Le eché un rápido vistazo de advertencia. Luego, tras asegurarme de que nadie en los alrededores parecía interesado en lo que hablábamos, extendí una mano para aferrar su brazo.
-Baila conmigo -susurré.
Ella pareció algo sorprendida por mi insolencia, pero esbozó una sonrisa carente de humor.
-Creo que no. Soy una doncella y estoy aquí para cuidar al pequeño conde, o para servir a la nobleza, no para bailar...
-En ese caso, sírveme a mí mientras bailamos -intervine para luego tirar de ella antes de que pudiera añadir una nueva protesta.
Estaba claro que Emma no quería bailar. Tenía el cuerpo rígido a causa de la furia y las mejillas sonrojadas, aunque no habría sabido decir si eso se debía al calor que reinaba en la estancia o a la indignación.
La arrastré hasta el centro de la pista y la guié a un ritmo suave, mezclándonos con la música que tocaba la orquesta solo para nosotros.
-Veo que has practicado -dijo ella con un toque de osadía, irritada a buen seguro por verse obligada a bailar conmigo seguramente.
«Es una diosa de lengua afilada...», me dije para mis adentros.
-¿Qué otra cosa podría hacer un hombre en mi posición, mi querida Emma? -inquirí en respuesta al darme cuenta de que la mujer bailaba bastante bien y me seguía a la perfección.
-Cierto. No tenía la menor idea de que los muertos tomaban clases de baile, excelencia -espetó, furiosa-. Habéis sido muy listo al ocultarme una información tan interesante.
Traté de contener la risa. Por Dios, esa mujer era deslumbrante.
-Bueno, no te quedaste para preguntar, querida. Me viste arder y huiste como una cobarde.
Ella se quedó con la boca abierta.
-Es usted más despreciable de lo que recuerdo.
Esa vez sí que sonreí. No pude evitarlo. Si ella supiera...
-A decir verdad, me han llamado cosas peores, pero nunca lo ha hecho una mujer tan bella.
Al parecer, esa suave confesión, fuera sincera o no, la dejó desconcertada un instante, ya que arrugó la frente y se quedó callada. Después, bajó la vista y observó a las pocas personas, del servicio en su mayoría, que nos rodeaban.
-No he venido aquí a bailar -repitió, presa de la ira. Yo entrecerré los ojos y esbocé una sonrisa irónica.
-Eso ya lo has dicho, pero la verdad es que lo haces de maravilla. Podría pasarme el resto de la noche bailando con vos, mi querida.
Un tanto confundida, titubeó una vez más y a punto estuvo de errar el paso. Sin embargo, se recuperó enseguida y parpadeó con rapidez para seguir el baile.
Me miró a los ojos y me apretó con fuerza un hombro con su mano enguantada.
-¿Por qué hacéis esto? No quiero ni su título, ni su apellido, ni a vos. Y sobre todo, no quiero que me diga cosas románticas que, como ambos sabemos muy bien, no significan nada. Nunca lo han hecho.
No respondí a eso y me limité a mirarla.
La música se detuvo y ambos dejamos de movernos poco a poco. Emma se apartó de mí como si mi contacto la abrasara.
Alzó la barbilla y aferró el delicado abanico entre los dedos antes de clavar la mirada en mí una vez más.
-Quiero que me devolváis mi libertad, Milord -susurró-. Podéis tramitar la anulación de nuestro matrimonio. La humillación terminará aquí, porque si no le juro por todo lo sagrado que acabaré con usted.
Aunque no me tomé la amenaza en serio, me sentí en cierto modo preocupado por semejante testimonio. Sin embargo, no me sorprendía en lo más mínimo.
No podía confiar en ella ni en ninguna de las palabras que habían pronunciado esos bellos y exuberantes labios, al menos por el momento. Eso estaba claro.
La música comenzó a sonar una vez más y ambos regresamos a la zona de la columna para evitar a los duques que habían regresado de su paseo y giraban a nuestro alrededor. Armond se había quedado allí de pie, aunque en esos momentos reía de buena gana mientras hablaba y coqueteaba con su mujer. Nada había cambiado..., salvo mi opinión sobre la duquesa de Devonshire. Yo la creía dócil e ingenua y sin embargo había descubierto una mujer fogosa y testaruda.
-Muy bien -dije con tono práctico mientras la miraba a los ojos y enlazaba las manos a la espalda-. Puesto que no tengo deseo alguno de que acabes conmigo, cumpliré con mi deber. -hice una pausa antes de añadir con tono de guasa-: Si tú cumples con el tuyo, Emma.
Ella parpadeó, sorprendida.
-¿Mi deber? No tengo que cumplir deber alguno en esta farsa.
Arqueé las cejas en un gesto inocente.
-¿No? En ese caso me encargaré de buscarte uno.
Ella se quedó aturdida, con las mejillas ruborizadas de nuevo. Era obvio que la había enfurecido.
-Mi única preocupación es la Casa que mis padres me heredaron, y vos lo sabéis -susurró ella en un tono de voz apenas audible por encima de la música-. Aparte de eso, no hay nada entre nosotros, vil demonio.
Me sentí casi herido.
Alguien del servicio chocó con ella y la empujó peligrosamente cerca de mí. Pero no se dio cuenta o no le dio importancia, porque su mirada penetrante no vaciló.
-Ponga sus finanzas en orden -continuó muy despacio- y recuerde una cosa...
-¿Qué cosa? -pregunté con suavidad.
Ella me agarró de un brazo con audacia en busca de apoyo.
-Jamás volverá a tener esto.
A continuación, frente a sus señores, se puso de puntillas y posó sus cálidos labios sobre los míos para besarme durante unos segundos antes de recorrer mi labio superior con la lengua y apartarse.
Tragué saliva; sentía el cuerpo tenso y la mente agitada por un repentino tumulto de sensaciones, ninguna de ellas buena.
Había cambiado de estrategia, no me cabía la menor duda de que estaba jugando conmigo y en esos momentos me sonreía con un brillo satisfecho en los ojos.
No me moví, no reaccioné.
-Tenéis una semana, mi querido «esposo», antes de que diga a todo el mundo lo que me hicisteis la noche de nuestra boda justo antes de arder en llamas. Y pongo a Dios de testigo que no me importará el escándalo.
Tras recogerse la falda, me dio la espalda y desapareció del jardín, perdiendo los papeles por completo.
Yo permanecí rígido e ignoré las risas de Armond y la mirada atónita de su esposa mientras me concentraba en un único pensamiento: «Esta mujer es peligrosa».