La reina Panambi quedó helada ante las duras palabras de su inocente esposo. O, al menos, eso creía de él en los primeros meses de convivencia. Aquel chico retraído y tímido, con problemas de dicción por su tartamudez e inofensiva apariencia, ahora la estaba confrontando tras la fuerte reclusión que les sometió a él y a sus hermanos en el palacio por temor a que les pasase algo. Y es que no le quedó otra opción debido a que había un malvado criminal que apuntaba hacia las reinas, por lo que todos los miembros de la realeza de los cuatro reinos del continente Tellus, estaban en peligro.
Por su parte, el príncipe Brett tenía otra percepción de las cosas. Para él, era necesario encargarse del problema personalmente, ya que involucraba a su propia madre. Y aunque no le guardaba cariño por los años de maltrato que les sometió a él y a sus hermanos durante la infancia, juró protegerla por ser la reina del reino del Este. Toda una nación dependía de ella y siendo la princesa heredera demasiado joven para ocupar el cargo, debía evitar a toda costa que el despreciable bandido chupasangre la forzara a entregarse a él y someterse a su voluntad.
- Cumpliré tus órdenes como un subordinado, majestad – le dijo el príncipe Brett, mirándola sin ninguna pizca de emoción en sus ojos – Seguiré usando mi cuerpo de escudo para evitar que tu ira caiga sobre mis hermanitos. Pero te advierto que, si tus soldados o sirvientes osan dañar a mi familia, me encargaré de ellos personalmente. Como tu esposo, tengo la jurisdicción para aplicar castigos a los abusones y proteger a los indefensos contra las injusticias.
- ¡Yo jamás permitiría que mis guardias te dañen, querido esposo! – dijo Panambi, mientras apretaba los puños - ¡Por eso accedí a que te escoltaran esos nobles caballeros que me desagradan! ¡Y seleccioné al personal de servicios minuciosamente para que les atiendan tanto a ti como a tus hermanos durante la reclusión! ¿Es que no entiendes que solo quiero protegerlos? ¿Por qué no vienes a mis brazos para poder consolarte en tu dolor? ¿Qué puedo hacer para que me entregues tu corazón y me aprecies como tu hermosa esposa?
El príncipe Brett respiró una y otra vez. Aunque ya consiguió corregir su tartamudeo que tantos problemas le acarreó en su infancia, de vez en cuando tendía a trabársele las palabras y solía hacer largas pausas para hablar de forma normal. Su corazón se agitó al escuchar hablar a su esposa debido a que, a pesar de todo lo que le hizo pasar, él la amaba con locura. Ella nunca le mostró desprecio por sus orígenes y hasta se esforzó para evitar que la reina Jucanda los reclamara de vuelta. Sin embargo, era demasiado controladora, desconfiaba de ellos y no se dejaba apoyar por quienes consideraba sus "queridos y bellos esposos" para llevar adelante su mandato.
Con eso en mente, le dio la espalda y, antes de retirarse a sus aposentos, le dijo:
- Déjame participar en la comitiva y te entregaré mi corazón. Por de pronto, solo tendrás mi cuerpo para que hagas de él lo que quieras, como habíamos acordado. El resto, que lo decida Eber.
Mientras caminaba por los pasillos, el príncipe Brett se encontró con uno de sus hermanos, Eber. Éste se acercó y le preguntó:
- ¿Lograste convencerla?
Brett negó con la cabeza. Al final, dio un ligero suspiro y le dijo:
- Ella intentó apelar a mis "instintos", pero no sabe que puedo controlarlos a voluntad.
Eber puso una extraña mueca y Brett notó que lucía confundido. Tras un breve silencio, murmuró:
- No me gusta que hagas esto. No resistirás por mucho tiempo y lo sabes. Déjame compartir tu carga, por favor. Soy más fuerte y saludable que tú, podré soportar mejor la ira de nuestra esposa.
- Tranquilo, Eber. Estaré bien. Si quieres ayudarme, protege a los más pequeños, como siempre. ¿Puedes hacer eso por mí, hermanito?
- Está bien, Brett. Protegeré a los pequeños. Pero, ¿quién te protegerá a ti, ahora que nuestro hermano mayor ha desaparecido?
Brett no respondió. En su lugar, comenzaron a venirle los recuerdos como pedradas. Y es que pasaron muchas cosas en medio año que aún no podía creer lo mucho que cambió su vida.
Para empezar, nunca creyó que la reina elegida por el pueblo lo tomaría a ellos como esposos. Ni mucho menos que lograría participar en la reunión del Consejo y conseguir ser escuchado. Ayudó a muchas personas como el marido de una reina, pero también se ganó de varios enemigos que harían lo que fuera para sacarlo del camino. Y todo porque, a pesar de que ya llevaba diez años residiendo en la Nación del Sur como buena fe de mantener la paz entre naciones, mucha gente les guardaba rencor a los reinos vecinos por la invasión que surgió hacia algunas décadas y que devastó por completo al país.
Hace tan solo seis meses, vivía en el castillo que su hermano mayor, el príncipe Rhiaim, se construyó tras obtener su título de duque en la actual Nación Democrática del Sur. El nombramiento fue llevado a cabo por la reina Aurora, quien lo hizo desposarse con la condesa Yehohanan para mantener la paz entre ambos reinos y controlar los intentos de invasión de la reina Jucanda luego de que lograran la independencia de los países vecinos.
El ducado del Sol era un bonito lugar situado en una de las antiguas tierras de la colonia del Este. El territorio lindaba con otro ducado conocido como el ducado de Jade, que estaba siendo gestionado por una pareja de marqueses que alojaron a varios plebeyos ahí, formando una aldea. Ellos tenían una hija, a quien acababan de nombrar duquesa y le heredaron esas tierras para gestionarlas ellas mismas.
Ambos ducados cooperaban entre sí ya que el ducado de Jade lindaba con el mar y tenía un mercado muy fructífero. Por su parte, el ducado del Sol poseía mejor infraestructura con respecto a la vigilancia y seguridad de las calles. Y todo era porque el príncipe Rhiaim, en su juventud, era un guerrero feroz en combate y que siempre elaboraba las mejores estrategias para proteger a los civiles de toda clase de peligros.
Todo comenzó cuando Brett y sus hermanos estaban almorzando y hablando de sus respectivas actividades. Aunque quienes conversaban eran los más jóvenes, ya que Brett prefería mantenerse callado. Podía estar largas horas sin hablar, lo cual eso le intrigaba a los extraños que lo tomaban como mudo.
- ¿Saben que ya eligieron a la primera reina del pueblo? – dijo Eber, uno de sus hermanos menores y que tenía sus largos cabellos teñidos en rojo.
- ¡Sí! Según los informes, dicen que se trata de una plebeya que fue criada por una familia de burgueses – explicó Zlatan, un joven de cabellos cortos y lentes de marco redondo – Ellos financiaron sus estudios en el Instituto de las reinas y era la más joven de las estudiantes.
- ¿No es ese lugar donde las chicas que quieran ser reinas van a estudiar ahí? – preguntó Uziel, el más joven de los hermanos y quien lucía los cabellos teñidos en rubio.
- Así es – respondió Zlatan – ahí también estudió la duquesa Dulce, quien ahora se encarga del ducado de Jade.
- ¡Uy! ¡Me hubiese gustado ir a la ceremonia de entrega de poder! – se quejó Eber, inflando las mejillas – pero como "Don amargado" no nos dejó ir por castigarnos, no pudimos ni siquiera despedirnos de la reina Aurora... ¡Ah! Quiero decir, ex reina Aurora.
- Fu... fue tu culpa, Eber – resopló Brett, quien se mantuvo callado por largo rato – Si no hubieras arremetido contra esos ban... bandidos que capturaron a los niños sin a... analizar si iban o no armados, nada de esto habría pa... pasado.
- Brett, otra vez estás tartamudeando – le señaló Zlatan.
- ¡Ah! Lo si... siento – Brett respiró hondo, a modo de concentrarse para hablar fluido – dejé el tratamiento hace años, no debería pasarme esto.
Brett se mantuvo callado de nuevo. Sus hermanos menores lo miraron fijamente, pero luego siguieron comiendo como si nada, en silencio. Ya estaban acostumbrados a verlo sumergido en su mutismo desde niños, por lo que preferían dejarlo tranquilo hasta que pudiera recuperar su capacidad de habla.
Y mientras almorzaban, entró en el comedor el mayordomo del castillo, hizo una reverencia y anunció:
- Majestades, tengo un mensaje de la actual reina Panambi para su alteza el príncipe Brett.
- ¿Para... mí? – preguntó Brett, recuperando su capacidad de habla.
- La reina desea verlo en persona. Tiene una propuesta interesante que ofrecerle.
- ¿Qué será? – se preguntó Eber, en voz alta.
- ¿Será que la reina querrá casarse con nuestro hermano? – preguntó un imprudente Uziel.
Repentinamente, el rostro de Brett palideció. Ya de por sí tenía la piel tan blanca que parecía enfermizo, pero ese momento perdió todo rastro de color. Sus hombros temblaron y su estómago se cerró, perdiendo así su apetito. Eber, al notar el nerviosismo de Brett, apoyó una mano sobre su hombro y le dijo:
- Brett, aún no sabemos si será eso. Sabes que ni siquiera la reina puede forzarte a un matrimonio por conveniencia. Nuestra tía Yeho se encargó de solucionar el problema.
- Lo... lo sé – respondió Brett, intentando serenarse – Solo que... ¿No crees que soy el chico más apático y aburrido del mundo? Es decir, la reina actual puede elegir entre ustedes. ¿Por qué me escogería a mí?
- ¡Ay, Brett! ¡Pero si eres el más apuesto de los cinco! – dijo Eber, ampliando su sonrisa - ¡Si por lo menos te recogieras esa melenota de león que llevas en tu cabeza, atraerías las miradas en segundos!
A excepción de Zlatan, los demás hermanos llevaban los cabellos bien largos. Pero Brett tenía la particularidad de tenerlos ondulados, por lo que siempre se le enredaban cuando dormía o entrenaba. El resto los llevaban lacios y les eran más sencillo peinarse por sí solos, sin depender de los sirvientes que les ayudasen con esa tarea. A pesar de todo, para el joven príncipe eso no era malo, debido a que consideraba sus largos cabellos como un escudo para evitar que los demás le miraran a los ojos. Eber no mentía cuando le decía que era apuesto e, incluso, su belleza había cautivado la atención de la prensa cuando recién llegó el reino hasta el punto que la propia Corte quiso forzarlo a casarse con la entonces reina Aurora, argumentando que harían una buena pareja y forjarían una alianza eterna y permanente entre naciones, a pesar de que Aurora solo gobernaría por diez años debido a que quería instaurar un sistema democrático y variar con respecto a los demás reinos, donde se mantenía la monarquía hereditaria.
- No te metas con mi cabello, Eber – le advirtió Brett a su hermano pelirrojo – al menos no cometí la locura de teñírmelo de rojo... o amarillo, como tú y Uziel.
- ¡Oye! ¡No te metas en mis asuntos! – refunfuñó Uziel.
- ¡No trates así a Brett o te las verás conmigo, enano! – le dijo Eber a Uziel, señalándolo con el dedo.
- ¡Cállate, payaso!
- ¡Maldito mocoso!
Eber y Uziel comenzaron a pelear. Brett y Zlatan, por su parte, decidieron ignorarlos y seguir comiendo. En un momento, Zlatan le preguntó:
- ¿Vas a ir?
- Si es un llamado de la reina, no puedo rechazarlo – respondió Brett, con una media sonrisa – Descuida, estaré bien. Ya no soy el chico tímido de antes.
- Iré contigo – dijo Zlatan, mirándolo seriamente – Puede que no sepa pelear y sea el más débil de los cinco, pero puedo enfrentar a los de la Corte y servirte de apoyo si quieren forzarte a algo que no quieres.
- Gracias, Zlatan. Pero, ¿no estará sola la duquesa Dulce? ¡Si casi siempre vas a visitarla en su castillo para leer juntos!
- Ella estará bien – dijo Zlatan – Es una buena amiga, podrá entender la situación.
- Bueno, como digas.
Brett sabía que Zlatan era bastante esquivo con la gente y, por lo general, prefería estar solo que asistiendo a una fiesta como lo haría cualquier chico de su edad. Pero tenía un aire de misterio capaz de atraer a las chicas, siendo la duquesa Dulce una de ellas. El joven príncipe envidiaba a Zlatan debido a eso, ya que se consideraba como alguien poco interesante y que, si no fuera por su título de príncipe, nadie siquiera le prestaría atención.
Y mientras conversaban, apareció el príncipe Rhiaim en le comedor. Éste no pudo acompañarlos porque fue a inspeccionar a los nuevos integrantes de su ejército privado, el cual lo obtuvo poco después de ser nombrado duque. Y a pesar de estar muy ocupado, siempre buscaba algún rincón de su apretada agenda para pasar el tiempo con sus hermanitos y supervisarlo en sus actividades.
Apenas entró, Eber y Uziel dejaron de pelear y regresaron a su sitio. El mayordomo le informó del mensaje y el príncipe Rhiaim también se preocupó, pero mantuvo la compostura. Luego, se sentó al lado de Brett y le dijo:
- No tienes que ir, si no quieres.
- Iré, hermano – dijo Brett – me acompañará Zlatan.
- Me preocupa que te quieran recluir en el palacio, como sucedió hace diez años...
- Por favor, hermano, déjame lidiar con esto por mi cuenta. Si pasa algo, te llamaré. Además, el palacio está cerca de la Capital, donde vive tía Yeho. Sé que ella me protegerá con sus espías porque soy el hermano de su querido y hermoso esposo. ¿No es así?
Las mejillas de Rhiaim se colorearon levemente. Y es que, a pesar de que vivían separados por sus respectivos cargos, ellos mantenían intacto su amor. Por lo que cada vez que se reencontraban, dedicaban su tiempo el uno al otro para ponerse al día y amarse como verdaderos esposos. Brett, por su parte, soltó una pequeña risita porque, aunque era de los hermanos más calmados, también tenía un lado rebelde y travieso que solía sacar relucir en pocas ocasiones.
Rhiaim, al darse cuenta, hizo sonar su garganta y, con un semblante serio, dijo:
- Está bien, respetaré tu decisión. Ya eres un adulto y es hora de que aprendas a cuidarte por tu cuenta. ¿No? En cuanto a tu trabajo...
- Yo me encargaré, hermano – intervino Eber – dirigiré a los soldados para proteger ambos ducados de los secuestradores de niños.
- ¡Esos malditos sabandijas! – bramó Uziel, apretando los puños con rabia - ¿Por qué se empecinan tanto en capturar a los niños? ¡Y no les importa sus estatus! Hijos de nobles, burgueses, plebeyos... ¡Todos están en peligro!
- Ah, y por supuesto controlaré a que Uziel no cometa otra de sus locuras – añadió Eber.
- ¡Mira quien habla! ¡El payaso que se lanza a un bandido armado con pistola y tiene a niños de cinco años en sus brazos!
- ¡Deja de llamarme payaso y respétame como tu hermano mayor!
- ¡Por supuesto que sí, hermano mayor payaso!
- ¡Ya dejen de pelear o volveré a castigarlos! – cortó Rhiaim, haciendo que Eber y Uziel se calmaran al instante.
- Bi... bien, confío en que E... Eber se encargue – dijo Brett – A... ahora que lo pi... pienso, pu... puedo pedirle a... ayuda a la reina con este ca... caso.
- Sí, puede que necesitemos de intervención de la reina – dijo Zlatan – ya que la desaparición de niños no solo afecta al ducado de la duquesa Dulce ni al de nuestro hermano, sino también a muchos otros pueblos que están alejados de la zona cosmopolita del país.
- Es una buena idea – dijo Rhiaim, sonriéndole a Brett – puede que sea demasiado esfuerzo pedirle ayuda con esto, pero ya no hay salida. La ex reina Aurora no está al mando y, hasta ahora, nos valimos de nuestros propios recursos para proteger a los niños. Quizás sea hora de que haya una intervención real y acudir a una reina es lo mejor para cortar de raíz con este problema.
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Un hombre vestido con bata blanca y un par de lentes redondos, le estaba extrayendo sangre a un pequeño niño sedado. Luego, colocó la sangre en una máquina, pulsó algunos botones y extrajo de ellas un líquido acuoso, con el cual se lo inyectó en las venas de su rostro.
Una vez terminado con eso, se miró al espejo y sonrió: creyó haber visto un par de arrugas ausentes en su rostro.
Escuchó el sonido de la puerta que interrumpió su tarea.
- Adelante.
La puerta se abrió. Un hombre alto y con un copete en la cabeza entró, diciéndole:
- Señor Roger, hemos capturado a otro par de niños con éxito.
- Excelente. Por ahora mantenlos encerrados en el subsuelo y llévate a éste – señaló al niño dormido – ya no lo necesito. Le saqué todo lo que tenía.
- Sí, señor.
El hombre del copete cargó al niño en brazos y se marchó.
Roger se volvió a mirar al espejo y le dijo a su reflejo:
- Este es tan solo el primer paso. Pero si quiero descubrir el secreto de la eterna juventud, debo capturar a "esa persona". Solo así podré lograr mi propósito de ser joven y bello por siempre.
Con esas palabras, retumbaron sus risas por toda la habitación, mientras un par de gotas de sangre de su jeringa se esparcieron por su bata.