Llegué a casa en medio de la noche, envuelta en una profunda tristeza que me aplastaba el pecho. Era como si la ausencia de mi madre, tan reciente y dolorosa, me arrancara un pedazo del alma. Aquella noche no pude evitar buscar entre sus cosas, como si encontrara en sus pertenencias algún consuelo. Reviví memorias, acariciando sus prendas, su perfume... hasta que mis manos dieron con un vestido. Era horrible, con plumas negras en las mangas y en el dobladillo, un recuerdo antiguo y ajado, pero en ese momento me pareció perfecto. Este sería mi vestido de boda. Aquel que le mostraría a Daniel, y que lo dejaría tan avergonzado como yo me sentía.
Para cuando el amanecer se abrió paso, ya me había preparado. A las nueve de la mañana, allí estaba, vestida de pies a cabeza con mi «maravilloso» atuendo negro, que era cualquier cosa menos adecuado para una boda. Mis ojeras, que no intenté cubrir, acentuaban mi estado; dejé que el cansancio y el dolor quedaran al descubierto. No me interesaba ocultarlos.
A las diez menos diez, un auto negro se detuvo frente a mi casa, y el chofer bajó la ventana para informarme con cautela:
-Señorita Amelía, el señor Díaz la espera en el registro civil.
Respiré profundo, haciendo acopio de toda mi determinación.
-Dígale a su jefe que no se preocupe, estaré allí en unos minutos-dije con una leve sonrisa desafiante, y el chofer, al observarme, quedó visiblemente atónito. La escena era perfecta.
Llegamos al registro, y cuando el chofer abrió la puerta, puse un pie en la calle... y justo en ese instante la sandalia se rompió, traicionándome.
-¡Esto es lo único que me faltaba!-exclamé con frustración, mirando al suelo y sintiendo el golpe de la mala suerte.
Entonces, se me ocurrió una idea.
-Señor chofer...-le llamé, improvisando rápidamente-, necesito que me preste sus zapatos. ¿Qué número calza?
Él me miró incrédulo, dudando de mis palabras.
-¿Mis zapatos, señorita?-preguntó con los ojos abiertos.
-Sí, mis sandalias se han roto, y me estoy casando con su jefe. No puedo ir descalza.
El hombre pareció dudar un segundo, pero luego suspiró, como resignado a la extraña situación. Me entregó sus zapatos, que me quedaban enormes, y me los puse de inmediato. Ahora, con aquel espantoso vestido, las plumas negras y aquellos zapatos masculinos, me sentía aún más desaliñada, pero eso era justo lo que quería.
Cuando entré al edificio, los murmullos de la gente alrededor no se hicieron esperar. Algunos cuchicheaban y me miraban con una mezcla de asombro y burla, pero no me importaba en absoluto. Cada paso hacia el registro era una pequeña victoria.
Dentro, al encontrarme con Daniel, vi cómo se le transformaba la expresión. Sus ojos se abrieron con incredulidad y su cara palideció al ver mi atuendo. Rápidamente, avanzó hacia mí, tomándome del brazo con firmeza.
-¿Se puede saber qué es eso que llevas puesto? Y... ¿de dónde has sacado esos zapatos? ¡Te quedan al menos tres tallas grandes!-exigió, visiblemente molesto.
-Es mi vestido de matrimonio. ¿Acaso no es obvio?-le respondí con sarcasmo-. Y los zapatos... bueno, los conseguí prestados porque mis sandalias se rompieron.
-¿Te burlas de mí? ¿Sabes lo que estás haciendo? Esto es una total falta de respeto-espetó, susurrando para que solo yo lo escuchara, pero su furia era evidente.
Mi plan estaba funcionando, y aunque había comenzado a arrepentirme un poco, algo en mí decidió que debía seguir adelante.
-Nadie me dirá cómo vestirme. Esto es lo que soy, lo que tengo, y no voy a fingir ser alguien que no soy-respondí, levantando la barbilla con seguridad.
-Me estás avergonzando, Amelía-replicó entre dientes.
-No me importa. Terminemos de una vez-sentencié, y me giré hacia el juez.
Apretó la mandíbula, conteniendo su ira, pero entrelazó su mano con la mía y caminamos juntos hasta el juez, que me observaba con asombro, como si no supiera si tomar esto en serio. La ceremonia fue breve, pero cuando el juez dijo «puede besar a la novia», Daniel y yo nos miramos con incomodidad. Él se inclinó, y antes de poder evitarlo, sus labios rozaron los míos en un beso extraño, nervioso, que terminó siendo más intenso de lo que ambos esperábamos. Mi mente se nubló un instante y casi olvidé dónde estaba.
El juez carraspeó, y Daniel se separó de mí, frunciendo el ceño, sin decir palabra. Los fotógrafos, que no perdieron detalle, comenzaron a disparar sus flashes, tomando fotos de aquel desastroso atuendo junto a su recién nombrada esposa. Sabía que al día siguiente, toda la prensa se haría eco del escándalo.
Al llegar a casa, Daniel me ayudó a bajar del coche y, antes de irse, me soltó una larga lista de instrucciones.
-Mañana vendrás a mi casa con tus cosas. Tu hermana y tú vivirán conmigo para guardar las apariencias. Tendrás tu propio cuarto y no habrá problemas de espacio. Contrataré una enfermera para tu hermana y, además, espero que tomes el día para arreglarte, ir al salón de belleza y comprar ropa adecuada. Nada de esas cosas de rebaja; ahora eres mi esposa y tienes que vestir acorde a ese papel. El lunes firmaremos el contrato con las cláusulas que ya discutimos y... no olvides firmar el acuerdo prenupcial. También puedes llevarte todo lo que necesiten tú y tu hermana-dijo, extendiéndome su tarjeta de crédito-. Usa esto para cualquier gasto.
Apenas levanté una ceja, agotada.
-Está bien. Firmaré todo lo que quieras. No tengo intención de robarte nada-le respondí con indiferencia.
-Perfecto. Mañana tendrás ayuda para mudarte. Buenas tardes, Amelía-me dijo, antes de girarse hacia el coche.
Justo cuando iba a subir, recordé que aún tenía los zapatos del chofer. Corrí hasta el vehículo y se los devolví con una sonrisa agradecida, ignorando la expresión de disgusto de Daniel.
-Gracias, y... felicidades, señora Díaz-me dijo el chofer con una mirada cálida.
Antes de irse, Daniel se giró hacia mí y me dijo:
-Ah, y por favor, quema ese... «trapo»-dijo, señalando mi vestido, antes de desaparecer en el coche.
Subí a mi habitación con el vestido negro aún puesto, pero algo me hizo detenerme en la habitación de mi madre. Su aroma seguía presente, y vi una carta sobre su cama.
«Para mi pequeña Amelía», decía. Al leer esas palabras, una oleada de dolor me inundó y no pude evitar abrazar la carta con todas mis fuerzas, llorando, sintiendo que el vacío en mi pecho se hacía más profundo. Apenas llevábamos unos días separadas, y yo ya no sabía cómo enfrentar el mundo sin ella. Con la carta aún apretada contra mi pecho, me prometí mantener sus cosas intactas, tal como las dejó.
Finalmente, me dejé caer en la cama de mi habitación, agotada. La carta seguía en mis manos, y la abrí con cuidado.
«Querida hija, si estás leyendo esto, significa que ya no estoy contigo. Sé que será difícil, pero confío en que encontrarás la fuerza para seguir adelante. Cuentas conmigo en cada estrella del cielo, y siempre estaré contigo, guiándote. En el armario, detrás de mis vestidos, hay una pequeña caja con un regalo para ti, algo muy especial que ha estado en nuestra familia por generaciones. Cuídalo y recuerda que siempre te amaré».
Apenas pude contener las lágrimas. Esa noche dormí abrazada a la carta, sintiendo su calor como si fuera el último abrazo de mi madre.