Mi jefe, Daniel Díaz, era el tipo de hombre que si te veía en el suelo, no te daba la mano; al contrario, te empujaba para hundirte aún más. Un monstruo sin piedad, sin valores, sin respeto. Salí corriendo de su oficina, intentando no escuchar sus últimas palabras, que parecían un eco interminable en mi cabeza. Tomé mi cartera, sin necesidad de recoger nada, pues nunca llevé ni una foto. ¿Para qué dejar algo tan personal en ese lugar? Las paredes de la oficina estaban impregnadas de una energía oscura, pesada, casi como si el propio Daniel hubiera dejado su esencia en cada rincón.
Apenas salí, un torrencial me recibió. ¡Justo lo que me faltaba! ¿Era que la mala suerte estaba decidida a perseguirme a donde fuera? Decidí caminar bajo la lluvia; después de todo, no estaba tan lejos de casa, y el agua podría llevarse un poco de mi frustración. Aunque nunca fui de esas personas que creen en chacras o energías protectoras; esas cosas solo son inventos para quienes buscan consuelo en lo intangible.
La lluvia empapaba mis ropas, y el frío empezaba a calarme hasta los huesos. Para completar, un auto pasó por un charco y me llenó de barro hasta el cabello. "¡Maldito sea!" grité con furia. El mundo a veces parecía diseñado solo para favorecer a unos pocos, aquellos que, como Daniel Díaz, tenían el poder de pisotear a cualquiera sin consecuencias. En esta sociedad, parecían tener valor solo las mujeres de rostros perfectos, con vestidos caros y un maquillaje impecable. Las que, como yo, vestíamos ropa modesta y básica, parecíamos invisibles, solo sombras en un mundo de brillos superficiales.
Al llegar a casa, jamás imaginé encontrarme la peor escena de mi vida. Mi madre estaba tirada en el suelo de la cocina. El miedo y la desesperación se apoderaron de mí. "¿Había llegado su hora?", pensé aterrorizada.
-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Despierta, por favor! -la llamé, sintiendo cómo mi corazón se rompía con cada palabra. Mi hermana apareció, llorando también, en un ataque de pánico.
-¿Qué le pasa a mamá? -preguntó entre sollozos, con su voz temblorosa.
Intenté mantener la calma por ella, aunque todo en mí quería colapsar. Mi hermana, en medio de su fragilidad, necesitaba mis palabras como ancla.
-Cálmate, hermana, ya llamo a emergencias. Pero debes tranquilizarte, ¿tomaste tus medicinas hoy?
-Sí, solo falta la de la noche -me dijo, su voz apenas audible por el llanto.
Marqué el número de emergencias y, poco después, los paramédicos llegaron y trasladaron a mamá. Mi vecina, quien sabía de nuestra situación, se quedó con mi hermana mientras yo subía a la ambulancia. Mis manos estaban heladas, y aún empapada, el frío me hacía temblar.
Al llegar a la clínica, el médico de mamá, el doctor Horacio, me estaba esperando. Con solo mirarme, entendió la angustia que me invadía.
-Amelia -me dijo con una voz cargada de tristeza-, lamento decirte esto, pero tu madre está en su etapa final. No creo que pueda pasar de esta noche.
Un golpe de realidad me atravesó el pecho. Sabía que la salud de mamá había empeorado, pero nunca estaría preparada para esto. Horacio continuó, con su usual amabilidad y profesionalismo.
-Además, Amelia... la clínica pide que se cancelen los pagos pendientes. Incluso el costo de esta noche debe cubrirse hoy mismo.
El dolor por mi madre se unía a la vergüenza de no tener cómo pagar, y peor aún, a la desesperación de haber perdido mi empleo justo esa mañana. Horacio me miró, comprensivo, y se ofreció a ayudarme. Pero no podía aceptar. Sabía lo que debía hacer, aunque odiara la idea.
Decidí llamar a Daniel Díaz. Me repugnaba pensar que él sería la única salida para cubrir los gastos, aceptando su propuesta.
-¿Ya te arrepentiste? -respondió al primer timbrazo, con su voz fría y burlona-. ¿No aguantas ni un día sin empleo?
No pude responderle, solo empecé a llorar. La impotencia, el miedo y la vergüenza me dominaban.
-¿Qué te pasa? -preguntó, y su voz sonó menos dura-. Amelia, ¿te hicieron algo?
-Acepto tu maldito trato -le dije entre sollozos-. Pero quiero que vengas a la clínica y pagues los gastos de mi madre. Ella está... muriendo.
Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea, y luego, con un tono menos sarcástico, me respondió:
-No te preocupes por el contrato ahora. Espérame ahí, llegaré en unos minutos.
Me senté en la sala de espera, abrazándome las rodillas, tratando de calmarme. Me dolía tanto todo lo que estaba viviendo que apenas podía pensar. No sé cuánto tiempo pasó hasta que sentí unas manos firmes que me levantaban del suelo. Sin abrir los ojos, supe que era él, Daniel Díaz.
Desperté en una habitación, envuelta en una manta cálida. Me di cuenta de que había dormido unas pocas horas. Su voz cortó el silencio:
-¿Pudiste dormir algo?
-¿Cuánto tiempo ha pasado? -pregunté, aún adormilada.
-Unas tres horas. Tu madre sigue igual. Me encargué de las cuentas de la clínica y la hipoteca de tu casa por el momento. Ahora puedes estar tranquila -dijo sin expresión alguna.
-Gracias... -murmuré con amargura-. Te pagaré hasta el último centavo, puedes estar seguro.
-Ahora hablemos de lo importante. ¿Cuándo nos casamos? No puedo esperar más -dijo, directo-. Mi abuelo quiere entregarme el control de sus empresas, pero solo confía en mí si estoy casado. Pero aclaro que no soy un hombre de una sola mujer.
Lo miré, furiosa, y le respondí con firmeza:
-Tengo mis condiciones: nada de exhibiciones con otras mujeres mientras dure nuestro matrimonio, ni rumores que me perjudiquen. Y quiero que respetes mi integridad y te ahorres los comentarios despectivos.
Él me miró con su usual frialdad, pero su boca formó una mueca de aprobación.
-Tienes carácter, Amelia. Nos casaremos mañana. Y, para que lo sepas, te pagaré un salario cuatro veces mayor al que ganabas. Pero insisto, no quiero que me devuelvas nada de lo que pagué. Considéralo una retribución.
Apreté los puños, odiándolo aún más. Aún así, sabía que no tenía más opciones.
-Está bien -respondí, tratando de mantener la calma-. Pero recuerda que, aunque acepte, no soy tu marioneta.