-Hola, cuánto tiempo... -nos abrazamos.
-¡No puedo creer lo que ven mis ojos! -dijiste, sonriente y despreocupado.
-Él es Edgar, mi pareja. Escuché que te casaste.
-Hoy estoy solo. Encantado, Edgar, soy Liam, un amigo de la infancia -contestaste con una sonrisa, pero algo en tu "hoy estoy solo" sonó triste, vacío.
Ese abrazo, aunque dulce, también tenía un sabor amargo, y me dejó confundida. Esa noche, aunque estuve con mi pareja, mi mente estaba lejos, contigo. Me arrepentí de no haberte pedido el número, y me sentí mal por pensar que, de alguna manera, estaba siendo infiel a Edgar. Pasé la noche imaginando cómo sería estar contigo, cómo habrían sido las cosas si hubiéramos tenido otra oportunidad.
A la mañana siguiente, Edgar me encontró en la cocina, perdida en mis pensamientos.
-¿Qué pasó, reina? ¿No dormiste bien?
-Sí, solo tuve una mala noche -le respondí con un beso, sintiéndome culpable.
Ese día, después de que salimos para ir a nuestros trabajos, decidí dar un paseo y pasé por el restaurante donde nos habíamos encontrado la noche anterior. Lo que no sabía entonces es que tú eras el lugar.
-¡Que sí, tío! Estoy al doscientos por cien seguro de que es lo que quiero.
-Pero Edgar, sabes que es un gran paso, una decisión importante.
-Lo sé, pero ya llevamos cuatro años juntos. Además, ya he comprado el anillo, no hay vuelta atrás.
Mientras mi novio y su amigo hablaban sobre propuestas de matrimonio, yo estaba fuera, frente al cristal del restaurante, perdida en unos ojos color miel que me miraban tan intensamente como yo a él. Intenté moverme, pero mis pies no respondían. Y entonces, la puerta se abrió, y Liam salió con esa sonrisa y esos ojos que habían llenado mis sueños durante tanto tiempo.
-¿Qué haces ahí fuera con esa cara de cachorro perdido? Entra y tómate algo.
-No, gracias, tengo que volver al trabajo.
-Vamos... solo será un café, y podrás irte.
-Está bien.
Sabía que era una mala idea, y más adelante me arrepentiría, pero entré.
-¿Qué ha sido de ti en estos años? -preguntó, con una curiosidad que parecía sincera.
-Nada especial, lo de siempre: estudios, trabajo, casa, pareja.
-Casa... jajajá, ya veo. ¿Y tú? Aparte de estar casado, no sé mucho más.
-Lo mismo: estudios, trabajo, y ahora aquí estoy, con mi propio restaurante.
-¿El restaurante es tuyo? Me alegro mucho por ti. Yo, en cambio, sigo trabajando para otros, ocho horas al día frente a una pantalla.
-¿Y la repostería? Recuerdo que hacías unos bizcochos de chocolate increíbles. Tienes que hacerme alguno un día.
-Sí, algún día...
Hice una pausa, tratando de contener las palabras que quería decir.
-Siempre quise preguntarte... ¿por qué no volviste aquel verano? ¿Hice algo mal?
-No, nada de eso. Solo fue la adolescencia, los estudios... Ya sabes cómo es.
Me removí incómoda en la silla. No quería alargar más esa conversación.
-Bueno, me tengo que ir. Edgar estará por llegar. Gracias por el café.
-De nada.
Salí del restaurante a toda prisa, sintiendo una presión en el pecho. Apenas pude contener las náuseas que me invadieron al salir. Los recuerdos de aquel verano me atormentaban, y desde aquella noche, había tenido pesadillas recurrentes. Ese encuentro solo había reavivado un dolor que nunca se había ido del todo.