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Algo no estaba bien.
Podía sentirlo con cada nervio e instinto de su cuerpo. Se movió, percibiendo el aire con sus sentidos, sus plumas de cobre chasqueando con cada tensa vibración de su cuerpo. Miró al parque frente a su atrio. Personas del tamaño de hormigas iban y venían sin importar que pasaran la una de la madrugada. Podía escucharlos, el sonido de sus corazones palpitando, el sonido de cada respiración que tomaban, sus voces mientras reían, charlaban, bebían o enamoraban.
Los santiagueros eran una estirpe vivaracha dentro de un pueblo de por si jaranero.
Parpadeó porque todo parecía ser igual que siempre. Sin embargo, algo no iba bien, pero... ¿qué sería?
¿Qué tenía esta noche de diferente?
Encontrar sosiego era imposible. Así que, dejando una imagen holográfica de sí misma la cual duraría por un par de horas, abrió sus alas y se impulsó en vertical, alzando el vuelo fácilmente. Voló durante un tiempo, encubriendo su presencia con abundantes capas de glamour de los ojos sagaces en tierra –los cubanos no podían ser subestimados- hasta llegar a la zona preferida por los de su clase para vivir.
No se acercó, se posó en el monumento más alto del cementerio y escuchó los susurro de sus hermanos y hermanas.
Se congeló, su cuerpo paralizado por la avalancha de emociones que en cuestión de segundos sacudió cada fibra de su ser.
Miedo, furia, resignación, rabia y dolor. Un dolor abrumador y cegador, tan solo superado por un temor crudo y sin fin, porque...
Él la había encontrado.
Ella no regresó esa noche a su lugar habitual y su desaparición sacudió a una ciudad entera al día siguiente.