sé ―se burló.

Extendió su mano hacia mí para ayudar a levantarme. Su mano transmitía una energía poderosa. Me incorporé y miré alrededor. Estaba en el mismo lugar. La catarata, el río, las rocas, el cerro... Todo estaba allí. ¿Qué había pasado? ¿Cómo volví a ese lugar si había corrido por varias horas?

―Nunca te moviste ―explicó.

―Pero ¿cómo?

―Mejor no preguntes. Agradece que pasaste la tercera noche. Y sigues en pie.

Lo miré confundida. ¿De verdad que correr era la prueba de la tercera noche?

            
            

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