Elena recordaba su niñez como un eterno invierno, a pesar del cálido clima del pueblo donde creció. Su madre, Rosario, iba y venía, dejando tras de sí promesas rotas y largas ausencias que pesaban como una losa. Cuando estaba presente, Rosario llenaba a Elena de palabras dulces, asegurándole que "pronto todo sería diferente". Pero esas promesas se disolvían en el aire, reemplazadas por días de soledad y noches silenciosas bajo el cuidado de unos tíos fríos y desinteresados.
En la escuela, Elena destacaba como la mejor estudiante de su clase, especialmente en matemáticas. Doña Clara, su profesora, veía algo especial en ella. "Elena, tienes un talento único", le decía, entregándole libros que alimentaban su imaginación. Elena soñaba despierta, imaginándose dueña de una gran empresa, viviendo en una ciudad llena de luces donde no existieran las limitaciones de su pueblo.
En casa, sin embargo, las cosas eran diferentes. Sus tíos se quejaban de tener que cuidarla. "Rosario no sabe lo que es hacerse cargo de una hija", murmuraban. Esas palabras herían, pero también le daban fuerza. "Algún día no necesitaré a nadie", se prometió, apretando los puños. En el fondo, sabía que, si quería escapar, tendría que construir su propio camino.