La serenidad de los olvidados: operación colada
img img La serenidad de los olvidados: operación colada img Capítulo 2 Él. Ella.
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Capítulo 6 Un sin techo I. img
Capítulo 7 Mimetizarse. img
Capítulo 8 Todos. img
Capítulo 9 Un agente de policía III. img
Capítulo 10 Él no es él. img
Capítulo 11 Un sin techo II. img
Capítulo 12 Los dos. img
Capítulo 13 Uno más. img
Capítulo 14 Uno menos. img
Capítulo 15 Los otros. img
Capítulo 16 Un amigo. img
Capítulo 17 Un exagente de policía. img
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Capítulo 2 Él. Ella.

Efectivamente, el Capi, como de costumbre, ya daba señales de vida por la calle Imagen, en prolongación de la calle Laraña. Desde donde se encontraba Quino, tenía una perspectiva visual suficiente para ver con claridad que al que se veía venir era a él, al Capi, haciéndose dueño con sus tumbos, ora para un lado, ora para el otro, de toda la vía. Pero esta noche parecía que el Capi venía acompañado...

Justo detrás de él, a un par de metros escasos, una mujer, al parecer joven, no estaba seguro, le secundaba en su misma dirección y a intervalos hacía amagos de querer agarrarlo justo cuando parecía que en sus inestables bandazos se pudiera caer. «Esa mujer no conoce al Capi... Nunca está lo bastante borracho como para caerse».

Llevaba el Capi viviendo como indigente más de diez años y era, de entre los olvidados de la ciudad, el que suscitaba mayor respeto y admiración para sus iguales e individuos próximos o relacionados con la vivencia de la calle: delincuentes, traficantes, prostitutas, tenderos, policías... Y esto no era por más que por su gran corazón a la hora de relacionarse con los demás; el Capi, lo poco o mucho que pudiera tener, lo compartía si hiciera falta, pudiendo incluso privarse de la ingesta de una buena borrachera, ya planeada, por motivo de prestar a quien fuera necesario algunas perras para satisfacer su almuerzo ese día. ¿El Capi era un borracho? Sí, pero podía estar sin beber los días que hicieran falta si, por motivo de ayudar, no le quedase ni un céntimo para satisfacer el gaznate. Por otra parte, tenía claro que no le pagaba vicios a nadie, «que él, cuando no tenía, no bebía, y que cada uno que se pague sus debilidades...».

Conque el Capi, efectivamente, llegó al umbral de los bajos de la galería comercial, como siempre, sano y salvo. A pesar de haberse metido por el tragadero botella y media de un tinto de Rioja del 79 de las dos que le diera, junto con mil pesetas, el dueño de unos de los bares del centro de la ciudad por hacerle recados, despejar algunas mesas de la terraza de vasos y platos y arreglar algún que otro desaguisado de pequeña índole, como cambiar la zapata de un grifo, sustituir la cadena de un inodoro y, sobre todo, y que era lo que más trabajo le costaba hacer porque ya tenía una edad, por traer barriles de cerveza del almacén cuando se agotaba el que daba servicio en el bar. «¡Joder!, estos cada día pesan más».

Quino, incorporándose.

- ¡Hombre! Don Capi por aquí... Y vienes muy bien acompañado.

A el Capi lo acompañaba Anika. Una chica de unos treinta años de procedencia holandesa. En una de sus aventuras de viaje en bici por Europa le robaron y se quedó sin velocípedo y sin las pocas pertenencias que atesoraba, teniendo que quedarse en la ciudad, origen de su desgracia, por tiempo indefinido o hasta que la suerte le brindara la oportunidad de poder reiniciar su aventura. Mientras tanto, sobrevivía en la indigencia desde hacía ya varios meses. Tenía la esperanza Anika, de que la exposición universal que se celebraría en la ciudad en la próxima primavera, le diera la oportunidad de encontrar trabajo y poder reconducir («¡en bici ya no, por favor!») su vida. De familia desestructurada, tenía la constante necesidad de apartarse, alejarse del persistente emplazamiento de conflicto en el que se veía abocada su vida cuando se encontraba cerca de sus miembros. De ahí que, cuando se sentía algo desbordada o antes de que ocurriera, se lanzara a la aventura.

Hoy, en el barrio del Pumarejo, conoció a el Capi que daba buena cuenta de su recompensa del día por aquellas latitudes de la ciudad. Este barrio, por aquella época, era el elegido por los indigentes para esparcirse después de un día bueno o malo, qué más da, y socializar entre ellos. Es de suponer que la otra media botella de Rioja se la habría bebido Anika, sin duda gentilmente ofrecida por el Capi, porque sus ojos chispeaban al unísono que las estrellas cuando escrutó con su mirada a Quino, que esa noche fría de invierno, ofrecían en el cielo despejado de la ciudad un espectáculo lumínico natural previo al esperado alumbrado navideño.

- Creí que ya no aparecerías... que habrías sucumbido al frío y estarías en el albergue...

- Sabes de más que para que eso ocurra -al mismo tiempo que el Capi contestaba a Quino iba acomodando su cama: un colchón hinchable de los de camping con dos mantas, de medidas 90x200 cm, situada al extremo izquierdo del poyete, en la parte inferior, en la superior se ubicaba el Viejo que, como todas las noches después de cansar sus hábiles manos tocando su viola, se había quedado dormido con el instrumento aún agarrado entre sus dedos- tengo que estar muy pero que muy mal. Porque no hay nada mejor que tu propia casa... Anika, Quino... Quino, Anika...

- Hola, Quino. ¿Y dónde dormir yo?... - depositando en la parte inferior del poyete un macuto y un pequeño caballete que cargaba.

- Qué tal Anika. Compartiremos los aposentos...

- Tú duermes conmigo... -El Capi protestón-. Que yo he sido el que te ha invitado -indicándole con la palma de la mano, ni sucia ni limpia, el lugar que le ofrecía de la cama-. Verás qué calentitos vamos a pasar la noche...

- ¿Pero tú no tocar?...

- No, yo no tocar ¡Pero si puedes ser mi hija... que te voy a tocar yo!...

- Qué buen anfitrión eres, Capi...

La Operación Colada llevaba quince días activada, los mismos que Quino intentaba conducir hacia el camino de la eficiencia infiltrado en aquel grupo de indigentes y, que paso a paso, de a poco y con mucho tiento, estaba recogiendo frutos valiosos.

Las noches eran las más productivas si el Capi no se encontraba ni muy borracho ni cansado. Si estas circunstancias no se daban, podía mantener largas conversaciones con él, sustrayendo de ellas información valiosa que, después de hilar los flecos sueltos y de hacerle un buen pespunte al tejido de la indagación, estaban siendo, hasta ahora, muy productivas.

Pero esta noche el Capi estaba exhausto y cayó puyero. Ni siquiera pudo dedicar el tiempo que de costumbre, sí hacía, a escribir en su diario. Quizá había cargado hoy con más barriles de cerveza o fregado más platos, qué sé yo. El caso es que Quino después de su última interpelación con él, obtuvo por respuesta un par de ronquidos graves, secos, como de oso cavernario. Anika, llena de ternura al ver a su reciente amigo rendido a Morfeo, se dirigió a su lecho y lo arropó con su par de mantas, que esperaban, en la noche fría, a ser utilizadas. Quino le ofreció a Anika su mantita fina como papel Smoking y ella, aceptándola con una sonrisa tibia que invitaba a deducir que a pesar de todo era una mujer hermosa: ojos verdes, cabello rubio, tez albar salteada de pecas livianas y rosadas que le otorgaban a su rostro, levemente anguloso, una ágil sensación de frescura, se sentó en el poyete junto a Quino.

- Graciar-mirándolo con los ojos humedecidos.

- No te he visto nunca por aquí.

- Me quedo siempre yo en la sona de Alarmeda.

-Alameda.

- Sí, eso, Alameda. Allí me gustó más siempre. Mucho bohemio allí... pintores como Anika y artesonos.

- Artesanos.

- Eso... Aunque mucho también de prostituto y de droga allí.

- Sí, mucho. ¿Eres pintora? -Señalando al caballete que acababa de dejar Anika en el suelo.

- Eso soy yo, pintora.

- Y qué haces aquí en Sevilla. Porque, no eres de aquí...

- Soy de Amberes... ¡Uy! Mucho que contar yo... Pero ahora tengo sueño. Vino muy bueno tenía el Capi. Yo he bebido demasiado. Tú mucha pregunta. Parece un polichía...

Mientras decía esta última frase, Anika dejó caer poco a poco su espalda sobre la superficie del poyete, junto al Capi, bostezando ampliamente al aterrizar en ella. Quino la acurrucó con su mantita como papel smoking mientras pensaba que «a ver si esta holandesa de los cojones la iba a descubrir ahora...». Se quedó dormida al punto.

Normalmente, Quino cuando el Capi y alguno más de los que en la noche pernoctaban en los bajos de la galería comercial habían planchado la oreja, se marchaba a su casa. Pero esta noche, para acompañar a Anika -el Capi se las arreglaba bien- se quedaría.

«Es que tengo insomnio crónico, apenas si duermo. Con un sueñesillo de poco más de una hora voy que me las pelo. Además, con vuestros ronquidos de elefante enjaulados cualquiera duerme aquí... Me gusta pasear por las calles vacías y quietas de la noche». Le decía Quino a los chicos para justificar su ausencia en las noches. Por lo que era para ellos Quino, un hombre raro; no solo apenas dormía por la noche, sino que tampoco bebía.

«Unas costumbres muy raras tienes Quino, para ser un sin techo». Le dijo en alguna que otra ocasión el Capi.

Hasta ahora, pudo hacer conciliable el hacerse pasar por un indigente más y tener esos hábitos, pero, no sabía por cuánto tiempo. Quizá, pensaba, era hora de arriesgar un poco más, de intentar sonsacar información determinante. Con astucia, por supuesto.

«Y ahora, Anika... Vaya el pildorazo que me ha tirao. No sé si ha sido casualidad o si es que es más lista que el hambre... Que parezco un policía... Manda huevos».

Se decía para sí Quino mirando los ojos dormidos de Anika y escuchando los ronquidos del Capi.

Esta noche, seguro y con total veracidad, pasará la noche en vela.

            
            

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