La llegada de Valeria cambió todo para Elena. Desde el primer llanto, su pequeña hija le dio un propósito más grande que cualquier sueño personal. Mirando esos ojos llenos de inocencia, Elena prometió que nunca permitiría que su hija viviera lo mismo que ella había sufrido: la soledad y el abandono. Pero mientras su amor por Valeria crecía, la relación con Andrés comenzaba a desmoronarse. En lugar de compartir su alegría, Andrés mostraba celos y desaprobación. Su actitud controladora se intensificaba, y las críticas hacia Elena aumentaban con cada día que pasaba.
A pesar de los intentos de justificar sus acciones, Elena sabía, en lo más profundo de su ser, que algo no estaba bien. Sin embargo, el miedo a estar sola y la esperanza de que las cosas mejoraran la mantenían atada a una relación que ya no era sana. Durante las noches, se encontraba llorando en silencio, sintiendo la presión de un amor que la estaba sofocando.
Elena se encontraba atrapada entre el amor que sentía por su hija y la confusión de una relación que ya no la hacía feliz. Sabía que debía tomar una decisión difícil, pero su miedo a perder lo que había construido con Andrés la mantenía en una constante lucha interna. El nacimiento de Valeria, aunque hermoso, marcó el comienzo de un giro inesperado en su vida.