Se mecía en la silla ergonómica giratoria de su despacho con pequeños movimientos que nacían de sus caderas, generando impulsos de izquierda a derecha y, al contrario, absorto, seguro, en cuadrar pequeños detalles de cómo y dónde se producirían. A la par, miraba objetos insignificantes de la habitación, ora un bolígrafo descapuchado, ora algunos imperdibles desparramados por la mesa, luego un pendrive que esperaba a ser utilizado junto al monitor del ordenador, y por último, haciendo medio giro sobre la silla, observó durante minutos largos el retrato del rey de España que presidía el testero de la pared central. Pareciera que le sirvieran al mirarlos, para concentrarse mejor en sus elucubraciones.
Era un hombre reconcentrado, como con mucha vida interior, y que esta le fuera más útil que la que se fraguara en su entorno. Aún así, era sociable a su manera.
Extremadamente perfeccionista, no daba un paso en falso hasta que todos los cabos no estuvieran bien atados, con doble nudo.
- Toc, toc, toc.
Quino siempre hacía tres llamadas con los nudillos antes de entrar en el despacho de Serrano. Por lo que restó de inmediato que era él, Quino.
Volvió a girar sobre la silla giratoria y atendiendo a la llamada de Quino, sus elucubraciones desaparecieron dilatándosele las pupilas de sus ojos, de común melancólicos, para otorgarle una breve apariencia de atisbo de entusiasmo. Algo, seguro, no le cuadraba después de sus cavilaciones y pensó que las novedades de Quino le ayudarían a disipar sus dudas.
- Pasa Quino -y se incorporó para recibirlo.
Quino, ni alto ni bajo, de envergadura corpulenta. De mirada grácil y rostro de ordinario sonriente. Al entrar en el despacho, ni una cosa ni la otra: ojeras pronunciadas hacían restar a sus ojos claros los rescoldos de suavidad que pudieran quedar en ellos y su rostro, pareciera esconder mal disimulada, una preocupación sostenida con hilos frágiles de aflicción.
- No me digas que traes malas noticias, Quino... -estrechándole la mano-. Siéntate anda.
Quino forzó una sonrisa que Serrano la leyó enseguida apática, casi displicente. Ambos tomaron asiento y quedaron por unos instantes sus miradas retenidas en el vacío de la imprecisión. Huidizas.
- Cuéntame Quino -y con lentitud las miradas se cruzaron hasta encontrarse.
- Jefe, reconozco que me está superando este servicio -Sus manos entrelazadas por sus dedos, descansaban apoyadas en la mesa escritorio. Serrano al oírlo, echó su espalda hacia atrás buscando el respaldo de la silla y cruzó las piernas. Quino, como subyugado por el gesto de su jefe, dijo-: No le estoy diciendo que vaya a desistir... Pero quiero pedirle algo... -Serrano deshizo el cruce de sus piernas y su espalda la adelantó lo más que pudo, quedándose tan próximo a Quino que pudo oír con claridad la respiración de su jefe.
- Lo que necesites, Quino -le dijo con toda sinceridad-. Lo que necesites... -Mirándole a los ojos.
- Bien, jefe. Necesito una motivación... extra. En estos momentos no me es suficiente la idea de atrapar a delincuentes. Le puedo asegurar que lo que hasta ahora he podido conseguir de información infiltrado entre los sin techo no ha sido nada fácil -Serrano asentía en cada frase que decía Quino-. La relación que llegas a construir con estas personas es considerable. Y es que debe ser así si lo que quieres conseguir es que te hagan partícipe de sus inquietudes y ganarte su confianza; si no, no podrías esperar que ante una pregunta como «¿y quién vende por aquí blanca?..., que de vez en cuando me gusta darme un homenaje si el día me va bien»; o, «¿quiénes son los carteristas de la zona?, para aprender la técnica por si alguna vez estoy muy desesperado...», te contesten con llanura y de igual a igual. Y aún así, no siempre se consigue... Y menos, si te sientes desmotivado, que es cuando aparecen las dudas y la mentira empieza a deambular sobre las cabezas de los otros y también sobre la mía, que es casi peor: Cuando uno mismo no es capaz de creerse lo que vive, difícilmente puedes convencer a nadie -Serrano abrió sus brazos con parsimonia, queriéndole mostrar con el gesto que le pidiera lo que necesitara, que lo escuchaba-. Creerá que me he involucrado en exceso, y estará en lo cierto. Lo he hecho. Pero es el precio que hay que pagar...
- Muy bien Quino. Lo que sea que necesites, pídemelo cuando lo desees. Te doy mi palabra de que lo tendrás sea lo que sea. De todas maneras, conociendo tu parte filántropa, puedo hacerme una idea de lo que puede ser...
Serrano se levantó de su asiento y se dirigió hacia adonde Quino con lentitud, observándolo en cada paso que daba. Quino conocía a su jefe y sabía que le echaría su brazo sobre sus hombros y adoptó, qué pillín, la posición de cuervo degollado: codos sobre la mesa, cabeza escondida entre los hombros. ¿Interpretaba? No lo sé.
Y al punto, Serrano, efectivamente, echándole su pesado brazo sobre sus hombros.
- También necesita el cuerpo a policías sensibles como tú ante las injusticias. Por eso te elegí a ti para esta operación. Pero como tú bien dices, hay que pagar un precio. Ese coste lo afrontaremos los dos. No te preocupes -Quino se dejó querer un poco más y movía la cabeza, escondida entre sus hombros, hacia ambos lados en un gesto claro de abatimiento-. Y ahora comencemos Quino. Tenemos trabajo por delante.
Estuvieron repasando todos los puntos de la operación que hasta ahora podían asegurarle detenciones y aquellos que estaban en el camino de conseguirlas.
A los carteristas los tenían controlados prácticamente. De los cinco que operaban por el centro de Sevilla, cuatro estaban para echarle el guante:
Carmín, una chica de poco más de dieciséis años que era dueña de la zona de La Campana y Sierpes y que su maestría para hacerse con las billeteras y monederos de sus víctimas no tenía parangón. Observándola actuar, en plena faena, Quino no daba crédito de lo que veían sus ojos. En rebosante ebullición de transeúntes de la calle Sierpes, una de las más concurridas y angostas de la ciudad, aprovechando su estrechez, se arrimaba a la víctima con tal delicadeza y sigilo que en menos de un minuto se hacía dueña de su apreciada cartera sin espabilarle la más exigua sospecha. Una vez conseguido su botín se apartaba un poco del lugar y se ubicaba en alguna esquina o soportal donde visualizaba su posible próximo damnificado. De poco más de metro y medio de altura, ojos claros y pelo castaño luminoso, junto con su vestimenta parecida a la de una colegiala, diadema y maleta cruzada al hombro incluidas, cualquiera diría que era una auténtica caco birladora de carteras. Excepto Quino, que fue identificarla con los pocos datos que le pudo sonsacar (Dieciséis años más/menos. Casi rubia. Parece como si fuera al colegio) a el Capi, y rápidamente imprimió en sus retinas la imagen perfecta de la mejor afanadora de carteras ajenas. No tuvo más que hacer para ello que fijarse en sus manos nimias, sus dedos delgados y su mirada escrutadora y sagaz pero sobre todo engañadora.
El fresa, que dominaba el barrio Santa Cruz y los aledaños próximos a la Catedral. De considerable estatura, no sé, metro ochenta y seis, que más da, tez morena y pelo ondulado en media melena. Impresionaría de ordinario si no fuera por su amplia y cautivadora e inmutable sonrisa que desbordaban sus mejillas voluptuosas y firmes que invitaban a mirarlo. Y cuando esto sucedía, cuando una mirada se cruzaba con la suya y la acogía, se suspendía en el aire y en torno a la posible víctima un porcentaje serio/grave de que su cartera, reloj, bolso, etc., «cambiara de dueño». Utilizaba la excusa del «perdido en la ciudad», con la que abordaba al Pavo o Pavos. Eso sí, debían ser foráneos para poder preguntarles por una calle, hotel, monumento... Y así, despliegue de plano en manos e incluido un acento gallego que cada vez dominaba mejor (probó con otros acentos, pero comprobó que el gallego como que daba más confianza a las posibles víctimas), hacía concentrar la atención de éstos consiguiendo que bajasen la guardia.
De Tetuán, Plaza Nueva y Constitución se encargaba el Gordo. Un peligroso, por su inaptitud en el arte de cepillar las carteras sin ser detectado, delincuente común que debido a sus numerosas detenciones, de entradas y salidas de la cárcel por delitos de atracos, robos y estafas, se quiso reinventar adquiriendo una forma de delinquir que pasase más inadvertida. Pero sus toscas manos con los dedos como porrones de botijos hacía que en las mayorías de las ocasiones errara teniendo que tirar de la chaira para intimidar a sus víctimas al ser descubierto y, sin dudar, si era necesario, asestar al damnificado una cuchillada más o menos leve dependiendo de su resistencia.
Gobernaba Alameda, Feria y aledaños así como el barrio de San Luis, el Tuerca (¿Qué hacemos con este?). Todo un personaje. Ex legionario. Con una gran vocación al cuerpo. No en vano, en su indumentaria habitual al menos llevaba de ordinario la gorra chocho y camisa legionaria, además de incluir paso desfile, mirada al cielo y brazo a la barbilla en su caminar habitual. Pudiendo, si se animaba un poco, deleitar a propios y extraños con el «Novio de la Muerte» con toques de corneta y tambor incluidos. Lo echaron del cuerpo por traficar con cannabis. Ahora un hábil carterista. Su peculiar forma de hacerse con los dineros de sus perjudicados, aunque tampoco le hacía ascos a cualquier otro objeto de valor, era contando batallitas de su paso por la Legión. Se hizo legionario voluntario para poder escapar de una inminente condena por robo con intimidación a finales de 1974, por lo que se zampó todo el conflicto de La Marcha Verde. En aquellos tiempos este cuerpo militar era conocido por su alto nivel de disciplina; entre otras sanciones por insubordinación existía el pelotón de castigo que incluía trabajos forzosos. Por lo que es fácil imaginar la cantidad y variedad de sucesos y aventuras que tenía para relatar y, si no, se las inventaba. Se hacía de pequeños corrillos de gentes dispuestas a escucharlo y, durante su «interpretación», donde adoptaba expresiones gestuales de lo más histriónicas, aprovechaba el fragor de su exhibición para acercarse y rozarse y apretarse a los concurridos y poder así extraer el objeto codiciado. Si los potenciales interesados de su exhibición «seudomilitar» previa, estaban próximos a un bar o en el mismo enclave, mejor que mejor. En este caso su trabajo se le hacía más fácil y placentero, porque además de poder buitrear copas, el entorno era más propicio por otorgarle el plus de la amenidad, con la consiguiente bajada de guardia de sus inminentes agraviados.
El menudeo de hachís y marihuana está monopolizado por los gemelos Sierra. Estos dos sujetos, a pesar de ser bien conocidos por la policía por sus continuas entradas y salidas de la cárcel, en ninguna ocasión pudieron ser detenidos hasta ahora los dos a la par, por lo que nunca dejaban el «negocio» desabastecido. Y precisamente esto era lo que debía de conseguir Quino, que los dos tuvieran acceso a prisión al mismo tiempo.
Donde apenas hubo frutos aún, era en las pesquisas para dar con los responsables del menudeo de heroína y cocaína. Y cero, en cuanto a los proveedores de estos.
Quino tenía que buscar, sin duda, algunas noches más de soltura dialéctica con el Capi.